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– ¿Hasta cuándo me tendréis entre vosotros? -exclamó-. Que aquellos de vosotros que deban hacerme una pregunta importante, se apresuren a interrogarme. Que aquellos que deban decirme unas palabras tiernas, me las digan cuanto antes porque me harán bien. No debéis apenaros cuando yo me vaya ni debéis decir: «¡Ah, no hemos tenido tiempo de decirle una frase cariñosa, nunca le dijimos cuánto lo amábamos!» Entonces será demasiado tarde.

Agrupadas en un rincón, las mujeres escuchaban con la barbilla hundida en las rodilllas. Cada poco suspiraban… al menos ellas lo comprendían todo, pero no podían decir nada. Súbitamente Magdalena lanzó un grito; era la primera que había adivinado y la lamentación fúnebre estallaba en ella. Se levantó bruscamente, entró en la habitación del fondo y buscó bajo su almohada el frasco de cristal lleno de perfume de Arabia que había llevado consigo. Uno de sus antiguos amantes se lo había dado en pago de una noche. Desde que seguía a Jesús, lo llevaba siempre consigo y la desdichada se decía: «¿Quién sabe? Dios es grande y acaso llegue el día en que pueda impregnar de este perfume precioso la cabellera de mi amado. Quizá llegue el día en que él acepte vivir conmigo y ser mi esposo.» Con estos deseos secretos, escondidos en el fondo de sí misma, percibía ahora la muerte tras el cuerpo del amado; no ya el amor sino la muerte. Y, lo mismo que para la boda, eran necesarios perfumes para recibir a la muerte. Tomó el frasco de cristal, lo oprimió contra su pecho y se echó a llorar. Lloraba silenciosamente para que no la oyeran, apretaba el frasco contra su seno y lo arrullaba como si fuera un niño. Luego se enjugó los ojos, salió y cayó a los pies de Jesús. Antes de que Jesús tuviera tiempo de inclinarse para levantarla, Magdalena había roto el cristal y vertido el perfume sobre los pies sagrados. Luego se desató los cabellos, enjugó llorando los pies perfumados y, con lo que restaba de perfume, humedeció la amada cabeza. Inmediatamente volvió a desplomarse a los pies del maestro y se puso a besarlos.

Los discípulos estaban escandalizados.

– ¡Qué lástima derrochar así un perfume tan caro! -dijo Tomás-. Si lo hubiéramos vendido habríamos podido dar comida a muchos pobres.

– O ayudar a huérfanas -dijo Natanael.

– O comprar carneros -dijo Felipe.

– Mala señal -murmuró Juan, lanzando un suspiro-. Con esas esencias se perfuma a los muertos ricos. No debías hacer eso, María. ¿Y si la Muerte oliera su perfume preferido y viniera?

Jesús sonrió y dijo:

– Siempre tendréis junto a vosotros a los pobres, pero no siempre me tendréis a mí. Poco importa entonces que se haya derrochado un frasco de perfume en mi honor. Hay momentos en que la Prodigalidad sube al cielo y se sienta junto a su principesca hermana, la Nobleza. Y tú, amado Juan, no te aflijas. La Muerte jamás deja de presentarse, y es mejor que llegue cuando el aire está perfumado.

La casa entera olía a perfume como la tumba de un rico. Apareció Judas y lanzó una rápida mirada al maestro… ¿Había acaso revelado él secreto a los discípulos y éstos habían perfumado al moribundo con esencias funerarias? Pero Jesús sonrió y dijo:

– Hermano Judas, la golondrina se desplaza en el cielo más rápido que la gacela en la tierra. Pero más rápido que la golondrina vuela el espíritu del hombre. Y más rápido aún que el espíritu del hombre vuela el corazón de la mujer. -Y señaló con una mirada a Magdalena.

Pedro dijo entonces:

– Hemos dicho muchas cosas pero hemos olvidado lo más importante: ¿dónde celebraremos la Pascua en Jerusalén, maestro? Propongo que vayamos a la taberna de Simón el cirenaico.

– Dios lo decidió de otro modo -dijo Jesús-. Levántate Pedro, y ve a Jerusalén con Juan. Veréis a un hombre con un cántaro al hombro y lo seguiréis. Entrará en una casa y vosotros entraréis también en ella y diréis al propietario: «Nuestro maestro te saluda y te pregunta: ¿Dónde has dispuesto las mesas para que festeje la Pascua con mis discípulos?» Responderá: «¡Saludos a vuestro maestro! ¡Todo está dispuesto y es bienvenido a esta casa!»

Los discípulos se miraron, llenos de admiración, como niños. Pedro agrandó los ojos y preguntó:

– ¿Hablas seriamente, maestro? ¿Todo está dispuesto? ¿El cordero, el asador, el vino, todo?…

– Todo -respondió Jesús-; id con confianza. Nosotros nos quedaremos aquí hablando, pero Dios no se queda sentado, no habla sino que trabaja por los hombres.

En aquel instante se oyó un estertor muy débil en el fondo de la estancia. Todos se volvieron, avergonzados. Habían olvidado al anciano rabino, que agonizaba. Acudió Magdalena, seguida de las tres mujeres y luego de los discípulos. Jesús posó nuevamente la mano en la boca helada del anciano, quien abrió los ojos, lo vio y le sonrió. Agitó la mano, ordenando con una señal a los hombres y a las mujeres que se alejaran. Cuando quedaron solos, Jesús se inclinó y le besó la boca, los ojos y la frente. El anciano lo miraba al fondo de los ojos y su rostro resplandecía.

– Os volví a ver a los tres -murmuró-: Elías, Moisés y tú. Ahora tengo la certeza. Muero.

– Adiós, anciano. ¿Estás satisfecho?

– Sí. Dame tu mano; quiero besarla.

Cogió la mano de Jesús y pegó a ella durante largo tiempo sus labios helados.

Lo miraba arrobado de éxtasis, le decía adiós y callaba, luego, al cabo de un momento, preguntó:

– ¿Cuándo irás tú allá arriba?

– Mañana, día de Pascua. Hasta pronto, anciano.

El anciano rabino cruzó las manos y murmuró:

– Recibe ahora a tu servidor, Señor. ¡Mis ojos han visto a mi, Salvador!

XXVIII

El sol se había inclinado y se deslizaba, escarlata, hacia el poniente. En la otra vertiente del cielo, el oriente comenzaba ya a blanquear. Pronto aparecería, enorme y silenciosa, la luna de Pascua. Los rayos del sol, muy pálidos, penetraban aún en la casa, iluminaban oblicuamente el rostro delgado de Jesús, rozaban la frente, la nariz, las manos de los discípulos e iban a acariciar, en un rincón, el rostro apaciguado, gozoso, ahora inmortal, del anciano rabino. María estaba sentada ante el telar, sumergida en la sombra, y nadie veía las lágrimas que resbalaban lentamente por sus mejillas y su barbilla y caían en la tela a medio tejer. Aún flotaba el perfume arábigo en la casa y la punta de los dedos de Jesús chorreaba mirra.

De pronto, y cuando todos estaban en silencio y el corazón de cada cual se oprimía cada vez más a medida que caía la noche, una golondrina entró por la ventana cortando el aire; dio tres «vueltas sobre sus cabezas gorjeando alegremente y se volvió hacia la luz para salir de la estancia como una flecha. Apenas habían tenido tiempo de percibir sus alas puntiagudas y su vientre blanco.

Gamo si hubiera esperado aquel signo secreto, Jesús se levantó.

– Ha llegado la hora -dijo.

Paseó lentamente la mirada por la chimenea, las herramientas de trabajo, los utensilios de la casa, la lámpara, el cántaro, el telar y luego miró a las cuatro mujeres: la anciana Salomé, Marta, Magdalena y María, la artesana. Miró por último al anciano completamente blanco que había entrado en la inmortalidad.

– Adiós -dijo agitando las manos.

Ninguna de las tres mujeres jóvenes pudo responderle. Sólo la vieja Salomé le dijo:

– No nos mires así, hijo mío. Parece que te despidieras de nosotros para siempre.

– Adiós -repitió Jesús y avanzó hacia las mujeres. Posó la mano en los cabellos de Magdalena y luego en los de Marta. La artesana se levantó a su vez, se acercó y bajó la cabeza. Era como si las bendijera, como si las estrechara en sus brazos, como si las llevara consigo. Y bruscamente las tres comenzaron a lamentarse.

Salieron al patio. Los discípulos seguían a Jesús. En la tapia del patio había florecido una madreselva, sobre el pozo. Difundíase ahora el perfume de la noche. Jesús alargó la mano, cogió una flor y se la puso entre los labios. «Que Dios me dé fuerzas -deseaba desde el fondo de su corazón-, que Dios me dé fuerzas para tener entre mis labios esta flor delicada, sin morderla, en las convulsiones de la crucifixión.»

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