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– Yo tengo la culpa… yo tengo la culpa… -murmuraba el joven, y sus ojos se arrasaban de lágrimas-. Yo tengo la culpa…

El hijo oía en la noche tranquila la lucha angustiada de su padre, y la angustia hizo presa en él a su vez. Involuntariamente comenzó a abrir y cerrar la boca y a sudar. Cerró los ojos; escuchó atentamente para imitar a su anciano padre. Suspiraba, emitía junto con él gritos desesperados e inarticulados… hasta que el sueño lo venció.

En el momento en que se dormía, la casa se conmovió, el banco cayó al suelo, las herramientas rodaron por tierra, la puerta se abrió y vio erguido en el umbral, inmenso, con los brazos abiertos y lanzando risotadas, al Pelirrojo.

El joven gritó y se despertó.

II

Se incorporó, se sentó sobre las virutas y apoyó la espalda contra la pared. Por encima de su cabeza pendía una correa con dos hileras de clavos puntiagudos; todas las noches, antes de dormirse, flagelaba su cuerpo hasta arrancarle sangre para que lo dejara tranquilo durante la noche y no se rebelara. Un leve temblor se había apoderado de él. No recordaba qué tentaciones lo habían asaltado durante el sueño, pero sentía que había escapado a un gran peligro.

– No aguanto más, estoy exhausto… -murmuró, y elevó los ojos al cielo lanzando un suspiro. Las primeras luces del día, aún inciertas y pálidas, se deslizaron por las rendijas de la puerta; las cañas amarillentas del techo reflejaron una dulzura extraña, brillante, delicada como el marfil.

– No aguanto más, estoy exhausto… -volvió a murmurar. Exasperado, apretó los dientes. Fijó la mirada en el vacío y toda su vida desfiló ante sus ojos: el bastón de su padre que había florecido el día de los esponsales con su madre, luego el rayo que había abatido y dejado paralítico al novio. Más adelante, su madre que lo miraba, que lo miraba incesantemente sin decir nada; pero él oía su queja muda, sabía que su madre tenía razón, que las faltas que él cometía día y noche eran otros tantos puñales que atravesaban su corazón. Aquellos últimos años había luchado en vano por vencer el Miedo. Sólo éste quedaba, pues había vencido a todos los otros demonios: la pobreza, el deseo carnal, la felicidad del hogar, las alegrías de la juventud. Sólo quedaba el Miedo; debía ser capaz de vencerlo… Era un hombre. Había llegado la hora.

– Yo tengo la culpa de que mi padre se haya quedado paralítico… Yo tengo la culpa de que Magdalena se haya hecho prostituta… Yo tengo la culpa de que Israel gima aún bajo el yugo… -murmuró.

Un gallo, sin duda en la casa vecina de su tío, el rabino, batió las alas en el tejado y cantó con voz fuerte, con cólera. Seguramente estaba ya cansado de la noche, que había durado demasiado, y llamaba al sol para que apareciese por fin.

Apoyado contra la pared, el joven lo escuchaba. La luz iba a dar contra las casas y las puertas se abrían; las calles se animaban y de la tierra, de los árboles, de las rendijas de las casas ascendían suavemente los murmullos de la mañana: Nazaret se despertaba. Desde la casita vecina partió un profundo suspiro, seguido por el grito salvaje del rabino, que despertaba a Dios y le recordaba la promesa hecha a Israel: «Dios de Israel -le gritaba-, Dios de Israel, ¿hasta cuándo?, y el joven oía el ruido seco y precipitado de sus rodillas al chocar contra la tablas del piso.

El joven meneó la cabeza.

– Ruega -murmuró-, se prosterna, llama a Dios y ahora va a dar unos golpes en la pared para que yo también me eche de hinojos. -La cólera le hizo fruncir las cejas.- ¡Por si no tuviera suficiente con Dios, he de atender también a las exigencias de los hombres! -dijo, descargando violentamente el puño en la pared medianera para demostrarle al furioso rabino que estaba levantado y oraba.

Se irguió de pronto; por el movimiento brusco, su túnica, muchas veces remendada, se deslizo de sus hombros, dejando al descubierto su cuerpo flaco, curtido, lleno de marcas rojas y azules. Avergonzado, recogió rápidamente la prenda y recubrió con ella su carne desnuda.

La pálida claridad matinal penetró por el tragaluz, cayó sobre él e iluminó delicadamente su rostro; todo obstinación, sufrimiento, orgullo. El vello de sus mejillas se había transformado en una barba rizada, negra; la nariz era ganchuda y los labios gruesos y entreabiertos dejaban ver dientes brillantes. Aquel rostro no era hermoso, pero poseía una seducción secreta e inquietante. ¿Debíase ello a las pestañas tupidas y muy largas que arrojaban una extraña sombra azul sobre toda la faz? ¿O a los ojos grandes, negros como el azabache, radiantes, poblados por la noche, ojos en los que sólo había intimidación y dulzura? Centelleaban como los de la serpiente, y cuando miraban a través de las largas pestañas, uno se sentía poseído por el vértigo.

Hizo caer las virutas que se habían pegado a sus sobacos y a su barba; pronto sus oídos escucharon pasos lentos y pesados que se acercaban; los reconoció.

– Vuelve; vuelve una vez más, ¿qué quieres de mí? -gritó, abrumado de fatiga, y luego se deslizó hacia la puerta para oír mejor.

Pero repentinamente se detuvo, espantado. ¿Quién había colocado el banco junto a la puerta? ¿Quién había amontonado sobre él la Cruz y las herramientas? ¿Quién? ¿Cuándo? La noche está poblada de espíritus malignos, de sueños; mientras dormimos, los espíritus encuentran las puertas abiertas, entran y salen y revuelven nuestra casa y nuestro cerebro.

– Alguien ha venido esta noche mientras dormía -murmuró en voz baja, como si temiera que el intruso estuviese todavía allí y le pudiese escuchar-, alguien ha venido. Seguramente fue Dios, Dios o el demonio. ¿Quién puede distinguirlos? Intercambian sus rostros, Dios se transforma en tinieblas, el demonio en luz, de tal forma que el espíritu del hombre se confunde. -Se estremeció. Ante él tenía dos caminos, ¿por cuál iría?, ¿cuál escogería?

Los pasos pesados continuaban acercándose; el joven lanzó en torno una mirada angustiada como si buscara un rincón donde esconderse. Temía a aquel hombre y no quería verle, porque abría en el fondo de su ser una antigua herida que nunca cicatrizaba. Cuando niños, jugaban juntos en cierta ocasión y el otro, que tenía tres años más que él, lo había arrojado en tierra y le había pegado; el niño se había levantado sin decir nada pero jamás había vuelto a jugar con los otros niños; desde entonces tuvo vergüenza y miedo de hacerlo. Encogido en el patio de su casa y completamente solo, tramaba la forma de lavar un día su vergüenza, para mostrarles que era más fuerte que todos ellos, para vencerlos a todos. Después de tantos años la herida aún estaba abierta, aún no había dejado de sangrar.

– ¿Todavía me persigue, todavía? -murmuró-. ¿Qué quiere de mí? No le abriré.

Un puntapié hizo temblar la puerta. El joven dio un salto y apelando a todas sus fuerzas corrió el banco y abrió.

En el umbral se erguía, descalzo, un coloso de barba roja y rizada, con el pecho al aire y sudoroso. Empuñaba una mazorca asada que estaba comiendo. Sus ojos registraron el taller, vio la cruz apoyada contra la pared y su rostro se ensombreció; avanzó un paso y entró.

Sé sentó en cuclillas en un rincón, sin dejar de morder frenéticamente la mazorca, sin pronunciar palabra. El joven, de pie, desviaba los ojos y miraba afuera, por la puerta abierta, la calleja estrecha que acababa de despertar. Aún no se había levantado el polvo y percibíase un olor a tierra mojada. La luz y la frescura de la noche se habían colgado de las hojas del olivo de enfrente, y todo el árbol sonreía. El joven aspiraba el mundo matinal.

Pero el pelirrojo se volvió hacia él y gritó:

– ¡Cierra la puerta! Tengo que hablar contigo.

El joven se sobresaltó al oír la salvaje voz; cerró la puerta, se sentó en el borde del banco y esperó.

– Heme aquí -dijo el pelirrojo-. Heme aquí, todo está dispuesto.

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