Los compañeros estallaron en carcajadas, olvidaron al Bautista y alargaron la mano hacia la cabeza asada. Judas, que había abierto el cráneo en dos, se llenó una mano de sesos de cordero. Cuando el tabernero vio el saqueo, se asustó. «No me dejarán ni un trocito», pensó.
– Eh, amigos -exclamó-. ¡Está muy bien que comáis y bebáis, pero no olvidéis tan pronto a Juan Bautista! ¡Oh, su pobre cabeza!
Todos quedaron con el bocado en la mano. Pedro, que ya había masticado un ojo y se disponía a tragarlo, sintió un nudo en la garganta. Le daba repugnancia tragarlo y pena escupirlo. ¿Qué hacer? Judas era el único que no se preocupaba. El tabernero llenó los vasos.
– Que su recuerdo sea eterno. Derramemos unas lágrimas por su cabeza. ¡Y hagamos los mismos votos por vosotros!
– ¡Y por ti también, bellaco! -dijo Pedro y tragó el ojo de golpe.
– No te inquietes por mí. A nada temo -respondió el tabernero-. No me mezclo en los asuntos de Dios y me importa tres cominos la salvación del mundo. Soy tabernero; no ángel ni arcángel, como los señores. ¡Afortunadamente, escapé a esas historias! -dijo, cogiendo lo que quedaba de la cabeza.
Pedro abrió la boca pero no pudo articular palabra alguna. Un salvaje gigantón con el rostro picado de viruelas se había detenido en el umbral y los miraba. Los compañeros se retiraron a un rincón y Pedro se ocultó tras los anchos hombros de Santiago.
– ¡Barrabás! -gritó Judas, frunciendo el entrecejo-. Entra.
Barrabás inclinó su cabezota y distinguió a los discípulos en la penumbra. Una risa burlona recorrió su rostro rudo antes de que dijese:
– Celebro veros, corderos. Removí cielo y tierra para encontraros.
El tabernero se levantó refunfuñando y le llevó un vaso de vino.
– Sólo tú nos faltabas, capitán Barrabás. -No le caía bien porque cada vez que iba a la taberna se emborrachaba, provocaba a los soldados romanos que pasaban por las calles y le buscaba problemas-. ¡No empieces a armar jaleos como de costumbre, gallito pendenciero!
– ¡Mientras los impuros pisen la tierra de Israel, no me daré por vencido! ¡Sácate esa idea de la cabeza! ¡Y dame algo de comer, viejo crápula!
El tabernero empujó hacia él la bandeja, donde no quedaban más que los huesos, y dijo:
– Come; tienes dientes propios de mastín, que tritura los huesos.
Barrabás vació el vaso de un solo sorbo, se retorció los bigotes y se volvió hacia los compañeros para decir:
– ¿Y dónde está el buen pastor, queridos corderos? -Sus ojos despedían chispas-. Tengo que arreglar con él una vieja cuenta.
– Estás ebrio antes de haber bebido -le dijo severamente Judas-. Tus fanfarronadas nos han traído ya muchos problemas. ¡Basta ya!
Juan recobró el valor y dijo:.
– ¿Qué tienes en contra de él? Es un hombre santo y cuando marcha mira el suelo para no pisar las hormigas.
– Di más bien para que ninguna hormiga lo pise. Tiene miedo. ¿A eso le llamáis hombre?
– Jesús arrebató a Magdalena de tus garras y aún le tienes rencor -se atrevió a decir Santiago.
– Me ofendió -rugió Barrabás, cuyos ojos se ensombrecieron súbitamente-. ¡Me las pagará!
Pero Judas lo tomó del brazo y lo apartó. Le habló en voz baja, precipitada, colérica:
– ¿Qué vienes a buscar aquí? ¿Por qué dejaste las montañas de Galilea? La cofradía te asignó aquel dominio. Aquí, en Jerusalén, mandan otros.
– ¿Acaso no nos batimos por la libertad? -replicó Barrabás, furioso-. Pues bien, soy libre y obro según mi voluntad. Vine a ver quién era ese Bautista que hablaba de señales y obraba prodigios. ¿Sería Aquél que esperamos? ¡Que llegue de una vez, que tome el mando y comience la matanza! Pero llegué demasiado tarde; ya le habían cortado la cabeza. ¿Qué crees tú, Judas?
– Yo opino que debes levantarte e irte. No te mezcles en asuntos que no te conciernen.
– ¿Que me vaya? ¿Sabes lo que dices? Vine por el Bautista y doy con el hijo de María. ¡Hace tanto tiempo que lo persigo! Y ahora que Dios lo pone al alcance de mi mano, ¿crees que lo dejaré escapar?
– Vete -ordenó Judas, jefe de Barrabás en la cofradía-. Ese es asunto mío… ¡no trates de mezclarte en él!
– ¿Qué tramas? La cofradía quiere desembarazarse de él, lo sabes. Es un emisario de los romanos, que le pagan para proclamar el reino de los cielos y extraviar así al pueblo e impedirle pensar en la tierra y en nuestra servidumbre. Y tú ahora… ¿qué tramas?
– Nada. Es cosa mía. ¡Vete!
Barrabás se volvió y lanzó una última mirada a los compañeros, que aguzaban el oído.
– Hasta pronto, corderos -les gritó, rencoroso-. ¡No es tan fácil librarse de Barrabás! ¡Ya volveremos a conversar!
Inmediatamente desapareció por la puerta de David.
El tabernero guiñó el ojo a Pedro y le dijo en voz baja:
– Le ha dado órdenes. Los de la cofradía matan a un romano y los romanos matan a diez israelitas. Diez y hasta quince. ¡Abrid los ojos, compañeros!
Se inclinó sobre la oreja de Pedro y cuchicheó:
– Y además, escucha. No te fíes de Judas Iscariote. Esos pelirrojos, tú sabes…
Pero no continuó. El pelirrojo volvía a sentarse en el escabel.
Juan se levantó, afligido. Fue hasta el umbral de la puerta y miró la calle a derecha e izquierda, sin descubrir huellas del maestro. Ya era completamente de día y las calles estaban pobladas de gente. Más allá de la puerta de David se extendía el desierto cubierto de piedras y cenizas y sin una sola hoja verde. No había allí más que piedras blancas, tumbas de piedras. Apestaban el aire carroñas de perros y camellos. Toda aquella crueldad espantó a Juan; allí todo era de piedra, hasta los rostros de los hombres, hasta sus corazones, hasta el Dios que adoraban. ¡Qué lejos estaba el Dios compasivo, el Padre, que el rabí les había traído! ¡Ah, cuánto tardaba en regresar el amado maestro! ¡Cuando llegara, todos volverían a Galilea!
– ¡Hermanos, vámonos! -dijo Pedro, que ya no soportaba más, y se levantó-. ¡No vendrá!
– Le oigo venir… -murmuró Juan tímidamente.
– ¿Cómo puedes oírlo, iluminado? -dijo Santiago, a quien no le agradaban las ensoñaciones de su hermano; tenía prisa por volver a su lago y a sus barcas-. ¿Y dónde le oyes, si puede saberse?
– En mi corazón -respondió su hermano menor-. El es el que primero oye, el que primero ve…
Santiago y Pedro se encogieron de hombros; pero intervino el tabernero:
– Tiene razón -dijo-. No os encojáis de hombros. Oí decir… vaya, ¿qué creéis que era el Arca de Noé? ¡El corazón del hombre! Allí está Dios con todas sus criaturas. El resto se ahoga y desaparece en el fondo, pero el corazón navega sobre las aguas con su carga. ¡El corazón del hombre lo sabe todo perfectamente! ¡No os riáis!
Resonaron trompetas; la multitud se hizo a un lado en la calle y se alzó un rumor. Los compañeros se inquietaron y se precipitaron hacia la puerta. Bellos y vigorosos adolescentes portaban una litera recubierta de oro donde reposaba un hombre obeso, que se acariciaba la barba; lucía vestiduras de seda, un rostro resplandeciente de persona dada a la buena vida y anillos de oro.
– ¡Caifas! -dijo el tabernero-. ¡El viejo chivo, el sumo sacerdote! ¡Tapaos la nariz, compañeros! ¡El pescado podrido hiede por la cabeza!
Se tapó la nariz y escupió. Luego dijo:
– Va a sus jardines para comer, beber y jugar con sus mujeres y jovencitos. ¡Ah, maldición, si yo fuera Dios! El mundo pende de un cabello; pues bien; yo cortaría ese cabello, sí, lo juro por el vino, lo cortaría y el mundo se iría al diablo.
– Vámonos -repitió Pedro-. No estamos seguros aquí. Mi corazón tiene también ojos y oídos. Me grita: «¡vete! ¡idos, desdichados!»
No acababa de decir esto cuando en efecto lo oyó. Se aterró, se levantó bruscamente y cogió un bastón que había en el suelo. Todos se levantaron nerviosamente, vieron el terror de Pedro y se aterraron a su vez.
– Si viene, Simón, tú le conoces, dile que partimos para Galilea -recomendó Pedro.