– ¿Y quién pagará? -dijo el tabernero, inquieto-. La cabeza de cordero, el vino…
– ¿Crees en la otra vida, Simón de Cirene? -preguntó Pedro.
– Claro que creo en ella.
– Pues bien, te prometo, y si quieres te lo prometo por escrito, pagarte allá arriba.
El tabernero se rascó la enorme cabeza.
– ¿Qué? ¿No crees en la otra vida? -dijo Pedro con severidad.
– Sí, creo, Pedro, creo; pero no hasta ese extremo…
XX
Cuando así hablaban, una sombra azul cayó sobre el umbral; todos retrocedieron bruscamente. Jesús estaba de pie, en el vano de la puerta, con los pies ensangrentados, las vestiduras cubiertas de barro y el rostro irreconocible. ¿Quién era? ¿El dulce maestro o el Bautista salvaje? Los cabellos le caían sobre los hombros en trenzas retorcidas; su piel aparecía quemada y rugosa, sus mejillas se habían hundido, sus ojos se habían agrandado e invadían todo el rostro y apretaba el puño con fuerza. Podía creerse que aquellos eran el puño, los cabellos, las mejillas y los ojos del Bautista. Los discípulos le miraban en silencio con la boca abierta. ¿Se habían fundido los dos para formar uno solo?
«El fue quien mató al Bautista -pensó Judas, haciéndose a un lado para dejar paso al inquietante recién llegado-. El fue… el fue… -Miraba a Jesús, que trasponía el umbral y clavaba severamente los ojos en cada uno de los presentes mordiéndose los labios…-. Lo ha despojado de todo -pensaba-, le ha saqueado su cuerpo. Pero, ¿y su alma? Pero, ¿y su palabra salvaje? Ahora despegará los labios y tendremos ocasión de comprobar quién es…»
Permanecieron durante largo tiempo en silencio. La atmósfera de la taberna había cambiado; el tabernero se había acurrucado en un rincón y miraba a Jesús con ojos desorbitados. Este avanzaba lentamente, mordiéndose los labios; las venas de su frente se habían hinchado. Y de pronto se oyó su voz, ronca, salvaje. Los compañeros se estremecieron. Aquella voz no era la suya sino la del profeta terrible, la voz del Bautista.
– ¿Os disponíais a partir?
Nadie respondió; se habían atrincherado uno tras otro.
– ¿Os disponíais a partir? -repitió con cólera-. ¡Habla, Pedro!
– Maestro -respondió el otro con voz insegura-, maestro, Juan oyó tus pasos en su corazón y nos levantamos para recibirte…
Jesús frunció el entrecejo. Se sintió invadido por la amargura y la cólera, pero se contuvo.
– Partamos -dijo, volviéndose hacia la puerta.
Vio a Judas, que estaba de pie, apartado del grupo, y que lo miraba con sus ojos azules y duros.
– ¿Vienes con nosotros, Judas? -preguntó.
– No te abandono; lo sabes de sobra. No te abandonaré hasta la muerte.
– Eso no basta, ¿me oyes? Eso no basta. Hay que seguirme hasta más allá de la muerte. ¡En marcha!
El tabernero salió bruscamente de entre las barricas, donde se había agazapado.
– ¡Buena suerte, amigos! -exclamó- ¡Os deseo que salgáis con bien de vuestros jaleos! ¡Buen viaje, galileos! Cuando entréis en el Paraíso, según espero, no olvidéis el vino que os serví. ¡Ni la cabeza de cordero!
– Te lo prometo -le respondió Pedro. Su rostro se mostraba serio y agriado. Se sentía avergonzado de haber mentido por miedo. El maestro lo había advertido con toda seguridad y por eso había fruncido el entrecejo con tanta cólera. «¡Pedro, cobarde, mentiroso, traidor! -Se recriminaba a sí mismo-. ¿Cuándo te comportarás como un hombre? ¿Cuándo vencerás el miedo? ¿Cuándo dejarás de girar, veleta?»
Permanecía a la entrada de la taberna, esperando que el maestro indicara el camino que debían seguir. Pero el maestro, inmóvil, había aguzado el oído y escuchaba, del otro lado de la puerta de David, un canto amargo y monótono, entonado por voces agudas y cascadas. Eran los leprosos que se habían echado en el polvo y mostraban sus úlceras a los transeúntes, canturreando los esplendores de David y de la misericordia de Dios que les había dado la lepra para permitirles pagar sus faltas en esta tierra y de tal forma que luego, en la vida futura, su rostro resplandeciera eternamente, semejante a un sol.
Jesús se sintió invadido de tristeza. Volvió el rostro hacia la ciudad. Las tiendas, los puestos, las tabernas habían abierto y las calles estaban llenas de gente. ¡Cómo corrían, cómo vociferaban, cómo chorreaban sudor! Oíase un sordo rugido aterrador, hecho del ruido de los caballos, de los hombres, de los cuernos, de las trompetas, y la ciudad santa se le apareció de pronto como una fiera terrible, como una fiera enferma con las entrañas llenas de locura, de lepra y de muerte.
Las calles rugían cada vez más sonoramente y los hombres corrían cada vez más de prisa. «¿Por qué tienen tanta prisa? ¿Por qué corren? -pensó Jesús-. ¿Adonde van? -lanzó un suspiro y se dijo-: ¡Todos, todos corren hacia la muerte!»
Se turbó. Acaso su deber consistiera en quedarse allí, en aquella ciudad carnívora, y en subir al techo del Templo para gritar: «¡Arrepentios! ¡Ha llegado el día del Señor!» «Estos desdichados, estos hombres jadeantes que recorren las calles en todas direcciones necesitan arrepentirse y ser consolados más que los pescadores y los campesinos despreocupados de Galilea. ¡Aquí debo quedarme para comenzar a proclamar la ruina de la tierra y el reino de los cielos!»
Andrés no podía contener su pena y se acercó a él:
– Maestro -le dijo-, apresaron al Bautista y lo mataron.
– Qué le vamos a hacer -respondió con calma Jesús-; tuvo tiempo de cumplir su misión. Ojalá nosotros también lo tengamos, Andrés.
Vio henchidos de lágrimas los ojos del antiguo discípulo del Precursor.
– No te aflijas, Andrés -le dijo, tocándole, el hombro-. No está muerto. Sólo mueren los que no han tenido suficiente tiempo para convertirse en inmortales. Pero él tuvo tiempo; Dios se lo concedió.
Apenas pronunció estas palabras, su espíritu tuvo una iluminación. «Es cierto, todo en el mundo está a merced del tiempo.
El tiempo hace madurar todas las cosas. Si el hombre tiene tiempo, puede trabajar el barro humano de que está hecho y transformarlo en espíritu. Entonces ya no teme la muerte. Pero si no tiene tiempo, el hombre se pierde… Dios mío -suplicó para sus adentros Jesús-, Dios mío, dame tiempo… No te pido más que eso: tiempo…» Aún sentía en él demasiado barro, aún se sentía demasiado humano. Aún se encolerizaba, aún tenía miedo, aún sentía celos. Y cuando pensaba en Magdalena, su mirada se turbaba. Incluso la noche anterior, cuando miraba a hurtadillas a María, la hermana de Lázaro…
Se ruborizó y bruscamente adoptó una decisión: «Debo abandonar esta ciudad. Aún no llegó la hora de mi muerte. Aún no estoy preparado… Dios mío -suplicó nuevamente-, dame tiempo; tiempo, nada más que tiempo…» Hizo una señal a sus compañeros y dijo:
– Compañeros, volvemos a Galilea. ¡En el nombre del cielo!
Los compañeros corrían hacia el lago de Genezaret como caballos fatigados y hambrientos que se dirigen hacia la querida cuadra. El pelirrojo Judas abría la marcha y avanzaba silbando. Hacía años que no sentía tan alegre su corazón. Ahora le agradaban mucho el rostro, la aspereza y la voz del maestro… «Mató al Bautista -se repetía incesantemente- y lo lleva en sí; el cordero y el león se han confundido para no formar más que un solo ser. ¿Será el Mesías, como los monstruos antiguos, león y cordero a la vez?» Marchaba silbando. «No es posible que continúe guardando silencio; una de estas noches, antes de que lleguemos al lago, despegará los labios. Nos dirá su secreto; sabremos entonces qué hizo en el desierto, si vio al Dios de Israel y qué cosas se dijeron. Entonces juzgaré.»
Pasó la primera noche. Jesús, silencioso, miraba las estrellas. A su alrededor, los compañeros, fatigados, dormitaban. Sólo centelleaban en la oscuridad los ojos azules de Judas… Ambos velaban, uno frente a otro, sin hablar.