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Al llegar a la puerta de la calle, se detuvo una vez más. Alzó la mano y gritó con voz profunda:

– ¡Mujeres, adiós!

Ninguna de ellas respondió. Su lamentación estalló en el patio.

Jesús abría la marcha. Se dirigían hacia Jerusalén. La luna llena se elevaba sobre los montes de Moab y el sol descendía tras las montañas de Judea. Durante unos instantes aquellas dos joyas del cielo se detuvieron y se miraron. Después, una de ellas ascendió y la otra desapareció.

Jesús indicó con una señal a Judas que se pusiera a su lado. Debían tener secretos entre ellos pues hablaban en voz muy baja y bien era Jesús quien hundía la barbilla en el pecho, bien lo hacía Judas. Pesaban sus palabras y cada cual esperaba la respuesta del otro.

– Perdóname, hermano Judas -decía Jesús-, pero es necesario.

– Maestro, repito mi pregunta: ¿no hay otro camino?

– No, hermano Judas. Yo también lo habría deseado y hasta ahora así lo esperaba; pero fue en vano. No, no existe otro camino. Llega el fin del mundo. Este mundo, que es el reino del Maligno, va a desmoronarse. Vendrá el reino de los cielos y yo lo traeré a la tierra. ¿Cómo? Con mi muerte. No existe otro camino. No te rebeles, hermano Judas, pues dentro de tres días resucitaré.

– Me lo dices para consolarme, para obligarme a traicionarte sin que mi corazón se desgarre. No, a medida que se acerca el instante terrible… no, me faltan las fuerzas, maestro…

– Tendrás la fuerza necesaria, hermano Judas, Dios te la dará porque es necesario que yo muera y que tú me traiciones. Nosotros dos debemos salvar el mundo. Ayúdame.

Judas bajó la cabeza y, al cabo de un momento, preguntó:

– Si tú debieras traicionar a tu maestro, ¿lo harías?

Jesús permaneció largo tiempo pensativo. AI fin dijo:

– No, me temo que no. No podría hacerlo. Por eso, Dios me confió la misión más fácil: la de dejarme crucificar.

Jesús lo había cogido del brazo y le hablaba dulcemente, como para seducirlo.

– No me dejes solo, ayúdame. ¿Hablaste con el sumo sacerdote Caifas? ¿Están ya listos y armados los servidores del Templo que deben capturarme? ¿Está todo dispuesto según lo convinimos, hermano Judas? Festejemos, pues, la Pascua todos juntos esta noche y, cuando llegue el momento indicado, te haré una señal para que te levantes y vayas a buscarlos. Seguirán tres días funestos, pero pasarán como un relámpago. ¡Y todos nos regocijaremos y bailaremos el tercer día, el día de la Resurrección!

– ¿Y lo sabrán los otros? -preguntó preocupado Judas, señalando con el pulgar a los discípulos, que estaban de espaldas.

– Les hablaré esta noche, para que no opongan resistencia a los soldados y a los levitas que vayan a apresarme.

Judas contrajo la boca con desprecio.

– ¿Que ellos van a oponer resistencia? -dijo-. ¿Dónde los elegiste, maestro? Uno es más miedoso que el otro.

Jesús inclinó la cabeza y no respondió.

La luna ascendía en el cielo y se derramaba sobre la tierra, lamía las piedras, los árboles y los hombres. Las sombras se proyectaban negras y azules sobre la tierra. Los discípulos hablaban y discutían. Unos se relamían al pensar en las copiosas comidas y otros, inquietos, citaban las palabras ambiguas del maestro. Por su parte, Tomás pensaba en el anciano rabino:

– Otro que nos abandona -dijo-. ¡Pronto llegará nuestro turno!

– ¿Qué? ¿Moriremos también nosotros? -dijo Natanael, despavorido-. ¿Acaso no dijimos que nos encaminábamos a la inmortalidad?

– Sí, pero antes debemos pasar por la muerte, según parece -le explicó Tomás.

Natanael meneó la cabezota y murmuró:

– Tomamos un mal camino para ir a la inmortalidad. Tendremos problemas allá abajo, entre los muertos… ¡Acordaos de lo que os digo!

Jerusalén se erguía ahora ante ellos recortada contra el cielo, inundada de luna, completamente blanca y transparente como un fantasma.

Parecía que las casas se hubieran desprendido de la tierra y flotaran a la luz de la luna. Oíase, cada vez con mayor claridad, el doble rumor de los hombres que salmodiaban y el de las bestias que eran degolladas.

Pedro y Juan los esperaban ante la puerta oriental. Sus rostros resplandecían a la luz de la luna. Les salieron gozosos al encuentro.

– Todo ocurrió como tú habías previsto, maestro. Las mesas están preparadas. ¡Entra, vamos a comer!

– En cuanto al dueño de casa -dijo Juan, riendo-, desapareció después de haberlo preparado todo.

Jesús sonrió y dijo:

– El que el huésped desaparezca es una muestra de suprema hospitalidad.

Todos apuraron el paso. Las calles estaban llenas de gente, de linternas encendidas y de ramos de mirto. Tras las puertas cerradas resonaba, triunfal, el salmo de la Pascua:

«¡Aleluya!

Cuando Israel salió de Egipto,

la casa de Jacob de un pueblo bárbaro,

se hizo Judá su santuario,

Israel su dominio.

Lo vio la mar y huyó,

retrocedió el Jordán,

los montes brincaron lo mismo que carneros,

las colinas como corderillos.

Mar, ¿qué es lo que tienes para huir, y tú, Jordán, para retroceder, montes, para saltar como carneros, colinas, como corderillos?

¡Tiembla, tierra, ante la faz del Dueño, ante la faz del Dios de Jacob, aquel que cambia la peña en un estanque, y el pedernal en una fuente!»

Los discípulos pasaban ante las casas y entonaban a su vez el salmo pascual; Pedro y Juan les señalaban el camino. A excepción de Jesús y de Judas, todos habían olvidado sus inquietudes y sus temores y corrían hacia las mesas servidas.

Pedro y Juan se detuvieron, empujaron una puerta marcada con la sangre del cordero degollado y entraron, seguidos de Jesús y de la hambrienta escolta. Cruzaron el patio, subieron una escalera de piedra y llegaron al primer piso. Las mesas estaban preparadas y tres candelabros de siete brazos iluminaban el cordero, el vino, el pan ázimo y los aperitivos. Iluminaban también los bastones que debían empuñar mientras comían, como si se dispusieran a emprender un largo viaje.

– Estamos encantados de verte -dijo Jesús. Alzó la mano y bendijo al huésped invisible.

Los discípulos rieron:

– ¿A quién saludas, maestro?

– Al Invisible -respondió Jesús, y los miró, uno por uno, severamente. Luego tomó una ancha servilleta y un cuenco de agua, se arrodilló y comenzó a lavar los pies a sus discípulos.

– ¡Maestro, no permitiré que me laves los pies! -exclamó Pedro.

– Si no te lavo los pies, Pedro, no entrarás conmigo en el reino de los cielos.

– Entonces puedes lavarme no sólo los pies sino las manos y la cabeza -replicó Pedro.

Se sentaron en torno de las mesas. Tenían hambre pero ninguno de ellos se atrevía a alargar la mano para coger los manjares. Aquella noche el rostro del maestro era severo y sus labios reflejaban amargura. Jesús miró a los discípulos uno por uno, a Pedro que estaba a su derecha, a Juan que estaba a su izquierda, a todos. Y, frente a él, a su cómplice de rostro duro y roja barba.

– Ante todo -dijo-, bebamos agua salada para recordar las lágrimas que derramaron nuestros padres en la tierra de servidumbre.

Asió el cántaro lleno de agua salada, colmó hasta el borde la copa de Judas, luego vertió algunas gotas en las copas de los otros y por último llenó la suya.

– Acordémonos de las lágrimas, del sufrimiento y de la lucha que libra el hombre por su libertad -dijo, y vació de un sorbo su copa llena.

Los otros bebieron también e hicieron muecas. Judas vació su copa de un sorbo y luego se la mostró a Jesús y la invirtió. No quedaba ni una gota.

– Eres un valiente, Judas. Puedes soportar la mayor amargura.

Tomó el pan ázimo y lo repartió. Luego repartió el cordero. Cada cual alargó la mano y condimentó su ración con las hierbas amargas que prescribe la Ley: orégano y laurel. Luego rociaron la carne con una salsa roja en recuerdo de los ladrillos rojos que sus antepasados fabricaban durante su cautiverio. Comían rápidamente, como ordena la Ley, y cada cual empuñaba el bastón y mantenía un pie levantado, como si estuviera pronto para partir.

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