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Tras las viejas y los enfermos avanzaban, indiferentes, silenciosos, los soldados de la patrulla romana, con sus escudos, lanzas y cascos de bronce. Empujaban al rebaño humano y miraban de arriba abajo a los hebreos, con manifiesto desprecio.

El pelirrojo los miró salvajemente y su sangre se inflamó. Se volvió hacia el joven. No quería volverle a ver: parecía que todo ocurría por su culpa. Apretando los puños, le gritó:

– Me voy. Haz lo que quieras, crucificador. ¡Eres un cobarde, un inútil, un traidor, lo mismo que tu hermano el pregonero! Pero Dios lanzará el rayo sobre ti como lo lanzó sobre tu padre y te quemará. Recuerda estas palabras que acabo de decirte.

III

El joven quedó solo. Se apoyó contra la cruz y se secó el sudor de la frente. Respiraba entrecortadamente; durante unos instantes todo giró a su alrededor. Oyó luego a su madre encender fuego; comenzaba temprano a trabajar en la cocina para tener tiempo de ir a ver la crucifixión. Todas sus vecinas ya habían partido. Su padre continuaba gruñendo y se esforzaba por mover la lengua, pero sólo su garganta estaba viva y no emitía más que sonidos confusos. Afuera, la calle había quedado de nuevo desierta.

Mientras permanecía de pie, apoyado en la cruz, con los ojos cerrados y sin pensar en nada, oyendo sólo los latidos de su corazón, se sobresaltó bruscamente, herido por el dolor: sentía de nuevo que el ave de presa invisible hundía profundamente las garras en su coronilla. Murmuró: «Ha vuelto… Ha vuelto…», y Comenzó a temblar. Sentía que las garras abrían agujeros profundos, rompían sus huesos y llegaban al cerebro. Apretó los dientes para no gritar: su madre se habría asustado una vez más. Se tomó la cabeza con las dos manos, apretándosela como si «temiera enloquecer. Murmuró: «Ha vuelto… Ha vuelto…» Temblaba.

La primera vez sólo tenía doce años; estaba sentado entre los ancianos, en la sinagoga, y los escuchaba; explicaban, sudando y resoplando, la palabra de Dios. Sintió entonces en su coronilla un hormigueo lento, leve, muy tierno, semejante a una caricia. Cerró los ojos. ¡Qué dulzura desconocida! ¡El Paraíso debía ser así, alas aterciopeladas lo habían transportado y lo habían elevado al séptimo cielo! De sus párpados cerrados, de sus labios entreabiertos brotó una sonrisa infinita, profunda, que lamió con ardiente deseo su carne hasta hacer desaparecer su rostro. Y los ancianos, que habían visto aquella sonrisa mística por la cual el niño había sido devorado, adivinaron que Dios había clavado en él sus garras. Se habían llevado el dedo a los labios y habían guardado silencio.

Los años transcurrieron. Esperaba, esperaba, pero no volvió a sentir aquella caricia. Y he aquí que un día, el día de Pascua, un día de maravillosa primavera, había ido a la aldea de su madre, a Cana, para elegir mujer. Su madre lo importunaba incesantemente instándolo a que se casara. Tenía veinte años, sus mejillas aparecían cubiertas de un vello tupido y rizado, su sangre ardía hasta el punto de que ya no podía dormir por las noches. Su madre había aprovechado la fiebre de su juventud y había logrado llevarle a Cana, su aldea, para que eligiera mujer.

Llevaba una rosa roja en la mano y miraba a las muchachas de la aldea, que bailaban bajo un gran álamo de hojas nuevas. Y mientras miraba, mientras sopesaba las ventajas y las desventajas de cada una de ellas, mientras las deseaba a todas sin atreverse a elegir, oyó de pronto a sus espaldas una risa cantarina como un agua fresca surgida de las entrañas de la tierra. Se volvió y vio avanzar hacia él, con todos sus adornos, con anillos de bronce en los tobillos, brazaletes, pendientes y sandalias rojas, con los cabellos sueltos, hermosa como una fragata impulsada por el viento, a Magdalena, la hija única del rabino, del hermano de su padre. El espíritu del joven se conmovió. «¡Ella es la que quiero!», gritó. «¡Ella es la que quiero!», y alargó la mano para ofrecerle la rosa. Pero al tiempo que alargaba la mano, diez garras se clavaron en su cabeza y dos alas frenéticas batieron por encima de él y aprisionaron estrechamente sus sienes. Lanzó un alarido estridente y cayó de bruces en tierra, lanzando espuma por la boca. Entonces la pobre madre le puso su pañoleta sobre el rostro, le alzó en sus brazos, abrumada de vergüenza, y se lo llevó.

Desde aquel día se sintió perdido. Las noches de luna llena en que vagaba por los campos, o bien en el silencio nocturno, mientras dormía, aunque con más frecuencia en primavera, cuando todo está en flor, cuando todo huele a perfumes, cada vez que iba a ser feliz, que iba a saborear las más sencillas alegrías humanas como comer, dormir, reunirse con amigos, reír, encontrar a una muchacha en la calle y pensar «me gusta», inmediatamente las diez garras se clavaban en él y su deseo se desvanecía.

No obstante, hasta entonces aquellas garras no se habían abatido sobre él con tanta ferocidad como aquella mañana. Se colocó debajo del banco, hecho un ovillo, con la cabeza metida entre los hombros. Permaneció largo tiempo así. El mundo se desmoronaba. Sólo oía un rumor dentro de sí mismo y, por Encima de él, un furioso batir de alas:

Poco a poco las garras fueron aflojándose para soltar lentamente primero el cerebro, luego el cráneo y luego la piel del lastro, hasta que el joven sintió un gran alivio y una gran fatiga. Se deslizó fuera de su agujero y se llevó la mano a la cabeza, rascaba febrilmente, a través de los cabellos, la coronilla. Le parecía que estaba agujereada, aunque sus dedos no encontraron Haga alguna. Se apaciguó. Pero al retirar la mano la vio llena de luz y se estremeció: de sus dedos caían gotas de sangre.

– Dios se ha enfurecido -murmuró-, se ha enfurecido… La sangre comienza a correr.

Alzó los ojos, miró, pero no había nadie. Sin embargo sentía en el aire un olor acre de animal de presa. «Ha vuelto… Está a mi lado, bajo mis pies, sobre mi cabeza…», pensó con terror. Bajó la cabeza y esperó. El aire estaba mudo, inmóvil, y la luz pandaba, apacible e inocente, en apariencia, la pared de enfrente y el techo de cañas. «No abriré la boca, no diré ni una palabra decidió en su interior. Acaso se apiade de mí y se vaya…»

Pero apenas hubo tomado esta decisión, abrió la boca y habló; su voz era quejumbrosa:

– ¿Por qué me hieres? ¿Por qué te ensañas conmigo? ¿Hasta cuándo me perseguirás?

Calló. Con la boca abierta, los pelos de punta y los ojos desbordantes de terror, escuchaba, encorvado.

Al principio, nada. El aire estaba inmóvil, mudo. De pronto alguien se puso a hablar por encima de él; aguzó el oído, escuchó. Escuchaba y no dejaba de sacudir violentamente la cabeza como para decir: «¡No! ¡No! ¡No!»

Acabó por abrir la boca; su voz ya no temblaba:

– ¡No puedo! Soy ignorante, holgazán, miedoso, me gusta comer bien, beber, reírme, quiero casarme, tener hijos… ¡déjame tranquilo!

Calló para prestar atención:

– ¿Qué dices? ¡No entiendo!

Se colocó las manos sobre los oídos para amortiguar la voz feroz que hablaba por encima de él. Con el rostro contraído y conteniendo la respiración, escuchaba y respondía:

– Sí, sí, tengo miedo… ¿Qué me levante para hablar? ¿Qué puedo decir y cómo? ¡Soy ignorante, te aseguro que no puedo! ¿Qué? ¿El reino de los cielos? Yo me burlo del reino de los cielos. Me gusta la tierra, y te repito que quiero casarme, casarme con Magdalena… no importa que sea una puta, yo tengo la culpa de que haya llegado a serlo y la salvaré… No, la tierra no, la tierra no, a quien quiero salvar es a Magdalena. ¡Ella me basta!… ¡Habla más suavemente para que te entienda!

Con la mano formó una visera pues la suave claridad que penetraba por el tragaluz lo cegaba. Tenía los ojos fijos en el aire, en el techo, y esperaba. Contenía el aliento y aguzaba el oído. A medida que escuchaba, su rostro brillaba, astuto, satisfecho, y la luz acariciaba sus labios húmedos, que relucían. De pronto se echó a reír a carcajadas.

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