– No me hagas pensar en aquella blasfemia impúdica. ¡Lo recuerdo!
– Yo soy aquella voz que hablaba en ti; yo gritaba. Y soy yo quien continúa gritando, pero tú aparentas no oírme porque tienes miedo. Pero, lo quieras o no, me oirás porque llegó la hora. Antes de que nacieras te elegí entre todos los hombres. Actúo y resplandezco ante ti, no permito que te abandones a las pequeñas virtudes, a las pequeñas alegrías, a la felicidad. Hace poco, en este desierto al que te conduje, apareció la mujer y la eché; aparecieron los reinos de la tierra y los eché. Yo los eché; yo, y no tú. Te reservo un destino mucho más grande, mucho más difícil.
– ¿Más grande, más difícil?
– ¿Qué deseabas cuando eras niño, qué pedías a gritos? Convertirte en Dios. ¡Y en eso te convertirás!
– ¿Yo? ¿Yo?
– No te dejes intimidar, no gimas; en eso te convertirás. Ya te has convertido en Dios. ¿Qué palabras crees que profirió la paloma silvestre sobre tu cabeza, en el Jordán? «¡Tú eres mi hijo, mi hijo único!», tal es la nueva que te trajo la paloma, silvestre. No era una paloma, sino el arcángel Gabriel. ¡Salve, hijo único de Dios!
Dos alas se estremecieron en el pecho de Jesús; sintió que un gran lucero matutino ardía entre sus cejas. Una voz resonó en él: «No soy un hombre, no soy un ángel, no soy tu servidor; soy tu hijo, Adonay. Me sentaré en tu trono para juzgar a los vivos y a los muertos y tendré en mi mano derecha, para jugar con ella, una bola: el mundo. ¡Hazme sitio, deja que me siente!» Una violenta risa estalló en el aire. Jesús se sobresaltó; el ángel había desaparecido. El ermitaño lanzó un grito desgarrador:
– ¡Lucifer! -y cayó con el rostro en la arena.
– Hasta pronto -dijo una voz burlona-. ¡Pronto nos volveremos a ver!
– Jamás! -rugió Jesús-. Jamás, Satán! -conservaba el rostro hundido en la arena.
– ¡Nos volveremos a ver! -repitió la voz-. ¡Para Pascua, desdichado!
Jesús comenzó a lamentarse. Sus lágrimas corrían por la arena. Durante largas horas el llanto lavó, purificó su alma. Hacia el crepúsculo sopló una fresca brisa, el sol se suavizó y a lo lejos las montañas adquirieron un tinte rosado. Entonces Jesús oyó una voz compasiva y una mano invisible le tocó el hombro.
– Levántate. Ha llegado el día del Señor. Corre a llevar la nueva a los hombres. ¡Ya estoy aquí!
XVIII
¿Cómo había podido cruzar el desierto, llegar al Mar Muerto, volver sobre sus pasos, penetrar en tierras labradas y aspirar de nuevo el aire adensado por el aliento de los hombres? No era él quien caminaba, pues no hubiera tenido fuerzas para hacerlo. Dos manos invisibles lo sostenían por los sobacos. La nube diáfana que había aparecido en el desierto se volvió más oscura e invadió todo el cielo. Oyéronse truenos y comenzaron a caer las primeras gotas. La tierra se oscureció a su vez y los caminos desaparecieron. Bruscamente se abrieron las esclusas del cielo y Jesús alargó el hueco de la mano, que se llenó de agua; bebió. Se detuvo. ¿Adonde debía dirigirse? Los relámpagos rasgaban el cielo y el rostro de la tierra centelleaba durante algunos instantes -azul, amarillo, lívido- para volver a sumergirse en seguida en las tinieblas. ¿Hacia dónde estaba Jerusalén, hacia dónde Juan Bautista? ¡Y sus compañeros lo esperaban en el cañaveral del río! «¡Dios mío -murmuró-, ilumíname, lanza un relámpago, señálame el camino!» Apenas hubo hablado, un relámpago hendió el cielo justamente ante él. Dios le había dado una señal y avanzó con seguridad en la dirección del relámpago.
Llovía torrencialmente; las aguas viriles del cielo caían para unirse con las aguas femeninas de la tierra, con los lagos y los ríos. Confundíanse el cielo, la tierra y la lluvia y lo empujaban hacia los hombres. Chapoteaba en el fango y su pie quedaba apresado en las zarzas y se hundía en fosos. Al resplandor de un relámpago vio frente a él un granado cargado de frutos. Cogió una granada; su mano se llenó de rubíes y su garganta se refrescó. Cogió otra y luego otra; comió y bendijo la mano que había plantado el granado; su carne se fortaleció y reanudó la marcha. Caminaba, caminaba. ¿Era de día o de noche? Reinaba la oscuridad. El barro pesaba en sus pies y le parecía que al caminar levantaba la tierra entera. Súbitamente, a la luz de los relámpagos, percibió ante él, encaramado en una colina, un villorrio. Bajo los relámpagos, sus casas blancas se iluminaban y se apagaban. Su corazón saltó de alegría. Aquellas casas estaban habitadas por hombres, por hermanos. Estaba ansioso por estrechar la mano de un hombre, por aspirar un olor humano, por comer pan, beber vino y hablar. ¡Cuánta sed de soledad había tenido durante años! Vagaba por campos y montañas, hablaba con las aves y los animales salvajes y rehuía el trato de los hombres. ¡Y ahora, qué alegría sentía pensando en poder estrechar la mano de un hombre!
Apuró el paso; se internó por la cuesta empedrada y recobró las fuerzas. Ahora sabía dónde iba, adonde le llevaba el camino que Dios le había señalado. A medida que subía, las nubes iban marchándose, hasta que de pronto se despejó un rincón del cielo y el sol se mostró en el momento en que iba a ponerse. Oyó los cantos de los gallos de la aldea y los ladridos de los perros; las mujeres charlaban en las terrazas; un humo azul se elevaba por encima de los tejados y olió a leños que ardían.
– Bendita sea la raza de los hombres… -murmuró Jesús al pasar frente a las primeras casas de la aldea y escuchar las conversaciones de los hombres.
Las piedras, las aguas, las casas resplandecían, o más bien reían, felices. La tierra había apagado su sed y el sol se mostraba nuevamente. Fue un verdadero diluvio y los hombres y los animales habían tenido miedo, pero ahora las nubes comenzaban a dispersarse y el cielo había recobrado su color azul. Todo el mundo se sentía tranquilizado. Jesús, calado hasta los huesos, feliz, marchaba por las callejuelas estrechas, donde susurraba el agua. Apareció una niña que arrastraba una cabra blanca de ubres henchidas; la llevaba a pacer.
– ¿Cómo se llama vuestra aldea? -le preguntó Jesús, sonriente.
– Betania.
– ¿A qué puerta puedo llamar para pasar la noche? Soy forastero.
– ¡Entra en la primera puerta abierta! -respondió la niña riendo.
«En la primera puerta abierta… Esta aldea tiene buen corazón. Ama a los extranjeros», pensó Jesús. Avanzaba para encontrar la puerta abierta. Aquellas no eran ya callejuelas, sino riachuelos y sólo emergían del agua las piedras más grandes. Jesús avanzaba saltando de piedra en piedra. Las puertas estaban cerradas, oscurecidas por las lluvias. Dobló en la primera esquina y pronto vio una puertecita abovedada, pintada de azul y abierta de par en par. Una joven mofletuda y con papada, de labios espesos, estaba parada en el umbral. En la casa débilmente iluminada veíase a otra joven que trabajaba sentada frente a un telar y tarareaba una canción.
Jesús se acercó, se detuvo en el umbral, se llevó la mano al corazón y saludó:
– Soy forastero -dijo-. Soy galileo. Tengo hambre, no sé dónde dormir y tengo frío. Soy un hombre honrado; permitidme que pase la noche en vuestra casa. Encontré la puerta abierta y entré.
La joven se volvió, con la mano aún llena de granos para las aves de corral, lo miró tranquilamente de pies a cabeza y sonrió:
– Bienvenido -dijo-. Estamos a tu servicio.
La tejedora dejó el telar y salió al patio. Tenía tez pálida y era de delicada constitución; las trenzas negras formaban una doble corona en su cabeza, poseía grandes ojos aterciopelados y tristes y de su cuello delgado pendía un collar de turquesas que le servía de amuleto contra el mal de ojo. Miró al visitante y enrojeció:
– Estamos solas -dijo-. Nuestro hermano Lázaro se encuentra ausente. Fue al Jordán para hacerse bautizar.
– ¿Y qué importa que estemos solas? -dijo la otra-. No nos comerá. Entra, amigo, y no la escuches; es una timorata. Llamaremos a los campesinos para que te hagan compañía y los ancianos vendrán a preguntarte quién eres, adonde vas y qué nuevas nos traes. Entra en nuestra pobre casa… ¿Qué te ocurre? ¿Tienes frío?