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Caía la noche y cubría el lago, los viñedos y los rostros de los hombres. Apareció en el cielo la Osa Mayor; una estrella roja -una gota de vino- quedó suspendida en oriente, sobre el desierto.

Jesús sintió súbitamente cansancio, hambre y deseos de quedarse solo. Los hombres iban acordándose poco a poco del camino que les faltaba recorrer, de sus casas y de sus hijitos que los esperaban. Volvían las preocupaciones. Aquello había sido un relámpago y se habían dejado transportar por el entusiasmo, pero ahora el relámpago había pasado y volvía a arrastrarlos la corriente de las preocupaciones cotidianas. A hurtadillas, como si desertaran, abandonaban el grupo de uno en uno, de dos en dos.

Jesús, afligido, se echó sobre los viejos bloques de mármol. Nadie le tendió la mano para desearle las buenas noches, nadie le preguntó si tenía hambre ni si tenía un rincón donde pasar la noche. Con el rostro vuelto hacia la tierra que se oscurecía, escuchaba las pisadas presurosas que se alejaban, se alejaban hasta perderse. De repente, reinó el silencio. Alzó la cabeza: no había nadie. Miró a su alrededor: le rodeaba la oscuridad. Los hombres se habían marchado; sólo le acompañaban las estrellas, el hambre y la fatiga. ¿Adónde iría? ¿A qué puerta llamaría? Se echó nuevamente, encogió el cuerpo y comenzó a quejarse: «Hasta los zorros tienen una cueva donde dormir -murmuró-, pero yo no la tengo…» Cerró los ojos. Con la noche había caído un frío afilado; tiritaba.

De pronto oyó un suspiro tras los bloques de mármol y un sollozo muy débil. Abrió los ojos. Vio a una mujer que se arrastraba con el vientre pegado a tierra, en medio de la oscuridad, se acercaba a él. Se desató los cabellos y comenzó a enjugar los pies de Jesús, cubiertos de arañazos. La reconoció por el perfume.

– Magdalena, hermana mía -dijo, posando la mano en la cabeza cálida y perfumada-. Magdalena, hermana mía, vete a tu casa y no vuelvas a pecar.

– Jesús, hermano mío -dijo ella besándole los pies-, déjame seguirte hasta la muerte. Ahora sé qué es el amor.

– Vete a tu casa -repitió Jesús-. Cuando llegue el momento, te llamaré.

– Quiero morir por ti, hermano mío -prosiguió la mujer.

– Ya llegará el momento, Magdalena. No tengas prisa; aún no ha llegado. Entonces te llamaré. Pero ahora, vete…

Magdalena iba a oponer resistencia, pero la voz, muy severa ahora, repitió:

– Vete.

Magdalena echó a andar camino abajo. Sus pisadas leves resonaron durante algún tiempo y luego, poco a poco, se perdieron por completo. Sólo quedaba en el aire el perfume de su cuerpo. Pero sopló la brisa nocturna y se lo llevó.

El hijo de María estaba ahora completamente solo. Sobre él reinaba Dios con su rostro nocturno, su rostro tenebroso salpicado de estrellas. Aguzó el oído en la oscuridad estrellada, como si se esforzara por escuchar una voz. Esperó, pero nada oyó. Quería abrir la boca para preguntar al Invisible: «¿Estás satisfecho de mí, Señor?», pero no se atrevía. El repentino silencio que se había abatido a su alrededor le asustaba. «Seguramente no debe estar satisfecho, no debe estar satisfecho de mí -pensó, estremeciéndose-. Pero la culpa no es mía, Señor. ¿Cuántas veces te lo dije? ¡No puedo hablar! Pero tú siempre me empujabas, ya risueño, ya colérico, y esta mañana, en el Monasterio, en el momento en que los monjes me importunaban para que aceptara, yo indigno como soy, el cargo de higúmeno, cuando habían echado el cerrojo a todas las puertas para impedirme salir, ¡tú me abriste una puerta secreta, me tomaste por los cabellos y me arrojaste aquí, ante tantos hombres! Me ordenaste: "¡Habla! ¡Llegó el momento!" Yo apretaba los labios y callaba. Tú gritabas, pero yo callaba. ¡Tú no quisiste soportarlo, te lanzaste sobre mí y me abriste la boca, no fui yo quien la abrió; tú me la abriste por la fuerza, me frotaste los labios con miel y no con brasas, según acostumbras hacer con tus profetas! Y hablé. Mi corazón estaba encolerizado. Ansiaba gritar yo también, como tu profeta el Bautista: ¡Dios es el fuego! ¡Ya llega! ¡Adónde iréis a ocultaros, hombres sin ley, sin justicia y sin honor! ¡Ya llega! Esto quería gritar mi corazón, pero Tú me frotaste los labios con miel y grité: ¡Amor! ¡Amor!»

«¡Señor, Señor, no puedo luchar contra Ti! Esta noche entrego las armas. ¡Hágase tu voluntad!»

Después de estas palabras, se sintió aliviado. Inclinó la cabeza sobre el pecho, como un ave soñolienta, cerró los ojos y se durmió. Enseguida le pareció que sacaba de su seno una manzana, que la abría y que tomaba una semilla y la plantaba ante él, en la tierra. Y apenas la hubo plantado, la semilla germinó y creció un árbol con hojas y ramas; el árbol floreció, dio frutos y se cargó de manzanas rojas…

Las pisadas de un hombre resonaron en las piedras y el sueño se asustó y huyó. Jesús abrió los ojos. Un hombre estaba en pie frente a él. Ya no estaba solo, lo qué le alegró. Con calma, sin hablar, acogía la presencia cálida del hombre.

El visitante nocturno se acercó y se sentó junto a él.

– Debes tener hambre -dijo.- Te traigo pan, pescado y miel.

– ¿Quién eres, hermano mío?

– Andrés, el hijo de Jonás.

– Todos me abandonaron, todos se fueron. Es cierto, tengo hambre. ¿Cómo te has acordado de mí, hermano, para traerme los dones de Dios, el pan, el pescado y la miel? Sólo faltan las palabras de consuelo.

– También te las traigo -dijo Andrés. La oscuridad le infundía valor, Jesús no veía las dos lágrimas que rodaban por las mejillas pálidas del hombre ni sus manos temblorosas.

– Primero las palabras, las palabras de consuelo -dijo Jesús, y le tendió la mano sonriendo.

– Rabí… Maestro… -murmuró el hijo de Jonás.

Se inclinó para besarle los pies.

XIV

El tiempo no es un campo que se mida por metros; no es un mar que se mida por millas; es el latido de un corazón. ¿Cuánto tiempo duraron aquellos esponsales? ¿Días? ¿Meses? ¿Años? El hijo de María iba de aldea en aldea, de montaña en montaña y, a veces, en barca, de una orilla a otra del lago, alegre, compasivo, con palabras bondadosas a flor de labios, vestido de blanco como un novio. Y la novia era la Tierra. Asentaba el pie en el suelo, lo alzaba y la tierra se cubría de flores. Miraba los árboles y los árboles florecían. Levantábase una brisa favorable cuando entraba en una barca. Los hombres le oían y el barro de que estaban hechos se transformaba en un ala. Durante todo el tiempo que duraron aquellos esponsales, los hombres hallaban a Dios bajo cada piedra que levantaban. Llamaban a una puerta y era Dios quien la abría. Miraban a los ojos de su amigo o a los ojos de su enemigo y veían en las pupilas a Dios, que les sonreía.

Los fariseos sacudían la cabeza, exasperados, y le decían:

– Juan Bautista ayuna, llora, amenaza, no ríe. En cambio tú eres el primero en acudir allí donde haya una fiesta o una boda. Comes, bebes, ríes y anteayer en Cana, en una boda, bailaste con las muchachas. ¿No tienes vergüenza? ¿Dónde se ha visto que un profeta ría y baile? -Y le lanzaban miradas sombrías.

El les sonreía y les contestaba:

– No soy profeta, fariseos, hermanos míos. No soy profeta; soy un novio.

– ¿Novio? -rugían los fariseos haciendo ademán de rasgarse las vestiduras.

– Sí, novio, fariseos, hermanos míos. ¿Cómo explicároslo de otra forma? No sé. Perdonadme.

Se volvía hacia sus compañeros Juan, Andrés, Judas, hacia los campesinos y los pescadores que, hechizados por la dulzura de su rostro, abandonaban, para oírlo, sus campos y sus barcas, y hacia las mujeres que corrían tras ellos con sus niños en brazos:

– Regocijaos y vivid alegres -les decía- mientras el novio esté con vosotros. Llegarán días en que quedaréis viudos y huérfanos, pero depositad vuestra esperanza en el Padre. Mirad las aves del cielo. No siembran, no siegan y el Padre las alimenta. Mirad las flores de la tierra. No hilan, no tejen y, sin embargo, ¿qué rey se ha vestido nunca con semejante magnificencia? No os preocupéis por vuestro cuerpo, por lo que va a comer, por lo que va a beber, por los vestidos con que ha de cubrirse. Fue polvo y en polvo se convertirá. Pensad en vuestra alma, que es inmortal, y en el reino de los cielos.

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