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– Me acuerdo…, me acuerdo…, me acuerdo -murmuraba Jesús y lanzaba de cuando en cuando una mirada furtiva al negrito, que escuchaba apoyado en el marco de la puerta.

– Luego comenzó a beber. Recorría las tabernas e iba también a la mía; bebía y se convertía en gallo y en puerco… Su mujer sintió asco de él y lo abandonó. Llegaron órdenes de Roma, destituyéndolo… ¿Me oyes, maestro Lázaro? ¿Por qué suspiras?

Jesús clavaba los ojos en el suelo y no respondía. El negrito fue a llenar el cuenco de Simón el cirenaico y, al entregárselo, le susurró al oído:

– ¡Cállate y vete!

Pero Simón se enfadó y repuso:

– ¿Por qué he de callarme? ¡En suma, ayer, al despuntar el día, encontraron a Pilatos crucificado en la cima del Gólgota!

Jesús sintió de pronto un dolor agudo en el costado izquierdo, como si recibiera allí un lanzazo. Las cuatro marcas azules de sus manos y sus pies se hincharon y enrojecieron.

María lo vio palidecer, se acercó a él y le acarició las rodillas.

– Amado -dijo-, estás fatigado. Ve a echarte en el lecho.

El sol se había puesto y se levantó una fresca brisa. Simón ya estaba completamente ebrio y se durmió. El negrito lo despertó cogiéndolo bruscamente del brazo y lo empujó fuera de la aldea.

– ¡Deliras! -le dijo, colérico-. ¡Vete! -y le señaló el camino que llevaba a Jerusalén.

El negrito volvió a la casa, inquieto.

Jesús, acostado en el taller, clavaba los ojos en la claraboya. Marta preparaba la comida y María daba el pecho al más chiquitín de sus hijos y miraba en silencio a Jesús. Cuando el negrito entró, sus ojos aún refulgían de cólera.

– Se fue -dijo-. Estaba completamente ebrio y ya no sabía lo que decía.

Jesús se volvió y lo miró con angustia. Se mordió los labios: tenía miedo de hablar. Dirigió luego una mirada suplicante al negrito, como para pedirle ayuda. Pero éste se llevó un dedo a * los labios y le sonrió:

– Duerme -dijo-, duerme Jesús cerró los ojos, relajó la boca contraída, se borraron las arrugas de su frente y se durmió. Cuando se despertó al alba se sintió feliz y aliviado, como si acabara de escapar a un gran peligro. El negrito se había despertado antes que él y limpiaba ya el taller, riendo por lo bajo.

– ¿Por qué ríes? -le preguntó Jesús, guiñándole un ojo.

– Me río de los seres humanos, Jesús de Nazaret -respondió en voz baja para que no lo oyeran las mujeres-. ¡Qué terrores ha de padecer vuestro pobre espíritu a cada instante! ¡A vuestra izquierda se abre un abismo, a vuestra derecha otro, al igual que a vuestras espaldas, y adelante sólo hay una cuerda tendida sobre el abismo!

– Por un instante -dijo Jesús, riendo a su vez-, mi espíritu se tambaleó sobre la cuerda y creo que poco faltó para que cayera al abismo. ¡Pero salí del paso!

Entraron las mujeres y la conversación abordó otros temas. Encendióse el fuego en el hogar y pronto un tropel de niños se precipitó en el patio entre estallidos de risa y se puso a jugar a la gallinita ciega.

– María -dijo Jesús riendo-, ¿cuántos hijos tenemos? Mira, Marta, ya llenan todo el patio. Tendremos que ampliar la casa o dejar de tener hijos.

– Habrá que ampliar la casa -respondió Marta.

– Pronto escalarán los muros y los árboles del patio como ardillas. Hemos declarado la guerra a la muerte, María. Benditas sean las entrañas de la mujer. Están repletas de huevos, como las de los peces, y cada huevo es un hombre. La muerte no se saldrá con la suya.

– A ti debemos, amado, el que la muerte no se salga con la suya -respondo María.

Jesús estaba de buen humor y quería hacerle rabiar un poco. Además, aquel día, María, que acababa de despertarse y se peinaba ante él, le agradaba mucho.

– María -le dijo-, ¿no piensas nunca en la muerte, no invocas la misericordia de Dios, no te preocupas por lo que serás en el otro mundo?

María sacudió los largos cabellos risueñamente y dijo:

– Esas son preocupaciones de hombre. No, no invoco la misericordia de Dios. Invoco la del hombre. No golpeo a la puerta de Dios para mendigar las alegrías eternas del Paraíso. Abrazo al hombre que amo y no quiero otro Paraíso. Las alegrías eternas son para los hombres.

– ¿Las alegrías eternas son para los hombres? -dijo Jesús, acariciando el hombro desnudo de María-. Amada mía, la tierra es estrecha. ¿Cómo puedes encerrarte en ella y no desear evadirte?

– La mujer sólo es feliz dentro de ciertas fronteras, y tú lo sabes muy bien, maestro. La mujer es una cisterna; no una fuente.

Marta entró corriendo y dijo:

– Alguien busca nuestra casa… Ya llega. Es un hombre rechoncho con un cráneo tan liso como un huevo. Viene hacia aquí a paso rápido.

El negrito entró a su vez, sin aliento:

– No me agrada su apariencia y le cerraré la puerta en las narices. Me parece que éste también* viene a turbar nuestra tranquilidad.

Jesús lanzó una mirada furtiva al negrito y le preguntó:

– ¿De qué tienes miedo? ¿Quién es él para que te inspire temor? Abre la puerta.

El negrito le guiñó el ojo y le dijo en voz baja:

– ¡Échale!

– ¿Por qué? ¿Quién es?

– ¡Échale -repitió el negrito-, y no hagas preguntas!

Jesús se enfadó:

– ¿No soy libre? ¿Acaso no hago lo que quiero? ¡Abre la puerta!

En la calle resonaron pisadas que se detuvieron frente a la puerta. Golpearon.

– ¿Quién es? -preguntó Jesús, saliendo al patio.

– ¡Un enviado de Dios! ¡Abrid! -dijo una vocecilla cascada.

Abrióse la puerta; en el umbral estaba un hombrecito rechoncho y calvo, pero aún joven. Sus ojos despedían llamas. Las dos mujeres, que habían corrido a ver al visitante, retrocedieron.

– ¡Regocijaos, hermanos! -dijo el visitante abriendo los brazos-. ¡Os traigo la Buena Nueva!

Jesús lo miraba, procurando recordar dónde le había visto antes; un escalofrío recorrió todo su cuerpo.

– ¿Quién eres? Me parece que te he visto en alguna parte. ¿En el palacio de Caifas? ¿En una crucifixión?

El negrito, hecho un ovillo en un rincón del patio, soltó una risita y dijo:

– ¡Pero si es Saúl!… ¡Saúl, el bebedor de sangre humana!

– ¿Eres Saúl? -dijo Jesús, horrorizado.

– Fui el sanguinario Saúl, pero ya no lo soy. Vi la verdadera luz; soy Pablo. ¡Alabado sea Dios! Me salvé y me puse en camino para salvar el mundo, para salvar no sólo a Judea, no sólo a Palestina, sino a toda la tierra. La Buena Nueva que llevo conmigo ansia mares, ciudades lejanas, un gran espacio. No muevas la cabeza, maestro Lázaro; no sonrías, no te burles. ¡Salvaré el mundo!

– Yo he vuelto del viaje que tú emprendes ahora, hijo mío -respondió Jesús-. Me acuerdo que cuando era joven como tú me puse en camino para salvar el mundo. Eso quiere decir ser joven: ¡salvar el mundo! Marchaba descalzo, cubierto de harapos, llevaba a modo de ceñidor una correa provista de clavos, como los antiguos profetas, y exclamaba: «¡Amor! ¡Amor!», y muchas cosas por el estilo de las que no quiero ya acordarme. Me recibieron con tomates, me molieron a palos y poco faltó para que me crucificaran. ¡Lo mismo te ocurrirá a ti, hijo mío!

Llevado por el calor de la conversación, había olvidado que desempeñaba el papel de maestro Lázaro y había descubierto su secreto a un extranjero.

El negrito se asustó e intervino para desviar la conversación.

– No le hables, patrón; deja que yo le hable, pues debo decirle algo.

Se volvió hacia el extranjero y le dijo:

– ¿No eres tú, maldito, quien mató injustamente a María de Magdala? Tus manos están aún cubiertas de sangre. Sal de esta casa respetable.

– ¿Eres tú? ¿Tú?… -dijo Jesús, estremeciéndose.

– Sí, soy yo -respondió Pablo, con un suspiro profundo-. Me golpeo el pecho, me rasgo las vestiduras y grito: «¡Soy culpable! ¡Soy culpable!» Había recibido la orden escrita de matar a aquellos que violaran la Ley de Moisés y maté a cuantos pude. Luego me puse en marcha hacia Damasco. Entonces un relámpago cayó súbitamente sobre mí y me arrojó en tierra. El resplandor demasiado violento me había cegado y ya no veía. Oía sobre mi cabeza una voz llena de reproches: «¡Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues? ¿Qué te he hecho yo?!» «¿Quién eres, Señor?», grité. «Soy Jesús, el que tú persigues. Levántate, entra en Damasco y allí mis fieles te dirán qué debes hacer.» Me puse en pie de un salto; temblaba y mis ojos estaban abiertos, pero no veían. Mis compañeros me tomaron de la mano y me hicieron entrar en Damasco. En la casa en que paré se presentó un discípulo de Jesús, Ananías, ¡bendito sea! Posó la mano sobre mi cabeza y rezó una oración: «¡Cristo, dale tu luz para que recorra toda la tierra anunciando la Buena Nueva!» Apenas hubo pronunciado estas palabras, las escamas cayeron de mis ojos, vi la luz y me hice bautizar. Por el bautismo me convertí en Pablo, apóstol de las Naciones. Predico en la tierra y en el mar la Buena Nueva. ¿Por qué abres desmesuradamente los ojos, maestro Lázaro? ¿Por qué me miras de ese modo?. ¿Por qué te has turbado?

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