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Delante, carnero conductor del rebaño, marchaba Simeón, el viejo rabino de Nazaret. Pequeño, encorvado por los años, encogido por una tisis maligna, no era más que una osamenta seca mantenida en pie por un alma invulnerable; sus manos eran las de un esqueleto, y los dedos, inmensas garras de ave de presa que apretaban y golpeaban contra las piedras el cayado sacerdotal, cuya parte superior estaba adornada con dos serpientes entrelazadas. Aquel muerto viviente despedía el olor de una ciudad que se incendia. Sentíase al verle los ojos llameantes que sus ojos, su carne, sus cabellos, todo aquel viejo esqueleto estaba abrasado en fuego. Y cuando abría la boca para gritar: «Dios de Israel», una columna de humo ascendía de su cabeza. Tras él marchaban en fila los ancianos, inclinados sobre sus bastones, con las cejas espesas, la barba ahorquillada y los cuerpos sólidos; tras éstos, seguían los hombres y, tras éstos, las mujeres; cerraban la marcha los niños, cada uno con una piedra en la mano, y algunos con una honda colgada del hombro. Avanzaban todos juntos con un rugido débil y sordo, como el del mar.

Apoyado en el marco de la puerta, Judas miraba a los hombres y las mujeres y su corazón se desbordaba de esperanza. «Son éstos -pensaba, y la sangre le subía a la cabeza-, son éstos quienes, con Dios, harán el milagro. Hoy, no mañana, hoy.»

Una inmensa mujer, hombruna y de altas caderas, se separó de la multitud. Feroz y terrible, los hombros se le salían de sus vestimentas. Curvando todo su cuerpo, se inclinó, cogió una piedra y la lanzó con fuerza contra la puerta del carpintero, gritando:

– ¡Maldito seas, crucificador!

En un santiamén y de una punta a otra de la calle, estallaron los gritos y las blasfemias, y los niños descolgaron las hondas del hombro. El pelirrojo cerró de un golpe la puerta.

– ¡Crucificador! ¡Crucificador! -los gritos surgían de todas partes y en la puerta resonaban las pedradas.

El joven, arrodillado ante la cruz, le ponía clavos, descargaba martillazos redoblados, violentamente, como si quisiera acallar los gritos y las blasfemias procedentes de la calle. Ardía su pecho y de entre sus pestañas brotaban relámpagos. Martilleaba frenéticamente y el sudor bañaba su frente.

El pelirrojo se arrodilló, lo tomó por el brazo y le arrancó con rabia el martillo de las manos. Dio un puntapié a la cruz, que cayó al suelo.

– ¿Vas a llevarla?

– Sí.

– ¿No tienes vergüenza?

– No.

– No permitiré que lo hagas. La haré pedazos.

Miró en torno y alargó la mano para tomar una maza.

– Judas, Judas, hermano mío -dijo el joven lentamente, como en un ruego-, no te interpongas en mi camino. Su voz se había vuelto de pronto sombría, profunda, irreconocible. El pelirrojo se sintió turbado y preguntó con suavidad:

– ¿Qué camino? -Esperó. Miraba al joven con emoción. Toda la luz caía ahora sobre su rostro y su torso delgado, de huesos finos. Los labios continuaban apretados, como si se esforzaran por contener un gran grito.

El pelirrojo lo vio frágil y pálido y su corazón violento se encogió. Día tras día sus mejillas se hundían, se consumían. ¿Cuánto hacía que no le veía? Sólo unos pocos días. Había partido para realizar su gira habitual por las aldeas que rodean a Genezaret; era herrero, construía palas, rejas de arados, hoces, herraba los caballos, y se había apresurado a volver a Nazaret porque se enteró de la noticia: iban a crucificar al zelote. ¡En qué estado había dejado a su viejo amigo y en qué estado lo encontraba! ¡Cómo se habían agrandado sus ojos, cómo se habían; sumido sus sienes! ¿Y qué era esa terrible amargura que aparecía en las comisuras de su boca?

– ¿Qué te ocurre? ¿Por qué te consumes? ¿Quién te atormenta?

El joven sonrió débilmente. Iba a responder: «Dios», pero se contuvo. Ese era el gran grito que guardaba en sí, y no quería dejarlo escapar.

– Lucho -respondió.

– ¿Con quién?

– No sé; lucho.

El pelirrojo hundió su mirada en los ojos del joven; los interrogaba, les suplicaba, los amenazaba, pero aquellos ojos de azabache, inconsolables, desbordantes de terror, no respondían.

De repente el espíritu de Judas vaciló. Mientras se inclinaba sobre los ojos sombríos y mudos le pareció ver árboles en flor, aguas azuladas, una multitud de hombres y, en el medio, tras los árboles en flor, las aguas y los hombres, abarcando todo el iris, una gran cruz negra.

Abrió desmesuradamente los ojos, se irguió con brusquedad y quiso hablar, preguntar: «¿No serás tú… tú…?» Pero sus labios no se movían. Quiso estrechar al joven, besarlo, pero sus brazos se habían petrificado en el aire.

Y entonces, cuando el joven lo vio con los brazos abiertos, con los cabellos rojos de punta, con los ojos desmesuradamente abiertos, lanzó un grito. El sueño aterrador de la noche surgió desde el fondo de su espíritu. Aquella turba, aquellos enanos, aquellas herramientas de crucifixión, los gritos: «¡Caed sobre él, compañeros!», surgieron desde el fondo de su espíritu y ahora reconocía al jefe de la banda, al pelirrojo: era el herrero Judas, que se arrojaba sobre él lanzando risotadas.

Los labios del pelirrojo se movieron. Balbuceó:

– ¿No serás tú… tú…?

– ¿Yo? ¿Quién?

El pelirrojo no respondió. Se mordía los bigotes y lo miraba. Una mitad de su rostro estaba de nuevo radiante y la otra hundida en las tinieblas. Veía ante él los signos y los prodigios que rodearon al joven desde su nacimiento, y aun desde antes… El bastón de José, el único bastón de futuros esposos que había florecido. El rabino le había dado a la más hermosa entre las hermosas, a María, que estaba consagrada a Dios. Más tarde, el rayo que había caído la noche de bodas y que había dejado paralítico al recién casado antes de que tocara a. su mujer. Y más tarde, según se decía, la casada había aspirado el perfume de una azucena blanca y su vientre había concebido un hijo. Y el sueño que, al parecer, había tenido la noche en que dio a luz; había visto abrirse los cielos, descender de ellos a los ángeles para colocarse en fila, como aves, en los bordes del humilde techo de su casa, para hacer allí su nido y cantar mientras unos guardaban el umbral de la morada, otros entraban, encendían fuego, ponían agua a calentar para lavar al niño que iba a nacer, y otros preparaban caldo para dar a la parturienta…

El pelirrojo se acercó lenta y vacilantemente al joven y se inclinó sobre él. Su voz desbordaba ahora de emoción, de ruego y de miedo:

– ¿No serás tú… tú…? -volvió a preguntar sin atreverse a acabar la frase.

El joven se sobresaltó, enfurecido.

– ¿Yo? ¿Yo? -dijo lanzando una risa breve y sarcástica-. Pero, ¿acaso no me ves? No soy capaz de hablar, no tengo valor para ir a la sinagoga, apenas veo gente desaparezco, pisoteo sin pudor los mandamientos de Dios… Trabajo el sábado.

Recogió la cruz que había caído, la enderezó y tomó un ¡martillo.

– ¡Y ahora, mira, construyo cruces y crucifico! -dijo, y se esforzó una vez más por reír.

El pelirrojo no dijo nada. Lo poseía la cólera y abrió la puerta. Una nueva multitud avanzaba como una ola desde el fondo de la calle; viejas desgreñadas, ancianos inválidos, cojos, ciegos, leprosos, toda la hez de Nazaret se arrastraba sin aliento hacia la colina de la crucifixión. Se acercaba la hora fijada. «Ya es tiempo de que me ponga en camino -pensó el pelirrojo-, de que me mezcle con el pueblo, de que ataquemos todos juntos la prisión para liberar al zelote. Entonces veremos si es o no el Redentor.» Pero titubeaba. De repente un frío viento pasó sobre pi. Ño, el crucificado de hoy no sería tampoco Aquél que la raza de los hebreos esperaba desde hacía tantos siglos. «¡Mañana! ¡Mañana! ¡Mañana! ¿Cuánto hace que nos lo prometes, Dios de Abraham? ¡Mañana! ¡Mañana! ¡Mañana! Pero, ¿cuándo será? ¡Somos hombres y ya estamos cansados!»

Estaba gritando. Miró con cólera al joven que ponía clavos, llegado a la cruz: «¿Será éste, después de todo? -pensó al tiempo que lo recorría un estremecimiento-. ¿Será éste, el crucificador? Los caminos de Dios son tortuosos y oscuros. ¿Será éste?»

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