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– Soy Rut -murmuró la mujer, trémula.

– ¿Rut? ¿Qué Rut?

– Marta.

XXXII

Transcurrían los días, los meses y los años, y los hijos y las hijas se multiplicaban en la casa del maestro Lázaro, pues Marta y María rivalizaban en fecundidad. El hombre luchaba bien con el pino, el roble verde y el ciprés, abatiéndolos y labrando su madera para convertirla en instrumentos al servicio del hombre, o bien en los campos con los vientos, los topos y las ortigas. Volvía agotado al crepúsculo y se sentaba en el patio; sus mujeres iban a lavarle los pies y las pantorrillas, encendían el fuego, ponían la mesa y le abrían los brazos. Y el maestro Lázaro, que labraba la madera para liberar las cunas que ella encerraba, que trabajaba la tierra para hacer brotar las uvas y las espigas, araba igualmente a sus mujeres y liberaba a Dios, que estaba en ellas.

«¡Qué felicidad -pensaba Jesús-, qué correspondencia profunda del alma y del cuerpo, del hombre y la tierra!» Marta y María querían tocar aquella felicidad con la mano para asegurarse de que toda aquella alegría y dulzura eran reales, de que eran reales el hombre que amaban y los niños que salían de su seno, y que se le parecían. Aquella felicidad se les antojaba demasiado inmensa y temblaban. Una noche María tuvo un sueño atroz. Cuando se levantó y salió al patio, vio a Jesús, que acababa de lavarse y estaba sentado en tierra, con las manos apoyadas en el suelo, feliz. Fue a sentarse junto a él y le dijo en voz baja:

– Maestro, ¿qué son los ensueños, de qué están hechos? ¿Quién los envía?

– No son ni ángeles ni demonios -le respondió Jesús-. Cuando Lucifer se rebeló contra Dios, los ensueños permanecieron, indecisos, entre los demonios y los ángeles, y Dios los precipitó en los abismos del sueño. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Qué ensueño has tenido, María?

Pero María estalló en sollozos y guardó silencio. Jesús le acarició la mano y dijo:

– Mientras lo retengas en ti, María, el ensueño te roerá las entrañas. ¡Sácalo a la luz, arrójalo de ti!

María se disponía a referirlo pero sintió un nudo en la garganta. Jesús la acarició y entonces tuvo valor.

– La luna brillaba intensamente y no puede cerrar los ojos durante toda la noche. Pero al alba debí dormirme porque vi un ave… Aunque no, no era un ave pues tenía seis alas de fuego; debía ser uno de los serafines que rodean el trono de Dios. Revoloteó a mi alrededor y de pronto se precipitó sobre mí envolviéndome la cabeza en sus alas… Puso entonces el pico en mi oreja y me habló… Maestro, me arrojo a tus pies y los beso. Ordéname callar.

– ¡Animo, María! ¿Acaso no estoy junto a ti? ¿De qué tienes miedo? Dijiste que te habló. ¿Qué te dijo?

– Que todo esto, maestro, es…

Su garganta volvió a anudarse.

Asió las rodillas de Jesús y las oprimió con fuerza entre sus brazos.

– Que todo esto es… ¿Qué es, amada María?

– Un ensueño… -murmuró la mujer, y estalló en lamentaciones.

Jesús se sobresaltó y dijo:

– ¿Un ensueño?

– Sí, maestro, que todo esto no es más que un ensueño.

– ¿Cómo… todo esto?

– Tú, yo, Marta, nuestros abrazos nocturnos, nuestros hijos… Todo, todo, todo no es más que una ilusión. La forjó la Tentación para extraviarnos; la forjó con un poco de sueño, de muerte y de viento… ¡Maestro, socórreme!

Cayó en tierra, se debatió unos instantes y de pronto quedó inmóvil. Acudió Marta llevando vinagre aromático, con el cual le frotó las sienes, María recobró el sentido, abrió los ojos, vio a Jesús y le aferró la mano.

– Movió los labios, maestro -dijo Marta-. Inclínate, que quiere hablarte.

Jesús se inclinó y le alzó la cabeza. María movía los labios:

– ¿Qué dices, amada María? No te oigo.

María reunió todas sus fuerzas y murmuró:

– Y que tú, maestro…

– ¿Que yo?… ¡Habla!

– … ¡has sido crucificado! -y cayó de nuevo en tierra, desvanecida.

La acostaron en su lecho y Marta quedó a su cabecera. Jesús abrió la puerta y salió a los campos. Se asfixiaba.

Oyó pisadas a sus espaldas y se volvió. Era el negrito.

– ¿Qué quieres? -le gritó con cólera-. Quiero estar solo.

– No quiero dejarte solo, Jesús de Nazaret -repuso el otro, con los ojos brillantes-. Este instante es difícil y tu espíritu puede vacilar.

– Es lo que quiero: que vacile. Hay momentos en que mi espíritu, ¡maldito sea!, me impide ver.

El negrito se echó a reír y dijo:

– ¿Eres una mujer? ¿Crees en los sueños? Deja que lloren las mujeres, pues para eso son mujeres: no pueden soportar una alegría demasiado grande y lloran. Pero nosotros, los hombres, resistimos, ¿no es cierto?

– ¡Sí, cállate!

Marchaban a paso rápido. Ascendieron una colina verdeante; en la hierba había anémonas y margaritas amarillas y la tierra olía a tomillo. Jesús vio su casa rodeada de olivos; una columna de humo ascendía del tejado y el alma de Jesús se apaciguó. «Las mujeres se han repuesto -pensó-. Se han acurrucado ante el hogar y han encendido el fuego.»

– Volvamos -dijo al negrito-, y no despegues los labios. Ten piedad de las mujeres.

Transcurrieron los días. Una tarde vio aparecer a un extraño caminante medio ebrio. Era el día del sábado y Jesús no trabajaba. Sentado ante la puerta de su casa, tenía en las rodillas a su hijo menor y a su hija menor y jugaba con ellos. Por la mañana había llovido y por la tarde el cielo se había despejado. Ahora algunas nubes tenues y de color carmesí navegaban hacia el poniente y el cielo, entre las nubes, era verde como una pradera. Dos palomas zureaban en la terraza. Con el pecho oprimido, María estaba sentada junto a él.

El caminante se detuvo, lanzó una mirada oblicua a Jesús y se echó a reír.

– ¡Eh, maestro Lázaro! -le dijo, tartajeando-. ¡Tienes suerte! Los años pasan ante la puerta de tu casa y tú permaneces sentado como el patriarca Jacob con sus dos mujeres Lía y Raquel. Una de las tuyas, según me contaron, se encarga de los quehaceres domésticos, y la otra de cuidarte a ti. Por tu parte, tú te encargas de todos los trabajos; labras la madera y aras la tierra y a tus mujeres. Pero no sales nunca de este rincón y no sabes lo que pasa en el mundo… ¿Has oído hablar de Poncio Pilatos? ¡Ojalá se ase a fuego lento en el Infierno!

Jesús, que había reconocido al caminante medio ebrio, sonrió y dijo:

– Simón de Cirene, varón de Dios y del vino, bienvenido. Toma un escabel y siéntate. Marta, trae vino para nuestro viejo amigo.

El caminante se sentó en el escabel y cogió el cuenco con las dos manos.

– Todo el mundo me conoce -dijo con orgullo-. Todo el mundo va a mi taberna a practicar sus devociones. Con seguridad, tú también pasaste por ella. Pero no desvíes la conversación. Te pregunto si has oído hablar de Pilatos, de Poncio Pilatos. ¿Lo viste alguna vez?

En ese instante llegó el negrito, que se apoyó en el marco de la puerta para escuchar.

– Una nube ligera -respondió Jesús esforzándose por recordar-, una nube ligera pasa sobre mi memoria. Dos ojos de hielo de color gris ceniza como los del gavilán, una risa llena de mofa y un anillo de oro… Eso es todo lo que recuerdo. No; también recuerdo una jofaina de plata que le llevaron para que se lavara las manos. Debió de ser un ensueño, una bruma del espíritu que desapareció cuando se levantó el sol. Pero ahora que me haces pensar en ello, Cirenaico, me acuerdo. Me atormentó mucho en sueños.

– ¡Maldito sea! He oído decir que a los ojos de Dios los ensueños tienen más peso que la realidad de la vela. Pues bien, Dios torturó a Pilatos. Lo crucificaron.

Jesús lanzó un grito:

– ¡Lo crucificaron!

– ¿Por qué tienes miedo? ¡Se lo tenía merecido! Ayer, al despuntar el día, lo encontraron crucificado. Su cerebro se había perturbado. Ya no podía cerrar los ojos de noche, se levantaba, tomaba una jofaina y se pasaba toda la noche lavándose las manos y exclamando: «¡Me lavo y me froto las manos! ¡Soy inocente!» Pero las manchas de sangre no desaparecían de sus manos, y volvía a lavarse una y otra vez… Salía del palacio e iba a rondar por el Gólgota; no encontraba reposo. Ordenaba todas las noches a dos fieles servidores negros: «¡Tomad mi látigo y flageladme!» Recogía espinos y con ellos formaba una corona que se ponía en la cabeza; chorreaba sangre por su frente y sus mejillas.

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