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– Tengo la cabeza dura -dijo-, pero habla, que te comprenderé. ¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¿De dónde vienes? ¿Qué significan esas leyendas que te rodean: el bastón florecido, el rayo, los desmayos que sufres cuando te paseas por las calles, y las voces que, al parecer, oyes de noche? ¿Cuál es tu secreto? ¡Dímelo!

– La piedad, Judas, hermano mío.

– ¿Por quién? ¿De quién tienes piedad? ¿De tu miseria, de tu pobreza? ¿O te apiadas de Israel? ¡Habla! ¿De Israel? Dime eso ¿oyes?, eso y nada más. ¡Habla! ¿Te corroe el sufrimiento de Israel?

– El sufrimiento del hombre, Judas, hermano mío.

– Deja de lado a los hombres. También son hombres los griegos, ¡malditos sean!, que nos degollaron durante tantos años. También lo son los romanos, que continúan degollándonos y mancillan nuestro Templo y a nuestro Dios. ¿Por qué te preocupas por ellos? Piensa en Israel. Sí sientes piedad, siéntela por Israel… ¡y que todos los demás se vayan al infierno!

– Yo me apiado hasta de los chacales y de los gorriones, Judas. Y de la hierba verde.

– ¡Ja, ja! -rió en un silbido el pelirrojo-. ¿Y también de las hormigas?

– También de las hormigas. Todo procede de Dios. Me inclino sobre la hormiga y veo en sus ojos negros y brillantes el rostro de Dios.

– ¿Y si te inclinas sobre mi rostro, hijo del carpintero?

– También allí vería, en lo más hondo, el rostro de Dios.

– ¿Y no temes a la muerte?

– ¿Por qué habría de temerle? La muerte no es una puerta que cierra, sino una puerta que abre. Abre y entramos.

– ¿Adonde entramos?

– Al seno de Dios.

Judas exhaló un furioso suspiro. «No hay modo de acorralarlo; no da pie para ello porque no teme la muerte…» Apoyó la barbilla en su mano. Lo miraba y se esforzaba por tomar una decisión.

– Si no te mato -le dijo por último-, ¿qué harás?

– No lo sé. Lo que Dios decida. Quería levantarme y hablar a los hombres.

– ¿Para decirles qué?

– ¿Cómo quieres que lo sepa, Judas, hermano mío? Abriré la boca y Dios hablará.

La luz que rodeaba la cabeza del joven se tornó más intensa, resplandeció su rostro, hundido, doliente, y sus ojos, sus grandes ojos negros, hechizaron a Judas con la carga de su dulzura inexpresable. El pelirrojo bajó los ojos, desconcertado. «Si supiera -pensó- que comenzará a hablar para despertar los corazones de Israel y para que los hebreos caigan sobre los romanos, no lo mataría.»

– ¿Por qué tardas, Judas, hermano mío? -preguntó el joven-. ¿O bien Dios no te envió para matarme? Acaso no sea ése su designio, acaso ni siquiera tú lo conozcas y me miras esforzándote por adivinarlo. En cuanto a mí, estoy listo para morir y listo para vivir. Decídete.

– No tengas prisas -respondió el otro con rudeza-. La noche es larga y nos sobra el tiempo.

Luego, al cabo de un momento, añadió, fuera de sí:

– No es posible hablar contigo. Te hago una pregunta y tú respondes otra cosa; eres escurridizo como una serpiente. Antes de verte y de oírte, mi espíritu estaba más seguro de sí mismo, mi corazón estaba más firme… Déjame tranquilo, apártate y duerme… Quiero quedarme solo para recapacitar y ver qué debo hacer.

Se volvió hacia el muro, gruñendo.

El hijo de María se tendió en la estera y cruzó los brazos, tranquilo.

«Ocurrirá lo que Dios quiera», pensó y cerró los ojos con confianza.

En el peñasco de enfrente, una lechuza salió de su nido, vio que la tormenta de Dios había pasado, revoloteó de un lado a otro y comenzó a ulular tiernamente y a llamar a su compañero: «Dios se fue -le gritaba-. Nuevamente nos rodea la seguridad, ¡ven, amor mío!»

Allá, en lo alto, el tragaluz de la celda se pobló de estrellas. El hijo de María abrió los ojos y vio con alegría las estrellas, que se movían lentamente y desaparecían para dar paso a otras, que ascendían. Las horas transcurrían.

Judas, aún sentado en la estera con las piernas cruzadas, se agitaba, se ahogaba, gruñía; a veces se levantaba para ir hasta la puerta y volver luego a su sitio. «Ocurrirá lo que Dios quiera», pensaba el hijo de María, mirándolo con los ojos entrecortados. Esperaba. Transcurrían las horas.

En la cuadra vecina, un camello lanzó un grito de terror. Debía haber visto en sueños a un lobo o a un león. Nuevas estrellas ascendían por el lado oriental, grandes estrellas furiosas en formación de batalla, como un ejército.

De pronto, un gallo cantó en la noche aún profunda. Judas se puso en pie de un salto. De una zancada llegó a la puerta. La abrió violentamente y la cerró tras sí. Sus pisadas resonaron ruidosamente en las baldosas.

Entonces el hijo de María se volvió. Vio en el rincón opuesto, sumido en la oscuridad, de pie, despierta, a su fiel compañera.

– Perdóname, hermana -le dijo-. Aún no ha llegado la hora.

XII

Aquel día levantábanse altas olas en el lago de Genezaret. El viento era húmedo y cálido; había llegado el otoño y la tierra olía a hojas de parra y a uvas demasiado maduras. Muy temprano, multitud de hombres y mujeres habían salido de Cafarnaum. Estaban en plena vendimia y los racimos de uvas, henchidos de zumo, descansaban al sol. Las muchachas brillaban como las semillas de los frutos. Habían comido uvas de la tina hasta hartarse y mostraban los labios con manchas violáceas. Los muchachos, angustiados, en plena locura de la juventud, miraban a hurtadillas a las muchachas que vendimiaban y sentían hervir la sangre. En todos los viñedos no había más que gritos y estallidos de risa. Las muchachas se mostraban audaces, provocaban atrevidamente a los jóvenes, y éstos, más enardecidos aún, se acercaban a ellas. El demonio malicioso de la vendimia correteaba de uno a otro lado con su sonrisa zumbona y pellizcaba a las mujeres.

La amplia casa de campo del viejo Zebedeo hervía de actividad, con las puertas abiertas. En el lado izquierdo del patio estaba la tina para pisar la uva; los jóvenes descargaban allí cestos que desbordaban de racimos y la llenaban. Cuatro gigantones, Felipe, Santiago, Pedro y el zapatero de la aldea, Natanael, un hombretón ingenuo, se lavaban las velludas pantorrillas, preparándose para entrar en la tina y pisar la uva. Cada uno de los pobres de Cafarnaum poseía su pequeño viñedo, que le proporcionaba el vino que consumía, y año tras año llevaba la cosecha a aquel lugar, la pisaba y retiraba la parte de mosto que le correspondía. El viejo Zebedeo, el acaparador, cobraba un diezmo por el uso del lagar y llenaba de este modo sus jarras y toneles para todo el año.

Sentado en una plataforma elevada, con un trozo de madera en una mano y un cuchillo en la otra, marcaba con muescas el número de cestos de cada cual. Los propietarios inscribían también el número en su cerebro para que cuando, dos días después, se repartiera el mosto, no quedaran perjudicados. Zebedeo era un viejo rapaz que no inspiraba confianza y todos abrían los ojos.

La ventana que daba al patio estaba abierta y la anciana Salomé, dueña de la casa, echada en un diván, veía y oía cuanto ocurría afuera. Distraía así los dolores que le traspasaban las rodillas y las articulaciones. Había debido ser muy hermosa en su juventud; sus miembros eran finos, la tez clara y los ojos grandes: de buena casta. Tres aldeas se la disputaron: Cafarnaum, Magdala y Betsaida. Tres pretendientes se habían presentado ante su anciano padre, el acaudalado armador, cada cual seguido de un gran cortejo de amigos, camellos y cestos desbordantes de obsequios. El perspicaz anciano había pesado en su imaginación el cuerpo, el alma y la fortuna de cada uno de ellos y había elegido a Zebedeo. Este la había desposado y ella le había hecho feliz. Pero ahora, la hermosa entre las hermosas había envejecido, sus encantos se habían ajado, devorados por el tiempo, y a veces, durante las grandes fiestas, su viejo marido, siempre vigoroso, pasaba la noche fuera de casa divirtiéndose con las viudas.

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