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– ¿Qué es esto? -murmuró el cirenaico, temblando-. ¡El propio Dios lo crucifica!

Entonces Simón el cirenaico sintió el miedo más intenso y el dolor más grande de su vida: una voz fuerte hendió el aire de arriba abajo, desgarradora, preñada de reproches:

– ELI… ELI…

No podía acabar el grito; quería acabarlo pero no lo lograba y, de pronto, sintió que se le cortaba la respiración. El Crucificado inclinó la cabeza.

Se desvaneció.

XXX

Pestañeó alegremente, sorprendido. Aquello no era una cruz sino un árbol gigantesco que se alzaba desde la tierra al cielo. Era primavera y todo el árbol florecía. En la punta de cada rama, sobre el vacío, un pájaro se había posado y cantaba… Y él, en pie y apoyado con todo su cuerpo en el árbol en flor, había levantado la cabeza y contaba: uno, dos, tres…

– Treinta y tres -murmuró-; tantos como mis años. Treinta y tres aves que cantan.

Sus ojos se agrandaron hasta invadir todo su rostro. Sin volverse, miraba a la vez hacia todas partes y veía el mundo en flor. Sus oídos, como dos conchas arrolladas en espiral, acogían los clamores, las blasfemias y los sollozos del mundo y los transformaban en una canción. Manaba sangre de su costado, traspasado por un lanzazo.

Una por una y sin que soplara la menor brisa, las flores se deshojaban y caían afectuosamente sobre sus cabellos entremezclados con espinas y sobre sus manos ensangrentadas. Y mientras se esforzaba, en medio de un océano de gorjeos, por recordar quién era y dónde se hallaba, de repente el aire giró como un torbellino para quedar inmediatamente inmóvil: un ángel estaba frente a él… En aquellos instantes nacía el día.

Había visto muchos ángeles en sueños y despierto, pero jamás había visto un Ángel semejante, jamás había visto una belleza tan cálida y humana, un vello tan aterciopelado, rizado y delicado como el que cubría sus mejillas y sus labios. Sus ojos ardientes centelleaban, desbordantes de pasión como los de una mujer o un adolescente enamorado. Su cuerpo era grácil y firme y sus pantorrillas y muslos redondeados aparecían cubiertos también de un vello inquietante, tan negro que despedía reflejos azules. De sus sobacos se difundía el olor a sudor humano que a Jesús tanto le agradaba.

Jesús se turbó y preguntó:

– ¿Quién eres?

Su corazón latía violentamente. El Ángel sonrió y todo su rostro se dulcificó, como un rostro humano. Plegó sus dos anchas alas verdes, como si temiera asustar demasiado a Jesús, y respondió:

– Soy como tú. Soy tu Ángel de la guarda. Ten confianza en mí.

Su voz era grave y acariciadora, afectuosa y familiar, como una voz humana. Hasta entonces las voces de ángeles que había oído eran severas y autoritarias. Se regocijó, miró al Ángel con aire implorante y esperó que continuara hablando.

El Ángel lo adivinó y respondió, sonriendo, al deseo del hombre:

– Dios me envió para endulzar tus labios. Los hombres y el cielo te han hecho beber infinidad de amarguras; has sufrido, has luchado y en toda tu vida no conociste ni un día de dulzura. Tu madre, tus hermanos, tus discípulos, los pobres, los enfermos, los oprimidos, todos, todos te abandonaron en el último momento, en el momento más terrible. Quedaste solo e indefenso en lo alto de un peñasco oscuro. Entonces Dios, el Padre, se apiadó de ti. Me dijo: «¿Cómo no haces nada? ¿No eres su Ángel de la guarda? Ve a salvarle. ¡No quiero que lo crucifiquen!» «Señor de las Naciones -le respondí temblando-, ¿acaso no lo enviaste a la tierra para que lo crucificaran y para que así salvase a los hombres? Por eso yo no intervenía. Creía que tal era tu voluntad.» «Que lo crucifiquen en sueños -respondió Dios-. Sentirá el mismo espanto y el mismo dolor.»

– Ángel de la guarda -exclamó Jesús, asiendo la cabeza del Ángel con las dos manos para que no se le escapara-, Ángel de la guarda, hijo mío, mi espíritu vacila… ¿Entonces no me crucificaron?

El Ángel posó su mano blanca en el corazón turbado de Jesús, para apaciguarlo, y le dijo:

– Cálmate, amado -y sus ojos fascinadores reían-, no te agites. No, no te crucificaron. Fue un sueño. Viviste toda tu Pasión en un sueño. Subiste a la cruz, te clavaron las manos y los pies en sueños, y en tus manos, en sus pies y en tu costado se abrieron cinco llagas con tal fuerza que aun ahora, mira, chorrean sangre…

Jesús miró a su alrededor, como extasiado. ¿Dónde estaba? ¿Qué llanura era aquélla, qué árboles eran aquellos árboles en flor y qué aguas eran aquéllas? ¿Y Jerusalén? ¿Y su alma? Se volvió hacia el Ángel y le tocó el brazo. ¡Qué fresca y firme era su carne!

– Ángel de la guarda, hijo mío -le dijo-, a medida que hablas mi cuerpo pierde pesantez, la cruz se convierte en la sombra de una cruz, los clavos en sombras de clavos y la crucifixión navega por el cielo, como una nube…

– Pongámonos en marcha -dijo el Ángel, y se echó a volar sobre la hierba florecida-. Inmensas alegrías te esperan, Jesús de Nazaret. Dios me ha autorizado a hacerte saborear todas las alegrías que codiciaste secretamente durante su vida… Ya verás que la tierra es buena, que es bueno reír, que es delicioso beber vino, besar los labios de una mujer y ver jugar en tus rodillas a tu primer hijo… ¿Podrás creerte que nosotros, los ángeles, nos asomamos a menudo a la tierra y la miramos con envidia desde el cielo lanzando suspiros?

Sus grandes alas verdes comenzaron a batir y lo enlazaron:

– Vuelve la cabeza -le dijo-; mira a tus espaldas.

Jesús obedeció… ¿Y qué vio? Allá, muy lejos y muy alto, brillaba la colina de Nazaret bajo el sol naciente. Las puertas fortificadas de la ciudad estaban abiertas y por ellas salía una enorme multitud. Eran señores y damas cubiertos de vestiduras de oro que montaban caballos blancos y hacían ondear estandartes de seda blancos como la nieve y bordados con azucenas de oro. Descendían entre montañas en flor, pasaban ante castillos reales, seguían senderos zigzagueantes, bordeaban el flanco de las colinas y atravesaban ríos. Oíase tras los árboles tupidos un rumor confuso hecho de risas, de conversaciones en voz baja y de leves suspiros…

– Ángel de la guarda, hijo mío -dijo Jesús, desconcertado-, ¿qué es esa multitud de señores? ¿Quiénes son esos reyes y esas reinas? ¿Adónde van?

– Es un cortejo real -respondió el Ángel, sonriendo-. Van a una boda.

– ¿Quién se casa?

– Tú. Esta es la primera alegría que te daré.

La sangre afloró en el rostro de Jesús. Adivinó bruscamente quién era la novia. Toda su carne cálida se estremeció de alegría. Ahora tenía prisa y dijo:

– En marcha.

Inmediatamente sintió que montaba un caballo blanco con silla y riendas de oro. Se miró el cuerpo y comprobó que su pobre vestido lleno de remiendos se había convertido en un vestido de terciopelo y oro. En lo alto de su cabeza ondeaba una pluma azul.

– ¿Es ése el reino de los cielos que yo anunciaba a los hombres de la tierra? -preguntó.

– No, no -respondió el Ángel, riendo-. Es la tierra.

– ¿Y cómo cambió tanto?

– No es ella la que ha cambiado, sino tú. Antes tu corazón iba contra la voluntad de la tierra, pero ahora la acepta. En esto reside todo el secreto. El reino de los cielos, Jesús de Nazaret, es la armonía entre el corazón y la tierra… Pero, ¿por qué hemos de perder el tiempo hablando? Vamos, que la novia espera.

El Ángel montaba ahora un caballo blanco y partieron al galope. A sus espaldas las montañas relinchaban, invadidas por la escolta real que descendía por ellas. Redoblaban las risas de las mujeres. Las aves surcaban el cielo con raudo vuelo en dirección al sur, cantando: «¡Ya llega! ¡Ya llega! ¡Ya llega!» El corazón de Jesús era también un ave que cantaba: «¡Ya llega! ¡Ya llega! ¡Ya llega!»

Mientras galopaba, se acordó de pronto, en medio de su alegría desbordante, de los discípulos. Se volvió y escrutó la multitud de señores, pero no los encontró entre ellos. Sorprendido, miró a su compañero y le preguntó:

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