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Jesús los miraba comer pero no comía. Empuñaba también el bastón y había alzado el pie derecho, pronto para el gran viaje. Todos callaban. Oíase sólo el crujido de las mandíbulas, el sonido producido por las lenguas que lamían los huesos y el chocar de las copas de vino. Por el tragaluz entraba la luna. La mitad de las mesas estaba bañada por su luz y la otra mitad permanecía sumergida en una penumbra violácea.

Después de un profundo silencio, Jesús despegó los labios y dijo:

– Fieles compañeros de camino, Pascua significa paso. Paso de las tinieblas a la luz, de la esclavitud a la libertad. Pero la Pascua que festejamos esta noche tiene mayor trascendencia. La Pascua de esta noche quiere decir paso de la muerte a la inmortalidad. Yo parto antes que vosotros, compañeros, para abriros el camino.

Pedro se sobresaltó.

– Maestro -dijo-, vuelves a hablar de muerte. Una vez más tus palabras son como un puñal de doble filo. Si te amenaza alguna desgracia, habla francamente. Somos hombres.

– Es cierto; tus palabras son más amargas que esas hierbas amargas -dijo Juan-. Apiádate de nosotros y háblanos claramente.

Jesús tomó su ración de pan, que estaba intacta, y la repartió entre los discípulos.

– Tomad y comed -dijo-; éste es mi cuerpo.

Tomó también su copa llena de vino e hizo beber de ella a los discípulos.

– Tomad y bebed -dijo-; ésta es mi sangre.

Cada uno de los discípulos comió un bocado de pan y bebió un sorbo de vino y sintió que su espíritu vacilaba. El vino les pareció espeso, salado, como sangre, y el bocado de pan descendió a sus entrañas como una brasa. Súbitamente todos sintieron con terror que Jesús echaba raíces en ellos y devoraba sus cuerpos. Pedro apoyó los codos en la mesa y se echó a llorar. Juan se reclinó en el pecho de Jesús y balbuceó:

– Quieres partir, maestro, quieres partir… Partir… -No podía articular otras palabras.

– ¡No irás a ninguna parte! -gritó Andrés-. Anteayer dijiste: «¡Que el que no tenga puñal venda su manto para comprar uno!» Venderemos nuestras ropas y nos armaremos. ¡Y que entonces venga a tocarte la Muerte, si se atreve!

– Todos me abandonaréis -dijo Jesús. En su tono no había queja alguna-. Todos.

– ¡Yo nunca te abandonaré! -gritó Pedro, enjugándose las lágrimas-. ¡Nunca!

– Pedro, Pedro, antes de que cante el gallo renegarás de mí tres veces.

– ¿Yo? ¿Yo? -gimió Pedro golpeándose el pecho con los puños-. ¿Que yo renegaré de ti? Te seguiré hasta la muerte.

– Sentaos -dijo Jesús con voz tranquila-. Aún no ha llegado la hora. Este día de Pascua debo confiaros un gran secreto. ¡Abrid vuestros espíritus, abrid vuestros corazones y no os espantéis!

– Habla, maestro -murmuró Juan. Su corazón temblaba como una hoja de caña.

– ¿Habéis terminado de comer? ¿Ya no tenéis hambre? ¿Habéis dado satisfacción al cuerpo? ¿Puede al fin dejar a vuestra alma escuchar tranquilamente?

Todos estaban suspendidos de los labios de Jesús y temblaban.

– Amados compañeros -dijo-, adiós. ¡Parto!

Los discípulos lanzaron un grito y se precipitaron sobre Jesús para impedirle partir. Muchos de ellos lloraban, pero Jesús se volvió con tranquilidad hacia Mateo y le dijo:

– Mateo, tú sabes de memoria las escrituras. Ponte en pie y recítales en voz alta las palabras proféticas de Isaías a fin de que Sus corazones se templen. ¿Las recuerdas? «Se alzó ante los ojos del Señor como un arbolito raquítico…»

Contento, Mateo se puso en pie de un salto. Era jorobado, zambo, estaba marchito y sus dedos largos y delgados siempre mostraban manchas de tinta. Pero, de pronto, su joroba desapareció inexplicablemente, sus mejillas se colorearon, su cuello se volvió vigoroso y oyéronse resonar las palabras del profeta, llenas de fuerza y tristeza, en las altas paredes de la estancia:

«Creció como un retoño delante de él, como raíz de tierra árida. No tenía apariencia ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados. Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y Yahveh descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca.»

– Es suficiente -dijo Jesús. Lanzó un suspiro y se volvió hacia sus compañeros, diciéndoles-: De mí, de mí habla el profeta Isaías. Yo soy el cordero; me conducen al matadero y no despegaré los labios. -Calló, para añadir poco después-: Desde el día de mi nacimiento me conducen al matadero.

Confundidos y despavoridos, los discípulos se miraban. Se esforzaban por comprender el sentido de las palabras del maestro y súbitamente, todos a la vez, reclinaron el rostro en las mesas y comenzaron a lamentarse.

Durante algunos instantes también tembló el corazón de Jesús. ¿Cómo podía abandonar a sus compañeros deshechos en llanto? Alzó los ojos y vio a Judas. Este mantenía clavados desde hacía un buen rato sus ojos azules y duros en Jesús. Había adivinado el conflicto que se desencadenaba en el alma del maestro y sabía hasta qué punto el amor podía paralizar sus fuerzas. Por algunos segundos las dos miradas se encontraron y lucharon. Una era severa e implacable y la otra implorante y desolada. Jesús sacudió la cabeza, sonrió amargamente a Judas y se volvió de nuevo hacia los discípulos.

– ¿Por qué lloráis? -les dijo-. ¿Por qué teméis la muerte, que es el más compasivo de los arcángeles de Dios, el que más ama a los hombres? Es preciso que yo padezca martirio, que sea crucificado y muera. Pero a los tres días me levantaré de la tumba, subiré al cielo y me sentaré a la diestra de mi Padre.

– ¿Nos volverás a abandonar? -exclamó Juan, sin poder contener las lágrimas-. Llévame contigo a la muerte y luego al cielo, maestro.

– La faena también es dura en la tierra, amado Juan. Es menester que vosotros permanezcáis aquí porque aquí deberéis cumplir vuestra misión. ¡Combatid en el mundo, amad y esperad! ¡Yo volveré!

Pero Santiago ya se había hecho a la idea de la muerte del maestro; meditaba en lo que harían cuando se quedaran sin él.

– No podemos oponernos a la voluntad de Dios, ni tampoco a la tuya. Tu deber, maestro, es morir, tal como dicen los profetas, y el nuestro vivir. Para que las palabras que tú pronunciaste no se pierdan, es preciso que las fijemos en nuevas Escrituras Sagradas, que hagamos leyes, que construyamos nuestras propias sinagogas y que elijamos a nuestros sumos sacerdotes, nuestros escribas y nuestros fariseos.

– ¡Crucificas el espíritu, Santiago! ¡No, no quiero!

– Sólo así podrá sobrevivir el espíritu -replicó Santiago.

– ¡Pero ya no será libre, ya no será espíritu!

– Poco importa. Se asemejará al espíritu y esto es suficiente para nuestro trabajo, maestro.

Jesús se sintió inundado de sudor frío. Arrojó una rápida mirada a los discípulos; ni uno de ellos alzó la cabeza para contradecir a Santiago. Pedro miraba al hijo de Zebedeo con admiración y pensaba «tiene carácter fuerte. Lo veo capitaneando las barcas de su padre… Ahora le hace frente al propio maestro…»

Desesperado, Jesús extendió las manos para implorar ayuda.

– Os enviaré al Espíritu Santo -dijo-, que es el espíritu de verdad. El os guiará.

– Envíanos pronto al Espíritu Santo -exclamó Juan-. De lo contrario, nos extraviaremos y ya no podremos reunimos contigo, maestro.

Santiago sacudió la cabeza con obstinación:

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