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XXVII

Desde el alba y durante todo el día, pero mucho más de noche, cuando nadie la veía, la primavera se abría paso suavemente en la tierra y las piedras, y ascendía desde el suelo de Israel. En una noche las llanuras de Sarón, en Samaría, y de Esdrelón, en Galilea, se cubrieron de margaritas amarillas y de lirios silvestres. Y entre las severas piedras de Judea brotaron, como gruesas gotas de sangre, efímeras anémonas rojas. Las vides se cubrieron de yemas, y en cada yema verde con punta de carmín se reunían, para lanzarse a la luz, los granos verdes, las uvas y el vino nuevo; y aún más profundamente, en el corazón de cada yema, las canciones de los hombres. Junto a cada hojita había un ángel de la guarda que la ayudaba a crecer. Podría pensarse que volvían los primeros días de la creación, cuando cada palabra de Dios que caía sobre las tierras recién nacidas fecundaba árboles, flores silvestres y verdor.

En el pozo de Jacob, al pie de la montaña sagrada, el Garizim, la samaritana llenó aquella mañana el cántaro y miró a lo lejos, hacia la ruta de Galilea, como si esperara ver aparecer al joven pálido que un día le había hablado de un agua inmortal. Ahora, en primavera, la viuda libertina había descubierto aún más sus senos cubiertos de sudor.

En aquella noche primaveral el alma inmortal de Israel se metamorfoseaba para convertirse en mariposa, para ir a posarse en la ventana abierta de cada joven judía y cantar hasta el alba sin dejarla dormir. «¿Por qué duermes sola? -cantaba la noche, reprendiéndola cariñosamente-. ¿Para qué crees que te di largos cabellos, hermosos senos y caderas anchas y redondas?

Levántate, ponte las joyas, asómate a la ventana, párate temprano en el umbral de tu puerta, toma el cántaro y ve al pozo. Guiña el ojo a los jóvenes hebreos casaderos que encuentres en el camino y dame hijos. Nosotros los hebreos tenemos muchos enemigos, pero mientras mis hijas tengan hijos, yo seré inmortal. En la tierra de Israel odio los campos sin labrar, los árboles sin podar y las vírgenes.»

Y en el Hebrón guardado por Dios, en el desierto de Idumea, en torno de la tumba sagrada de Abraham, los jóvenes hebreos jugaban al Mesías apenas se despertaban. Se habían hecho arcos de mimbre, lanzaban flechas de caña hacia el cielo y pedían a gritos que descendiera al fin el rey de Israel, el Mesías, empuñando una larga espada y luciendo un casco de oro. Habían extendido sobre la tumba sagrada una piel de oveja, para hacerle un trono. Hasta le habían compuesto una canción y aplaudían para que apareciera. Súbitamente resonaron tras la tumba tambores y vítores y se vio aparecer, pavoneándose y con el rostro embadurnado y terrible, con barba y bigotes de cabello de maíz, rugiendo, al Mesías. Empuñaba una larga espada, hecha con una rama de datilera, y golpeaba en el hombro a todos los niños, que formaban fila, y todos caían degollados.

Al despuntar el día, en Betania, en la casa de Lázaro, Jesús no había cerrado aún los ojos. Su angustia había durado demasiado y no veía que ningún camino se abriera ante él, ningún camino, salvo la muerte. «De mí hablaban las profecías -pensaba-, hablaban de mí; soy el cordero que debe cargar con todos los pecados del mundo y que debe ser degollado la Pascua próxima. Deseo, ser degollado un poco antes, porque la carne es débil y no tengo confianza en ella: puede ceder en el último momento. Pero ahora aún siento mi alma firme y puedo afrontar la muerte… ¡Ah, que se alce cuanto antes el día!, ¡iré al Templo y acabaré hoy mismo con todo!»

Se había decidido y su espíritu se apaciguó. Cerró los ojos, se durmió y tuvo un sueño. El cielo era un jardín cercado con rejas y poblado por fieras. El mismo era una fiera y jugaba con las otras. Y mientras jugaba, saltó el cercado y cayó en la tierra. Al verlo, los hombres se aterrorizaron y las mujeres lanzaron gritos y salieron a buscar a sus hijos a las calles para que la fiera no los devorara. Los hombres cogieron lanzas, piedras y espadas y lo persiguieron… La sangre chorreaba por todo su cuerpo y de pronto cayó de bruces en tierra. Entonces le rodearon unos jueces; lo iban a juzgar. No eran hombres, sino zorros, perros, puercos y lobos. Lo juzgaron y le condenaron a muerte. Pero cuando lo llevaban al suplicio se acordó de que no podía morir, que era una fiera del cielo, inmortal. Nada más recordarlo, una mujer, que le pareció María Magdalena, le cogió de la mano y le sacó de la ciudad: «No vayas al cielo -le dijo-. Ha llegado la primavera: quédate con nosotros…» Caminaron durante mucho tiempo y llegaron a las fronteras de Samaría, donde apareció la samaritana con el cántaro al hombro. Le dio de beber y luego le cogió a su vez de la mano y le condujo a las fronteras de Galilea. Allí, bajo los olivos en flor, apareció su madre, con la cabeza envuelta en un pañuelo negro; lloraba. María vio la sangre que bañaba el cuerpo de Jesús, sus heridas y una corona de espinas en su cabeza. Alzó los brazos al cielo y exclamó: «¡Así como tú me atormentaste, Dios te atormentará! Has hecho correr mi nombre de boca en boca y los hombres claman contra la injusticia que cometes. Te rebelaste contra la Patria, la Ley y el Dios de Israel. No has temido a Dios ni te has avergonzado ante los hombres. ¡No pensaste en tu madre ni en tu padre, y yo te maldigo!»

Y al punto María desapareció.

Jesús se despertó sobresaltado y bañado en sudor. Junto a él, los discípulos roncaban. En el patio cantó el gallo; Pedro lo oyó, entreabrió los ojos y vio a Jesús de pie.

– Maestro -dijo-, cuando cantaba el gallo yo tuve un sueño. Me parecía que habías tomado dos trozos de madera en forma de cruz y que en tus manos se habían transformado en una lira y un arco. Cantabas y tocabas, y las fieras provenientes de los cuatro rincones del mundo se habían reunido para escucharte. ¿Qué significado tendrá el sueño? Se lo preguntaré al anciano rabino.

– El sueño no acaba ahí, Pedro -respondió Jesús-. ¿Por qué te despertaste tan pronto? El sueño continúa.

– ¿Continúa? No comprendo. ¿Acaso tú lo soñaste íntegramente, maestro?

– Después de oír la canción, las fieras se arrojaron sobre el cantor y lo devoraron.

Pedro abrió desmesuradamente los ojos. Su corazón tuvo un presentimiento, pero su inteligencia permaneció inerte.

– No comprendo -dijo.

– Lo comprenderás otra mañana -le respondió Jesús-, cuando oigas cantar de nuevo al gallo.

Empujó suavemente con el pie, uno por uno, a todos sus compañeros.

– Despertad, holgazanes -dijo-. Hoy tenemos mucho que hacer.

– ¿Nos vamos? -dijo Felipe restregándose los ojos-. Opino que deberíamos volver a Galilea; allí estaríamos seguros.

A Judas le castañetearon los dientes, pero no dijo nada.

Las mujeres se despertaron en las habitaciones del fondo y se oyeron sus cuchicheos. La anciana Salomé salió para encender el fuego y dos discípulos ya se habían reunido en el patio esperando a Jesús que, encorvado, hablaba en voz baja con el anciano rabino, gravemente enfermo y acostado en el fondo de la estancia.

– ¿Adonde vas ahora, hijo mío? -le preguntaba el anciano-. ¿Adonde vas a guerrear? ¿Otra vez a Jerusalén? ¿Levantarás la mano una vez más para destruir el Templo? Porque has de saber que la palabra se transforma en acción cuando la pronuncia un alma grande. Tu alma es grande y tú cargas con la responsabilidad de cuanto dices. Si dices: «El Templo será destruido», ten la seguridad de que lo será un día. ¡Mide tus palabras!

– Mido mis palabras, anciano. Todo el mundo está presente en mi espíritu cuando hablo. Escojo entre lo que quedará y lo que desaparecerá, y asumo la responsabilidad de la elección.

– ¡Ah, si pudiera conservar aún la vida para ver quién eres!

Pero soy viejo. El mundo se ha transformado en un fantasma que ronda en torno de mi cerebro. Quiere entrar en él, pero todas las puertas están cerradas.

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