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– ¿Entonces debemos ser esclavos? -rugió Melquisedec-. ¿Por qué Dios le dio al hombre una cabeza? Sin duda para alzarla contra los tiranos. ¡Eso es lo que te respondo!

– Ancianos, callad para que escuchemos cómo se produjo la desgracia -dijo el ciego, irritado-. ¡Habla, Lázaro, hijo mío!

– Iba a hacerme bautizar para ver si así recobraba la salud -comenzó Lázaro-. En los últimos tiempos no me siento bien y voy empeorando; sufro vértigos, mis ojos comienzan a hincharse, y mis riñones…

– Bien, bien; eso ya lo sabemos -le interrumpió el ciego-. ¿Qué más?

– Llegué al Jordán, bajo el puente donde la gente se reúne para el bautismo. Oí gritos y sollozos y me dije: los hombres deben confesar sus pecados y lloran. Avancé, llegué, ¿y qué veo? Hombres y mujeres habían caído boca abajo en el fango del río y se lamentaban… Pregunto: «¿Qué ocurre, hermanos? ¿Por qué lloráis?» «¡Mataron al Profeta!» «¿Quién?» «¡Herodes, el criminal sin fe ni ley!» «¿Cómo? ¿Cuándo?» «Se había emborrachado y su hijastra Salomé bailó desnuda, la impúdica, ante él, y su belleza extravió el cerebro del lascivo. "¿Qué quieres que te dé? -le dijo sentándola sobre sus rodillas-. ¿La mitad de mi reino?" "No." "¿Qué quieres entonces?" "La cabeza de Juan Bautista" "¡Tómala!", le respondió y se la presentó en una bandeja de plata.»

Lázaro dejó de hablar y volvió a desplomarse. Todo el mundo callaba. La lámpara crepitó y vaciló, a punto de extinguirse. Marta se levantó, la llenó de aceite y la llama se reavivó.

– Llega el fin del mundo… -repitió el anciano Melquisedec, cogiéndose la barba, después de un largo silencio durante el cual había sopesado el mundo y reflexionado sobre los crímenes y las infamias. Cada día venían noticias de Jerusalén: los idólatras mancillaban el santo Templo, los sacerdotes degollaban todas las mañanas un toro y dos corderos en sacrificio al emperador maldito y ateo de Roma y no al Dios de Israel; los ricos abrían sus puertas de mañana, veían en los umbrales a los hombres que habían muerto de hambre durante la noche, recogían sus vestiduras de seda para pasar sobre los cadáveres e iban a pasearse bajo las arcadas que rodean el Templo… El viejo Melquisedec había pesado todo aquello y había pronunciado su sentencia: llega el fin del mundo. Se volvió hacia Jesús y le preguntó-: Y tú, ¿qué opinas?

– Vengo del desierto -respondió Jesús, cuya voz se había vuelto repentinamente muy grave; todo el mundo se volvió para mirarlo-; vengo del desierto y he visto tres ángeles que partieron del cielo para abatirse sobre la tierra; los vi con mis propios ojos; aparecieron en el extremo del cielo…, ¡y ya llegan! El primero es la Lepra; el segundo, la Locura, y el tercero, el más caritativo, es el Fuego. Fue entonces que oí un grito: «Hijo del carpintero, fabrica un arca y haz entrar en ella a todos los justos que encuentres. Apresúrate. Ha llegado el día del Señor, mi día. Ya llego.»

Los tres ancianos lanzaron un grito. Los hombres se levantaron haciendo rechinar los dientes. Las mujeres, enloquecidas, se precipitaron todas juntas hacia la puerta. Marta y María fueron a colocarse a uno y otro lado de Jesús, como para pedirle su protección. ¿No había jurado que las recogería en su Arca? Había llegado la hora.

El viejo Melquisedec se enjugó el sudor que bañaba sus blancas sienes y exclamó:

– ¡Este forastero dice la verdad, la verdad! Oíd, hermanos, este milagro: cuando me levanté esta mañana abrí, según es mi costumbre, las Santas Escrituras y di con las palabras del profeta Joel: «¡Tocad el cuerno en Sión, clamad en mi monte santo! ¡Tiemblen todos los habitantes del país, porque llega el Día de Yahveh, porque está cerca! ¡Día de tinieblas y de oscuridad, día de nublado y densa niebla! Como la aurora sobre los montes se despliega un pueblo numeroso y fuerte, como jamás hubo otro, ni lo habrá después de él en años de generación en generación. Delante de él devora el fuego, detrás de él la llama abrasa. Como, un jardín en Edén era delante de él la tierra, detrás de él, un desierto desolado. ¡No hay escape ante él! Aspecto de corceles es su aspecto, como jinetes, así corren. Como estrépito de carros, por las cimas de los montes saltan, como el crepitar de la llama de fuego que devora hojarasca… porque es grande el Día de Yahveh, y muy terrible: ¿quién lo soportará? Leí esta nueva terrible dos o tres veces y comencé a salmodiarla, descalzo, en mi corazón. Luego hundí el rostro en tierra y exclamé: «Si debes venir pronto, Señor, envíame una señal. Para que pueda prepararme, apiadarme de los pobres, abrir mis despensas, expiar mis pecados… ¡Envíame un relámpago, una llamada, un hombre que me lo diga para que tenga tiempo!»

Se volvió hacia Jesús y dijo:

– Tú eres la señal. Dios te envía. ¿Tendré tiempo? ¿Cuándo va a abrirse el cielo, hijo mío?

– Cada segundo que transcurre, anciano -respondió Jesús-, hay un cielo pronto a abrirse. A cada instante la Lepra, la Locura y el Fuego avanzan un paso y se acercan. Sus alas tocan ya mi cabellera.

Lázaro abrió desmesuradamente los ojos verdes y sin brillo y miró a Jesús. Avanzó hacia él vacilantemente y le preguntó: -¿Eres Jesús de Nazaret? Se dice que en el momento en que el verdugo cogía el hacha para cortar la cabeza del Bautista, el profeta extendió la mano hacia el desierto, exclamando: «Jesús de Nazaret, abandona el desierto y sal al encuentro de los hombres! ¡Ven! ¡El mundo no ha de quedarse solo!» Si tú eres Jesús de Nazaret, bendita sea la tierra que pisas. Mi casa ha sido santificada, fui bautizado y he curado. ¡Caigo a tus pies para adorarte!

Se agachó para besar los pies cubiertos de heridas de Jesús.

Pero el astuto Samuel no tardó en recobrar el aplomo. Por unos instantes su cerebro se había turbado, pero rápidamente se repuso. «Descubrimos en los profetas -pensaba- lo que deseamos descubrir. En una columna Dios desencadena su ira contra su pueblo y alza el puño para aplastarlo. En la columna de enfrente es todo azúcar y miel. Descubrimos la profecía que más conviene al estado de ánimo en que nos despertamos. Así que no hay que preocuparse…» Meneó su cabeza caballuna y rió a escondidas, protegido por la barba. Pero no despegó los labios. «Dejemos que el pueblo tenga miedo, eso les viene bien. De no ser por el miedo, nos veríamos en aprietos, porque los pobres son más numerosos y fuertes que nosotros.»

Guardaba silencio y miraba con menosprecio a Lázaro, que besaba los pies del visitante y le decía:

– Si los galileos, los que conocí en el Jordán, son tus discípulos, rabí, me han dado un mensaje para ti, por si te encontraba. Abandonarán la orilla del Jordán y te esperarán en Jerusalén, en la puerta de David, en la taberna de Simón, el cirenaico. El asesinato del Profeta les ha asustado y van a ocultarse. Ha comenzado la persecución.

Mientras tanto, las mujeres tiraban de los vestidos de sus maridos para que se fueran con ellas. Habían comprendido bien a aquel forastero: tenía ojos de víbora y cuando miraba, el espíritu se extraviaba; cuando hablaba, el mundo se desploma!». ¡Había que partir!

El ciego se apiadó de aquellos hombres y les dijo:

– ¡Valor, hijos míos! Oigo cosas graves, pero no tengáis miedo. Todo se solucionará sin violencia, ya lo veréis. El mundo es sólido y está bien asentado. Durará tanto como Dios. No escuchéis a los que tienen los ojos abiertos; escuchadme a mí. Soy ciego y por eso veo mejor que todos vosotros. La tribu de Israel es inmortal y selló un pacto con Dios. Dios puso en él su rúbrica y nos ha hecho don de la tierra entera. ¡No tengáis miedo! Ya es cerca de medianoche… ¡Vayámonos a dormir!

Extendió su bastón delante de él y se dirigió hacia la puerta.

Los tres ancianos abrieron la marcha, seguidos primero por los hombres y luego por las mujeres, y la casa se vació en seguida.

Las dos hermanas tendieron la cama del visitante en el estrado de madera. María sacó de su baúl las sábanas de lino y de seda que guardaba para su boda, y Marta llevó el edredón de seda y de plumas que guardaba desde hacía tantos años en su cofre, esperando la noche largamente deseada en que habría* de cubrirse con él junto a su marido. También llevó hierbas aromáticas, albahaca y menta, y las esparció sobre la almohada de Jesús.

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