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El tiempo era ahora breve como el latido de un corazón y grande como la muerte. Ya no sentía hambre ni sed, ya no deseaba tener una mujer e hijos, y toda su alma se había agolpado en sus ojos. Veía, eso era todo, veía. A veces, en pleno mediodía, sus ojos se velaban, el mundo desaparecía y unas fauces gigantescas se abrían ante él: la quijada inferior era la tierra y la superior el cielo, y Jesús avanzaba arrastrándose, hacia la bocaza abierta, temblando y con el cuello alargado Pasaban los días y las noches como relámpagos blancos y negros. En cierta ocasión, se acercó un león a medianoche, se detuvo ante él y sacudió fieramente la melena. Y oyó su voz, como si fuera una voz humana:

– Acojo con alegría en mi antro al asceta victorioso que triunfó de las pequeñas virtudes, de las pequeñas alegrías y de la felicidad, ¡y lo saludo! No amamos las empresas fáciles y seguras; sólo despiertan nuestro interés las cosas difíciles. Magdalena es demasiado insignificante para ser nuestra mujer porque queremos casarnos con la Tierra. La joven esposa ha suspirado, Novio, el cielo encendió sus lámparas y ya llegaron los invitados. Partamos.

– ¿Quién eres?

– Tú. El león que siente hambre en el fondo de tu corazón y de tus entrañas, que ronda de noche en torno de los rediles, en torno de los reinos del mundo y que vacila en saltar sobre ellos para devorarlos. Salto de Babilonia a Jerusalén y a Alejandría, de Alejandría a Roma y grito: «¡Tengo hambre y todo me pertenece!» Despunta el día y vuelvo a meterme en tu pecho, me acurruco allí y me convierto, yo, el terrible león, en cordero. Aparento ser un humilde asceta que nada desea, a quien bastan para vivir un grano de trigo, un sorbo de agua y un Dios cándido y benevolente a quien llama Padre para ablandarlo. Pero mi corazón se enfurece secretamente, se siente humillado y yo espero febrilmente la noche para quitarme la piel de oveja y para volver a rondar, a rugir y a posar mis cuatro patas sobre Babilonia, Jerusalén, Alejandría y Roma.

– No te conozco. Jamás deseé los reinos del mundo. Me basta el reino de los cielos.

– No te basta; te engañas, compañero; no te basta. Pero no te atreves a mirar dentro de ti, a mirar tus entrañas y tu corazón, donde me verías… ¿Por qué me miras con ojos recelosos, por qué tu corazón es desconfiado? ¿Crees que soy una tentación y que me envió el Maligno para perderte? Ermitaño insensato, ¿acaso puede tener alguna fuerza la tentación que viene de afuera? Sólo puede vencerse la fortaleza desde su interior. Soy la voz que asciende desde lo más profundo de ti mismo, soy el león que está en ti. Te envolviste en una piel de oveja para que los hombres confiaran en ti, se acercaran y tú pudieras devorarlos. Recuerda que cuando eras niño una maga caldea leyó en tu mano. Te dijo: «¡Veo muchas estrellas, muchas cruces; serás rey!” ¿Por qué simulas olvidarlo? Lo recuerdas día y noche. ¡Levántate, hijo de David; entra en tu reino!

Jesús lo escuchaba con la cabeza gacha. Poco a poco reconoció la voz; recordó haberla oído a veces en sueños; por ejemplo, un día en que Judas le había pegado cuando era niño, y también en otra ocasión cuando había abandonado su casa y había vagado durante días y noches por los campos, atormentado por el hambre, y había vuelto humillado a su casa. Sus dos hermanos, el cojo Simón y el devoto Santiago, estaban en el umbral y le habían insultado. Aquel día había oído verdaderamente en él el rugido del león… Y recientemente, cuando cargaba la cruz para la crucifixión del zelote y pasaba entre una multitud excitada que lo miraba con menosprecio y lo abucheaba, el león había vuelto a saltar en él con tanta fuerza que había terminado arrojándolo por tierra.

Y allí, en aquella noche solitaria, he ahí que aparecía y se alzaba ante él el león interior, rugiendo. Le rozaba, desaparecía para volver a aparecer como si entrara en el fono de sí mismo y saliera de él y le diera golpecitos con la cola, acariciadores, juguetones… Jesús sentía que su corazón se irritaba cada vez más. «Es cierto, el león tiene razón. Basta ya. Estoy harto de sentir hambre, de desear, de aparentar humildad, de ofrecer la otra mejilla para que me abofeteen; estoy harto de halagar a Dios, el devorador de hombres, y de llamarle Padre para ablandarle; de que me insulten mis hermanos, de ver llorar a mi madre y ver reír a los hombres cuando paso, de andar descalzo, de cruzar el mercado, de contemplar los dátiles, la miel, el vino, las mujeres sin poder comprar nada. Y de ser audaz sólo en sueños, de esperar que el sueño me lleve todo aquello, ¡de saborear y estrechar el vacío! Estoy harto. ¡Me levantaré, ceñiré la espada que he heredado -¿acaso no soy hijo de David?- y entraré en mi reino! El león tiene razón. ¡No me interesan las ideas, las nubes ni los reinos de los cielos! ¡Mi reino está en las piedras, en la tierra y en la carne!»

Se puso en pie. ¿De dónde sacó fuerzas para levantarse y para hacer ademán, durante un buen rato, de ceñirse una espada invisible, al tiempo que rugía como un león? Se ajustó el ceñidor y gritó: «¡En marcha!» Se volvió; el león había desaparecido. Oyó sobre él una risa que conmovía el aire y una voz que decía: «¡Mira!» Un relámpago rasgó la noche y quedó suspendido en el firmamento. Bajo el relámpago inmóvil había ciudades fortificadas, casas, calles, plazas, hombres; y a los costados, llanuras, montañas, el mar. A la derecha se extendía Babilonia; a la izquierda, Jerusalén y Alejandría, y del otro lado del mar, Roma. Volvió a oír la voz: «¡Mira!»

Levantó los ojos. Un ángel de alas amarillas se abatió de cabeza desde el cielo. Jesús oyó un lamento; en los cuatro reinos los hombres alzaban las manos al cielo y las manos caían roídas por la lepra. Abrían la boca para gritar: «¡Socorro!», y los labios caían roídos por la lepra. Las calles se llenaron de manos, de narices y de labios.

Cuando Jesús tendía los brazos y se disponía a gritar a Dios: «¡Apiádate de los hombres!», un segundo ángel de alas abigarradas y que llevaba cascabeles en los tobillos y en el cuello se abatió de cabeza desde lo alto del cielo. Bruscamente estallaron risas y risotadas en toda la superficie de la tierra; los leprosos corrían, enloquecidos, y lo que quedaba de sus cuerpos reventaba de risa.

Jesús se tapó los oídos para no oír; temblaba. Entonces un tercer ángel, de alas rojas, cayó del cielo como un meteoro. Eleváronse cuatro hogueras, cuatro columnas de humo que envolvieron las estrellas. Sopló una leve brisa, el humo se dispersó y Jesús miró: los cuatro reinos eran cuatro puñados de cenizas.

Volvió a oír la voz: «He ahí los reinos de la tierra que te dispones a conquistar, desgraciado. Has visto a mis tres ángeles amados: la Lepra, la Locura y el Fuego. ¡Ha llegado el día del Señor, mi día!», rugió la voz, y el relámpago desapareció.

Al alba, Jesús había descendido de la piedra y conservaba el rostro hundido en la arena. Debía haber llorado mucho durante la noche, pues sus ojos estaban hinchados y le ardían. Miró a su alrededor… ¿Era acaso aquella extensión infinita de arena su alma? La arena ondulaba, se animaba. Oía gritos penetrantes, risas zumbonas, sollozos. Animalejos de los bosques, especies de liebres, de ardillas, de garduñas, avanzaban a saltos hacia él. Todos tenían ojos rojos semejantes a rubíes. «Llega la locura -pensó-, llega la locura para devorarme…» Lanzó un grito y los animales desaparecieron. Un arcángel, que llevaba una media luna colgada del cuello y una estrella alegre entre las cejas, se irguió ante él y desplegó sus alas verdes.

– Arcángel -murmuró Jesús y se tapó los ojos con la mano para no deslumbrarse.

– El arcángel plegó las alas y sonrió:

– ¿No me reconoces? -dijo-. ¿No te acuerdas de mí?

– ¡No! ¡No! ¿Quién eres? Aléjate, arcángel; me deslumbras.

– Recuerda que cuando eras niño y aún no sabías andar, te colgabas de la puerta de tu casa, del vestido de tu madre, para no caer y gritabas en el fondo de ti mismo, gritabas con todas las fuerzas de tu alma: «¡Dios mío, hazme Dios! ¡Dios mío, hazme Dios! ¡Dios mío, hazme Dios!»

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