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Pero aquel día el rostro de la anciana Salomé resplandecía. La víspera, su querido hijo Juan había llegado del santo Monasterio. A decir verdad, estaba débil y pálido; la oración y el ayuno lo habían quebrantado. Pero ahora lo conservaría junto a ella, no le dejaría partir y le haría comer y beber bien para que cobrara energías y sus mejillas volvieran a lucir hermosos colores. «Dios es bondadoso -se dijo a sí mismo-, y nosotros veneramos su gracia; sí, es bondadoso, pero no ha de ponerse a beber la sangre de nuestros hijos. El ayuno y la oración han de hacerse con mesura; eso satisface tanto a los hombres como a Dios. Así es como deben hacerse las cosas con sentido común.» Miraba hacia la puerta, esperando que apareciera, de regreso de las viñas donde vendimiaba con los otros, Juan, su hijo menor.

Bajo el gran almendro cargado de frutos, en el centro del patio, inclinado y sin despegar los labios, el pelirrojo Judas descargaba golpes redoblados de martillo y circuía con bandas de hierro los toneles de vino. Si se lo miraba del lado derecho, su rostro aparecía surcado de pliegues y lleno de recelo; si se lo miraba del lado izquierdo, parecía inquieto y entristecido. Hacía varios días que había partido del Monasterio como un ladrón, realizaba la gira habitual por las aldeas y preparaba los toneles para el vino nuevo. Entraba en las casas, trabajaba, escuchaba las conversaciones, registraba en su cerebro los hechos y actitudes de cada cual para informar luego de todo ello a la cofradía. Pero ¿quién habría reconocido al pelirrojo de antes, al hombre gritón y pendenciero? Desde el día en que partiera del Monasterio parecía otro.

– ¡Eh! ¡Abre la boca, Judas Iscariote, pelirrojo de mal agüero! -le gritó Zebedeo-. ¿En qué piensas? Dos y dos son cuatro… ¿No lo has comprendido aún? ¡Abre la boca, pobre amigo, di algo! ¡Estamos en la vendimia y hay que celebrarlo! ¡Estos días hasta los más tristes tienen deseos de reír!

– No le induzcas a la tentación, viejo Zebedeo -dijo Felipe-. Parece que fue al Monasterio y que quiere hacerse monje. ¿No has oído decir que, cuando envejece, el diablo se hace monje?

Judas se volvió y lanzó una mirada emponzoñada a Felipe, pero calló. Felipe le repelía; no era un hombre. Hablador y fanfarrón, el miedo le había hecho retroceder en el último momento y se había negado a incorporarse a la cofradía. «Tengo carneros y no puedo abandonarlos», fue su excusa.

El viejo Zebedeo estalló en una carcajada. Se volvió hacia el pelirrojo:

– Anda con cuidado, desdichado -le gritó-. ¡La enfermedad del convento es contagiosa! Poco faltó para que mi hijo la contrajera. Felizmente, mi mujer cayó enferma. Su niño mimado lo supo, y como el viejo higúmeno le había enseñado las virtudes de las hierbas, vino a cuidarla. Pero os juro, yo, Zebedeo, que no volverá a sacar las narices de mi casa. ¿Adonde iba a ir? ¿Acaso está loco? En el desierto no le esperan más que el hambre, la sed, las prosternaciones y Dios. En cambio, aquí hay buena comida, hay vino, mujeres y también está Dios. Dios está en todas partes, ¿por qué hemos de ir a buscarlo al desierto? ¿Qué dices tú a eso, Judas Iscariote?

Pero el pelirrojo continuaba descargando frenéticamente martillazos y no respondía. ¿Qué podía decirle? A aquel sucio viejo todo le salía a pedir de boca, y por eso ¿cómo podría comprender las angustias de los demás? Y hasta el mismo Dios, que fulminó a otros que en nada lo habían ofendido, le evitaba toda contrariedad y lo cuidaba como a la niña de sus ojos, a ese viejo puerco, astuto y codicioso. Caía sobre él como un manto de lana en invierno y como un fresco vestido de hilo en verano. ¿Por qué? ¿Qué veía en él? ¿Acaso aquel sucio viejo se preocupaba por la suerte de Israel? Por el contrario, deseaba el bien de los miserables romanos porque le cuidaban su fortuna. «Dios los guarde -decía-; mantienen el orden y, si se fueran, todos los rufianes y los harapientos caerían sobre nosotros y nos quedaríamos sin nada.» «Pero no te inquietes, viejo sucio; ya llegará el momento de la venganza. Los zelotes, ¡benditos sean!, harán lo que Dios olvida o deja de hacer… ¡Paciencia, Judas, no digas ni una palabra! ¡Paciencia, que ya llegará el día de Jehová Sabaot!»

Alzó sus ojos de color turquesa, miró a Zebedeo y lo vio flotar de espaldas en su propia sangre, en el lagar. Una ancha sonrisa surcó su rostro.

Mientras tanto, los cuatro gigantones se habían lavado los pies y habían entrado en el lagar. Pisaban, pisoteaban la uva, se sumergían en ella hasta la rodilla, se inclinaban, tomaban puñados de uvas, las comían y se llenaban las barbas de rabillos. Ya se tomaban de la mano y danzaban, ya cada cual piafaba como un caballo y gritaba solo. El olor del mosto los había embriagado. Aunque no era sólo el olor lo que los embriagaba. Por la puerta abierta, allá lejos en los viñedos, veían a las vendimiadoras que, al inclinarse, dejaban ver sus encantos más arriba de la rodilla, así como sus senos que se balanceaban por encima de las vides como racimos.

Cuatro hombres las veían y sus cerebros se turbaban. No estaban ya en el lagar ni en las viñas de la tierra, sino en el Paraíso. Y allá, sentado en la plataforma, el viejo Jehová Sabaot con una larga tabla de madera en una mano y un cuchillo en la otra, marcaba lo que debía cada cual, cuántos cestos de uva había traído y cuántos cántaros de vino debería darles pasado mañana, cuando partieran. ¡Cuántos cántaros de vino, cuántas marmitas de comida, cuántas mujeres!

– A fe mía -exclamó Pedro-, si Dios viniera en este momento y me dijera: «¡Eh, Pedro, Pedrito! Hoy estoy de buen humor; pídeme cualquier gracia, que te la concederé. ¿Qué quieres?» Le respondería: «¡Pisar la uva, Dios mío; pisar la uva por toda la eternidad!»

– ¿Y no beber vino, tonto de capirote? -le preguntó Zebedeo con rudeza.

– No, y lo digo con absoluta sinceridad. ¡Pisar la uva!

No reía. Su rostro estaba serio, absorto. Se detuvo un instante y estiró sus miembros bajo el sol. Llevaba el torso desnudo y, sobre su corazón, el dibujo de un gran pez formaba una mancha negra. Muchos años atrás, un artista, antiguo forzado, le había hecho aquel tatuaje con una aguja, y con tanta destreza que se hubiera dicho que el pez movía la cola, nadaba alegre y se deslizaba entre los pelos rizados de su pecho. Sobre el pez había una cruz de cuatro brazos Con anzuelos.

Sin embargo Felipe pensó en sus carneros. No le gustaba cavar la tierra, cuidar las viñas y pisar la uva. Se burló de Pedro:

– ¡Vaya hermoso trabajo el de pisar uva por toda la eternidad! Yo le hubiera pedido que la tierra y el cielo se convirtieran en una pradera verde, poblada de cabras y ovejas, para ordeñarlas y hacer que la leche descendiera desde lo alto de la montaña, se deslizara como un río hacia la llanura y formara lagos en los que los pobres pudieran beber. Y que todas las noches nos reuniéramos todos los pastores con Dios, el jefe de los pastores, para encender fuego, asar carneros y contar historias. ¡Eso es el Paraíso!

– ¡Vete al diablo, atolondrado! -murmuró Judas, lanzando una mirada sombría a Felipe.

Los jóvenes entraban y salían, casi desnudos, velludos, con un trapo de color alrededor de las nalgas. Oían aquellas conversaciones inconexas y reían. También ellos llevaban en sí mismos su Paraíso, pero no lo confesaban. Derramaban el contenido de sus cestos en el lagar y franqueaban el umbral de un salto para reunirse de nuevo en el viñedo con las vendimiadoras.

El viejo Zebedeo abrió la boca para soltar algún comentario agudo, pero quedó aturdido: un extraño visitante había aparecido en la puerta y los miraba. Iba descalzo y desgreñado y vestía una piel de cabra atada al cuello; su rostro era tan amarillo como un trozo de azufre. Sus grandes ojos negros despedían llamas.

Los pies que aplastaban la uva permanecieron inmóviles. Zebedeo se tragó la frase que estaba a punto de pronunciar y todo el mundo se volvió hacia la puerta. ¿Quién era aquel muerto en vida que se hallaba en el umbral? Todas las risas se apagaron y la vieja Salomé apareció en la ventana. Miró y de pronto lanzó un grito:

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