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– Marta -dijo Melquisedec; su cayado llegaba hasta las vigas del techo-, Marta, ¿quién es el forastero que entró en nuestra aldea?

Jesús se levantó del rincón en que estaba sentado, frente al hogar.

– ¿Tú? -dijo el anciano, examinándolo de pies a cabeza.

– Yo -respondió Jesús-. Soy de Nazaret.

– ¿Galileo? -balbuceó el segundo anciano, el de lengua viperina-. Nada bueno puede salir de Nazaret. Las Escrituras lo dicen.

– No le trates mal, anciano Samuel -dijo el ciego-. A decir verdad, los galileos son un tanto simples, habladores y proclives a las bromas de mal gusto, pero honrados. Y nuestro huésped de esta noche es un hombre honrado. Su voz me lo dice.

Se volvió hacia Jesús y le dijo:

– Bienvenido.

– ¿Eres comerciante? -interrogó el viejo Melquisedec-. ¿Qué vendes?

Mientras hablaban los ancianos, iban entrando los ricos propietarios y los vecinos de la aldea. Se habían enterado de que un forastero había llegado, se habían endomingado y habían ido a darle la bienvenida, saber de dónde venía y qué noticias traía. Se trataba de pasar el tiempo. Entraron y se sentaron en tierra, detrás de los tres ancianos.

– No vendo nada -respondió Jesús-. Era carpintero en mi aldea, pero abandoné mi trabajo y la casa de mi madre. Me consagré a Dios.

– Has hecho bien, hijo mío -dijo el ciego-. Has escapado al mundo. Pero ten cuidado, desdichado. Ahora tienes que vértelas con un ser más complicado: con Dios. ¡Y para escapar de él!…

Se echó a reír a carcajadas.

Al oírlo, el viejo Melquisedec estuvo a punto de reventar de rabia, pero no abrió la boca.

– ¿Eres monje? -dijo como en un silbido el segundo anciano, zumbón-. ¿Eres también tú un levita, un zelote, un falso profeta?

– No, no -respondió Jesús, afligido-. No, no.

– ¿Y qué eres entonces?

Entretanto iban entrando las mujeres, adornadas, para ver al forastero y para que el forastero las viera. ¿Era viejo? ¿Joven? ¿Apuesto? ¿Qué vendía? ¿Podría ser un novio para las hermosas solteronas Marta y María? Ya era hora de que un hombre las estrechara en sus brazos, pensaban; de lo contrario, las desdichadas se volverían locas. «¡Vamos a verle!», se dijeron.

Se habían adornado y habían ido a colocarse en fila, en pie, tras los hombres.

– ¿Y qué eres entonces? -volvió a preguntar el anciano de lengua viperina.

Jesús acercó las palmas de las manos al fuego; de pronto había comenzado a temblar; sus vestiduras, aún húmedas, despedían humo. Permaneció un largo rato en silencio. «El instante es favorable -pensaba- para hablar. Para revelar la palabra que Dios me confió y para despertar, en todos los hombres y en todas las mujeres que se extravían en inquietudes vanas, a Dios, que duerme en ellos. ¿Qué vendo? Les responderé: El reino de los cielos, la salvación del alma, la vida eterna. Les diré que den todo lo que poseen para comprar esta inmensa Perla preciosa.» Lanzó una rápida mirada y, a la luz de la lámpara y al resplandor de las llamas, vio todos aquellos rostros que le rodeaban, ávidos, marcados por las pobres angustias que corroen a los hombres, afeados por el miedo. Se apiadó de ellos. Iba a levantarse para hablar, pero aquella noche estaba muy fatigado. Hacía muchas noches que no se había acostado bajo un techo humano, que su cabeza no había reposado en una almohada. Sentía sueño; se apoyó contra la pared ahumada de la chimenea y, por fin, cerró los ojos.

– Está cansado -dijo entonces María y miró a los ancianos con aire suplicante-. Está cansado, señores; no lo atormentéis…

– ¡Es justo! -rugió Melquisedec. Se apoyó en el cayado e hizo ademán de levantarse para partir-. Tienes razón, María; le hablamos como si lo juzgáramos. Olvidamos -se volvió hacia el segundo anciano-, tú olvidas, viejo Samuel, que los ángeles suelen descender a la tierra disfrazados de pobres diablos, mal vestidos, descalzos, sin bastón ni alforjas, como éste. Es bueno que nos comportemos con este forastero como si fuera un ángel. Es el lenguaje de la prudencia.

– También el de la estupidez -dijo el ciego, riendo a carcajadas-, pero yo apruebo las palabras del anciano Melquisedec. Y no sólo hemos de considerar un ángel al forastero, sino a todos los hombres…, ¡hasta al anciano Samuel!

Samuel, el de la lengua viperina, enloqueció de rabia. Iba a abrir la boca, pero se contuvo. «Este ciego bellaco es rico -pensó- y un día puedo tener necesidad de él. Aparentemos no haber oído. Lo aconseja la prudencia.»

El suave resplandor del fuego caía sobre el pelo, el rostro fatigado y el pecho descubierto de Jesús y arrancaba destellos azules de su barba ensortijada, negra como el ala del cuervo.

– No importa que sea pobre -cuchicheaban las mujeres entre sí-, porque es un hermoso joven. ¿Viste sus ojos? En mi vida los he visto más dulces. Ni siquiera le igualan los de mi marido cuando me estrecha en sus brazos.

– En mi vida he visto ojos más salvajes -dijo otra-. Son aterradores. Al verlos, una siente deseos de abandonarlo todo e irse a la montaña.

– ¿Y has visto cómo lo devoraba Marta con los ojos? La desdichada enloquecerá esta noche.

– Pero él miraba a hurtadillas a María -dijo otra-. Las dos se van a pelear, acordaos de lo que os digo. Somos sus vecinas y oiremos los gritos.

– ¡Vámonos! -ordenó el viejo Melquisedec-. En vano nos molestamos en venir; el forastero tiene sueño. ¡Levantaos, ancianos, y vámonos! -extendió el cayado para abrirse paso entre los hombres y las mujeres.

Pero cuando llegaba al umbral oyéronse pasos precipitados en el patio y un hombre pálido y sin aliento entró en la casa y se desplomó frente al hogar. Las dos hermanas se precipitaron enloquecidas sobre él y lo cogieron en sus brazos.

– ¿Qué te ha ocurrido, hermano? -gritaban-. ¿Quién te persigue?

El primer anciano se detuvo y tocó al recién llegado con el cayado:

– Lázaro -dijo-, si traes una mala nueva, que las mujeres se vayan y que los hombres se queden para oírla.

– ¡El rey apresó a Juan Bautista y le cortó la cabeza! -rugió Lázaro.

Se puso en pie; temblaba. Mostraba un rostro terroso, blando, mejillas flácidas y colgantes, y sus ojos, de un color verde deslavado, brillaban ante el fuego como los de un gato montes.

– No hemos perdido el día -dijo el ciego, satisfecho-. Al menos ha ocurrido algo. El mundo se ha conmovido. Instalémonos, pues, en los escabeles para oír. Me agradan las noticias, aunque sean malas.

Se inclinó hacia Lázaro y dijo:

– Habla, hijo mío, te lo ruego. ¿Cuándo, cómo y por qué sucedió semejante desgracia? Refiérelo todo con orden, no te apresures. Tu relato nos ayudará a pasar el tiempo. Recobra aliento; te escuchamos.

Jesús se había estremecido; miraba a Lázaro y sus labios temblaban. Aquélla era una nueva señal que le enviaba Dios; el Precursor había abandonado el mundo porque su presencia ya no era necesaria; había preparado el camino, había cumplido hasta el fin con su deber y por eso se había ido… «Ha llegado mi hora… Ha llegado mi hora», pensó Jesús estremeciéndose; pero callaba y mantenía la mirada fija en los labios lívidos de Lázaro.

– ¿Lo mató? -rugió el viejo Melquisedec golpeando violentamente el suelo con el cayado-. ¡A qué punto hemos llegado! ¡El incestuoso mata al santo, el licencioso al asceta! Ha llegado el fin del mundo.

El terror se apoderó de las mujeres, que comenzaron a aullar. El ciego se compadeció de ellas y dijo:

– Exageras, viejo Melquisedec. ¡El mundo está sólidamente afirmado! ¡No tengáis miedo, mujeres!

– El cuello del mundo ha sido cortado, la voz del desierto ha callado. ¿Quién gritará ahora a Dios en nombre de nosotros, los pecadores? -Lázaro lloraba; las lágrimas corrían abundantemente por sus mejillas-. ¡El mundo ha quedado huérfano!

– No debes rebelarte contra el poder -dijo en un silbido el segundo anciano-. Hagan lo que hicieren los poderosos, cierra los ojos y no intentes ver. Dios lo ve, pero tú no has de mezclarte en esos problemas. Juan Bautista se lo tenía merecido!

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