Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Tengo frío, tengo hambre y tengo sueño -respondió Jesús traspasando el umbral.

– Las tres cosas tienen remedio -dijo la mujer-. No te preocupes. Y para que lo sepas, me llamo Marta, y mi hermana se llama María. ¿Y tú?

– Jesús de Nazaret.

– ¿Un hombre de bien? -dijo risueñamente Marta.

– Un hombre de bien -respondió seriamente Jesús-. En la medida de mis fuerzas, Marta, hermana mía.

Entró en la casucha. María encendió la lámpara, la colgó y la casa se iluminó. Las paredes estaban enjalbegadas e inmaculadamente limpias. A lo largo del muro había un estrado de madera cargado de cobertores y almohadas, así como dos cofres esculpidos en madera de ciprés y algunos escabeles. En un rincón estaba el telar y en otro dos jarritas para las aceitunas y el aceite. Al entrar veíase, a la derecha, el cántaro de agua fresca, y junto a él, una gran toalla de lino colgada de una clavija de madera. La casa olía a madera de ciprés y a membrillo. Al fondo había una ancha chimenea apagada y, a su alrededor, los utensilios de cocina.

– Encenderé fuego para que te seques. Siéntate.

Marta colocó un escabel ante la chimenea. Corrió al patio, de donde volvió con una brazada de sarmientos y de ramas de laurel y dos cepas de olivo. Se puso en cuclillas, dispuso los leños y las ramas y encendió el fuego.

Jesús, inclinado, se había tomado la cabeza con las manos, y con los codos en las rodillas miraba. «¡Qué santa ceremonia -pensaba- es disponer los leños y encender el fuego para que la llama, como una hermana compasiva, nos caliente cuando sentimos frío! ¡También es santo entrar uno en una casa de extraños, hambriento y fatigado, y hallar dos hermanas desconocidas que lo consuelen!» Sus ojos se arrasaron de lágrimas.

Marta se levantó y entró en la despensa, de donde volvió con pan, aceitunas, miel y una jarra de vino; depositó todo a los pies del extranjero.

– Esta comida fría te abrirá el apetito -dijo-. Ahora pondré la marmita en el fuego y te prepararé algo caliente que te reconforte. Me parece que vienes de muy lejos.

– Del extremo del mundo -respondió. Se inclinó febrilmente sobre el pan, las aceitunas y la miel. ¡Qué maravillas! ¡Con qué generosidad Dios ofrecía sus dones a los hombres! Comía ávidamente y bendecía al Señor.

Entretanto, María, en pie junto a la lámpara, miraba en silencio el fuego, al visitante inesperado o a su hermana, a quien la alegría de tener un hombre en la casa y servirle había dado alas.

Jesús levantó el jarro de vino y miró a las dos mujeres:

– Marta y María, hermanas mías -dijo-, habéis debido oír que cuando tuvo lugar el diluvio, en tiempos de Noé, todos los hombres eran pecadores y todos se ahogaron con excepción de los pocos justos que entraron en el arca. María y Marta, os hago un juramento: si se produce un nuevo diluvio, os llamaré, hermanas, para que entréis en la nueva Arca. Porque esta noche, al ver llegar a un visitante desconocido, mal vestido y descalzo, le habéis encendido fuego para que se calentara, le habéis dado pan para que apaciguara el hambre, le habéis dicho palabras bondadosas y el reino de los cielos entró en su corazón. Bebo a vuestra salud, hermanas. Bendito sea nuestro encuentro.

María fue a sentarse a sus pies.

– No me canso de oírte, forastero -dijo, ruborizándose-. Sigue hablando.

Marta colocó la marmita en el fuego, dispuso la mesa y sacó agua fresca del pozo del patio. Luego envió a un niño vecino a preguntar a los tres ancianos de la aldea si se dignaban ir a su casa, pues había llegado un visitante.

– Sigue hablando -repitió María al ver que Jesús callaba.

– ¿Qué quieres que te diga, María? -dijo Jesús con la punta de los dedos en sus trenzas negras-. El silencio es bueno; todo lo dice.

– El silencio no satisface a la mujer -replicó María-. La desdichada tiene necesidad de que le digan palabras reconfortantes.

– Las palabras reconfortantes tampoco satisfacen a la mujer; no la escuches -intervino Marta, que ponía aceite en la lámpara para que aquella noche durara mucho tiempo encendida, ya que acudirían los ancianos para entablar graves discusiones-. Las palabras reconfortantes tampoco satisfacen a la desdichada mujer. La mujer quiere un hombre que haga conmoverse la casa cuando marcha; quiere un bebé para amamantarlo, para aliviar su pecho… La mujer quiere muchas cosas, Jesús de Galilea… ¡Pero vosotros, los hombres, no podéis saberlo!

Quiso reír, pero no lo logró. Tenía treinta años y no estaba casada.

Callaron. Escuchaban cómo el fuego devoraba los leños de olivo y lamía la marmita de barro cocido, que Borbollaba. Los tres clavaban los ojos absortos en la llama. Al fin, María habló:

– ¡Si pudieras saber las ideas que se le cruzan por la cabeza a una mujer que hila! Si pudieras saberlo, comprenderías a la mujer, Jesús de Nazaret.

– Lo sé -dijo Jesús sonriendo-. Antes fui mujer, en otra vida, y tejía.

– ¿Y en qué pensabas?

– En Dios. Nada más que en Dios, María. ¿Y tú?

María no respondió, pero su pecho se henchió. Marta escuchaba el diálogo, murmuraba y suspiraba, pero se abstenía de intervenir en la conversación. Callaba, pero al fin no pudo contenerse y dijo:

– No te preocupes -su voz se había vuelto repentinamente ronca-; María y yo, así como todas las mujeres del mundo que no tienen marido, pensamos en Dios. Lo sostenemos sobre nuestras rodillas como si fuera un hombre.

Jesús agachó la cabeza y permaneció en silencio. Marta apartó la marmita del fuego; la comida estaba lista. Fue a buscar escudillas de barro para servir en ellas la sopa.

– Quiero contarte algo que pensé un día, mientras tejía -María hablaba en voz baja para que su hermana no la oyera desde la despensa-. Aquel día yo también pensaba en Dios y me decía: «Dios mío, si te dignaras un día entrar en esta pobre casa, serías el amo y nosotras las invitadas. Y ahora…» -se atragantaba y calló.

– ¿Y ahora? -repitió Jesús, inclinándose sobre ella.

Marta apareció con las escudillas.

– Nada -murmuró María, y se levantó.

– Venid, vamos a comer -dijo Marta-. Los ancianos no tardarán en llegar. No deben encontrarnos comiendo.

Los tres se sentaron. Jesús tomó el pan, lo alzó y dijo la oración con tan apasionado fervor que las dos hermanas, sorprendidas, se volvieron para mirarlo. Al verlo sintieron miedo; su rostro resplandecía y, tras su cabeza, el aire se había abrasado y se estremecía. María gritó, señalándolo con la mano:

– ¡Señor, tú eres el amo de esta casa y nosotras somos las invitadas! ¡Ordena!

Jesús bajó la cabeza para ocultar su turbación. Aquél era el primer grito, la primera vez que un alma le reconocía.

Se levantaban de la mesa cuando de pronto la puerta se oscureció: en el vano estaba un anciano gigantesco. Poseía una barba larga como un río, huesos macizos, brazos sólidos y pecho muy peludo: un verdadero vellón de carnero. Empuñaba un bastón corvo por la parte superior, más alto que él y que no le servía para apoyarse, sino para golpear y conducir a los hombres por el buen camino.

– Anciano Melquisedec -dijeron las dos mujeres inclinándose-, seas bienvenido a nuestra casa.

Entró, dejó libre el vano de la puerta y apareció otro anciano, de edad muy avanzada, delgado, con un largo rostro caballuno y desdentado; pero sus ojitos despedían llamas y no era posible sostener por largo rato su mirada. Así como la serpiente oculta el veneno tras los ojos, él ocultaba el fuego tras los suyos, y tras el fuego había un cerebro tortuoso y perverso.

Las mujeres se inclinaron, le dieron la bienvenida y el anciano entró a su vez. Tras él apareció el tercer anciano, ciego, rechoncho y bajo. Alargaba el bastón delante de él, pues el bastón tenía ojos y le guiaba certeramente. Le agradaba bromear y era un hombre honrado. Cuando juzgaba a los campesinos, no tenía valor para castigarlos. «No soy Dios -decía-; el que juzga será juzgado. Reconciliaos, muchachos; no quiero que esto me traiga problemas en el otro mundo.» Y pagaba de su peculio, o él mismo iba a la cárcel en lugar del culpable. Unos decían que estaba loco, y otros, que era un santo. El viejo Melquisedec no lo soportaba, pero ¿qué iba a hacer? Era el colono más rico de la aldea y, por añadidura, pertenecía a aquella raza sacerdotal de Aarón…

70
{"b":"121511","o":1}