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– Hijo del Rayo -le gritó Jesús, extasiado-, escribe: Soy el Alfa y el Omega, el que era, es y será el Señor de las Naciones. ¿Oyes una voz potente como una trompeta?

Juan sintió miedo. ¡La razón del maestro vacilaba! Sabía que la luna embriaga y por eso había salido al patio, para hacerle volver a la casa. Pero, ¡ay!, había llegado demasiado tarde.

– Maestro -dijo-, calla. Soy yo, tu amado Juan. Entremos. Estamos en la casa de Lázaro.

– ¡Escribe! -ordenó de nuevo la voz de Jesús-. Escribe: Hay siete ángeles en torno del trono de Dios y cada ángel se lleva a la boca una trompeta. ¿Los ves, hijo del Rayo? Escribe: El primer ángel cayó a la tierra convertido en granizo y fuego mezclado con sangre. Un tercio de la tierra se quemó, un tercio de los árboles y un tercio de las hierbas verdes se quemaron. El segundo ángel hizo sonar la trompeta y una montaña de fuego cayó en el mar; un tercio del mar se trocó en sangre, un tercio de los peces murió y un tercio de los navíos zozobró. El tercer ángel hizo sonar la trompeta: una gran estrella cayó del cielo y un tercio de los ríos, de los lagos y las fuentes quedó emponzoñado. El cuarto hizo sonar la trompeta: un tercio de la tierra quedó privada de sol, un tercio de luna y un tercio de estrellas. El quinto hizo sonar la trompeta: otra estrella se precipuo desde lo alto del cielo, abrióse el Abismo y de él surgió una nube de humo; en aquel humo había langostas que se lanzaron no sobre las plantas, no sobre los árboles, sino sobre los hombres; tenían pelos largos como cabellos de mujer y sus dientes eran como dientes de león; llevaban armaduras de hierro y sus alas bramaban como los caballos de los carros de guerra lanzados a la batalla. El sexto ángel hizo sonar la trompeta Pero Juan ya no podía resistir aquello. Estalló en sollozos y cayó a los pies de Jesús.

– Maestro -imploró-, calla…, calla…

Jesús oyó los sollozos y se estremeció. Se inclinó y vio a sus pies a su amado discípulo.

– Amado Juan -dijo-, ¿por qué lloras?

Juan sentía vergüenza de confesar que, bajo la luna, la razón del maestro había vacilado durante unos instantes.

– Maestro -dijo-, entremos. El anciano pregunta qué ha sido de ti y los discípulos quieren verte.

– ¿Y por eso lloras, amado Juan? Entremos.

Entró y volvió a sentarse junto al anciano rabino. Se sentía muy cansado y sus manos estaban bañadas en sudor. Tiritaba y ardía a la vez. El anciano lo miró, asustado.

– No mires la luna, hijo mío -le dijo, asiéndole la mano húmeda-. Se dice que es el seno de la Noche, de la gran amante de Satán, y que vierte…

Pero el espíritu de Jesús estaba aún concentrado en la muerte.

– Anciano -dijo-, creo que has hablado mal de la muerte. La muerte no tiene el rostro de Herodes. No. La muerte es un gran señor que tiene las llaves de Dios y abre la puerta. Anciano, acuérdate de otros muertos y consuélame.

Los discípulos habían acabado de comer e interrumpieron la charla. Marta recogía la mesa y las dos Marías estaban hechas un ovillo a los pies del maestro; de vez en cuando una de ellas miraba furtivamente los brazos, el pecho, los ojos, la boca, los cabellos de la otra y se preguntaba, inquieta, cuál de las dos era más hermosa.

– Tienes razón, hijo mío -dijo el anciano-. Hablé mal del arcángel negro de Dios. Siempre toma el rostro del agonizante. Si muere Herodes, se convierte en Herodes, pero si muere un santo, su rostro resplandece como siete soles. Es un gran señor que se presenta en su carro, alza al santo por encima de la tierra y lo eleva hasta el cielo. Hombre, si quieres conocer tu rostro eterno, mira cómo ha de aparecer ante ti la muerte en tu última hora.

Todos escuchaban con la boca abierta y cada cual aquilataba, inquieto, su propia alma. Durante un buen rato reinó el silencio, como si cada uno de ellos se esforzara por ver el rostro de su muerte.

Al fin habló Jesús.

– Anciano -dijo-, un día, cuando tenía doce años, te oí referir en la sinagoga al pueblo de Nazaret el martirio y el suplicio del profeta Isaías. Pero hace muchos años de esto y lo olvidé. Y esta noche deseo vivamente oír de nuevo el relato de su muerte para que mi alma se apacigüe y reconcilie con la muerte. Porque lo cierto es que la has asustado al hablar de Herodes, anciano.

– ¿Por qué quieres que esta noche continuemos hablando de la muerte, hijo mío? ¿Este es el favor que tanto querías pedirme?

– Sí. Oírte me hará un bien inmenso.

Se volvió hacia sus discípulos y exclamó:

– ¡No temáis a la muerte, compañeros! ¡Bendita sea la muerte! Si no existiera* ¿cómo podríamos reunimos con Dios para siempre? Lo que os digo es cierto: la muerte tiene las llaves y abre la puerta.

El viejo rabino lo miraba, estupefacto.

– Jesús, ¿cómo puedes hablar de la muerte con tanto amor y certeza? Hace mucho tiempo que no percibía semejante dulzura en tu voz.

– Háblanos de la muerte del profeta Isaías, anciano, y verás cómo tengo razón.

El viejo rabino se apartó un poco para no tocar a Lázaro.

– El rey inicuo Manases había olvidado las órdenes de su padre, el piadoso Ezequías. Satán lo poseyó y Manases no podía ya oír la voz de Dios, no podía oír ya a Isaías. Por ello envió asesinos por toda Judea en su busca para que lo degollaran y le impidieran seguir vociferando. Pero Isaías estaba oculto, en Belén, en el tronco de un cedro gigantesco. Ayunaba y oraba para que Dios se apiadara y salvara a Israel. Un día un samaritano herético acertó a pasar por allí. Del árbol salía la mano del profeta, que estaba entregado a la oración. El samaritano la vio y corrió al palacio del rey para denunciarlo. Apresaron al profeta y lo condujeron a presencia del rey. «¡Traed la sierra con que se sierran los árboles y aserradle!», ordenó el maldito. Tendieron en tierra al profeta y dos hombres, cogiendo cada uno un extremo de la sierra, se pusieron a aserrarle.

– ¡Retráctate de tus profecías y te perdonaré la vida! -le gritó el rey.

Pero Isaías ya había entrado en el Paraíso y no oía las voces de la tierra.

– Reniega de Dios -volvió a gritar el rey- y ordenaré a mi pueblo que caiga a tus pies y te adore.

– No tienes otro poder -le respondió entonces el profeta- que el de matar mi cuerpo. No puedes tocar mi alma ni ahogar mi voz. Ambas son inmortales. Una asciende a Dios y la otra, mi voz, quedará gritando eternamente en la tierra.

En seguida la muerte llegó en un carro de fuego, con una corona de cedro dorada sobre los cabellos, y se lo llevó.

Jesús se levantó; sus ojos brillaban. Un carro de fuego se había detenido ante él.

– Compañeros -dijo mirando a sus discípulos uno por uno-, amados compañeros de camino, escuchad, si me amáis, lo que os diré esta noche. Estad siempre en pie de guerra, estad siempre prontos. Los que tenéis sandalias, con vuestras sandalias; los que tenéis bastón, con vuestro bastón; estad siempre prontos para el gran viaje. ¿Qué es el cuerpo? La tienda del alma. Es preciso que podáis decir a cada instante: «¡Levantamos la tienda y partimos!» Partimos de regreso a nuestra patria. ¿Qué patria? ¡El cielo! Compañeros, también quería deciros esto esta noche: cuando os halléis ante la tumba de un ser querido no derraméis lágrimas. Tened siempre presente este gran consuelo: la muerte es la puerta de la eternidad. No existe otra. El ser querido no está muerto. Se transformó en un ser inmortal.

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