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– Me conducirás al dulce pecado y al Infierno. No te seguiré. Otro es mi camino.

Crepitó una risita burlona y los dientes afilados, venenosos, aparecieron:

– ¿Quieres seguir las huellas de Dios, las huellas del águila, gusano de la tierra? ¿Quieres cargar, tú que no eres más que el hijo del carpintero, con los pecados de todo un pueblo? ¿Acaso no te bastan tus propios pecados? ¡Qué desvergüenza creer que tienes la obligación de salvar al mundo!

«Tiene razón… Tiene razón… -pensó el ermitaño temblando-. ¡Qué desvergüenza querer salvar al mundo!

– Debo revelarte un secreto, amado hijo de María… -la serpiente dulcificó la voz y sus ojos centellearon.

Bajó de la piedra deslizándose como una corriente de agua y comenzó, tornasolada, a reptar y acercarse. Llegó a los pies del ermitaño, se subió a sus rodillas, se arrolló allí, tomó impulso, se arrastró sobre sus muslos, sobre sus caderas, sobre su pecho y fue a apoyarse contra su hombro. A pesar suyo, el ermitaño se inclinó para escucharla. La serpiente comenzó a lamer la oreja de Jesús, quien oyó su voz hechicera, muy remota, como si llegara desde Galilea, desde las orillas del lago de Genezaret:

– Magdalena… Magdalena… Magdalena…

– ¿Qué? -dijo Jesús, estremeciéndose-. ¿Qué pasa con Magdalena?

– …¡A ella debes salvar! -silbó la serpiente en tono súbitamente imperioso-. A ella, a Magdalena, debes salvar y no a la Tierra, olvídate de la Tierra.

Jesús sacudió nerviosamente la cabeza para apartar a la serpiente, pero ésta agitaba su lengua en su oído y le hablaba:

– Su cuerpo es hermoso, tibio, hábil. Todas las naciones pasaron sobre él, pero Dios te lo ha destinado desde tu infancia. ¡Tómalo! Dios ha hecho al hombre y a la mujer para que encajen como la llave y la cerradura. ¡Ábrela! En ella están tus hijos, entumecidos, hechos un ovillo; esperan que tú soples sobre ellos para tener calor, levantarse y salir, para caminar bajo el sol… ¿Oyes lo que te digo? Eleva los ojos y hazme una señal. Hazme una señal, amado mío, y al instante te traeré a tu mujer, en un lecho fresco.

– ¿Mi mujer?

– Tu mujer. Del mismo modo yo, dice Dios, desposé a la prostituta Jerusalén. Las naciones pasaron sobre ella, pero yo la desposé para salvarla. Del mismo modo el profeta Oseas desposó a la prostituta Gomer, hija de Diblaim. Y así Dios te ordena que duermas con María Magdalena, que tengas hijos con ella, que es tu mujer, para salvarla.

La serpiente había apoyado ahora su pecho duro, fresco y redondo sobre el pecho de Jesús. Se arrastraba lentamente, enroscándose, y lo enlazaba. Jesús palideció, cerró los ojos y vio el cuerpo firme y cimbreante de Magdalena, que caminaba balanceándose indolentemente por la orilla del lago de Genezaret, mirando a lo lejos, hacia el Jordán, y suspirando. Magdalena extendió los brazos… ¡lo buscaba a él! Su seno estaba lleno de niños, los suyos. El no tenía más que hacerle una seña para ser feliz. ¡Cómo cambiaría su vida, cómo se dulcificaría y humanizaría! ¡Aquél era el camino! Volvería a Nazaret, a casa de su madre, se reconciliaría con sus hermanos… Aquello de querer salvar el mundo y morir por el hombre no eran más que locuras de juventud, pero felizmente Magdalena había aparecido. El se había curado, había vuelto a su taller, trabajaba en su querido oficio, fabricaba de nuevo cunas, alcancías, carretas, tenía hijos y se había convertido en un hombre como los demás. Había ordenado su vida. Los campesinos lo respetaban y se levantaban cuando él pasaba; trabajaba toda la semana y los sábados iba a la sinagoga con vestiduras limpias, de lino y de seda, que le había tejido su mujer, Magdalena, adornado con un fino pañuelo de cabeza y el anillo de oro de casado en el dedo… Tenía una silla en el coro de los ancianos de la aldea y estaba sentado y escuchaba, apacible e indiferente, a los escribas y los fariseos que excitados y medio locos, sudaban sangre y agua para explicar las Santas Escrituras… Sonreía disimuladamente y los miraba con conmiseración: ¡cómo se equivocaban aquellos eruditos! En cambió él, con toda calma y seguridad, explicaba las Santas Escrituras casándose, teniendo hijos, fabricando cunas, alcancías, carretas…

Abrió los ojos y vio el desierto. ¡Qué rápido había pasado el día! El sol se inclinaba hacia el poniente. Pegada contra su pecho, la serpiente esperaba. Emitía un silbido calmo, hechicero, como quejumbroso; una canción de cuna se desgranaba en el aire del crepúsculo y todo el desierto ondulaba y lo mecía como una madre.

– Espero… espero… -decía el silbido hechicero de la serpiente-. Llega la noche y tengo frío. Decídete, hazme una señal y una puerta se abrirá y tú entrarás en el Paraíso… Decídete, amado mío. Magdalena espera…

Los músculos del ermitaño se paralizaron. Estaba a punto de abrir la boca para asentir cuando sintió que sobre él había alguien que lo observaba; levantó la cabeza, espantado, y vio en el aire dos ojos, dos ojos completamente negros y dos cejas blancas que le hacían señas: «¡No! ¡No! ¡No!» Oprimióse el corazón de Jesús y miró una vez más, suplicante, como si quisiera gritar: «¡Déjame actuar según mis deseos! ¡Dame permiso y no te encolerices!» Pero los ojos se habían vuelto feroces y las cejas se agitaban, amenazantes.

– ¡No! ¡No! ¡No! -aulló Jesús, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.

Con un brusco movimiento la serpiente se separó de él, se retorció y reventó con sordo estrépito; quedó flotando en el aire un olor pestilente.

Jesús hundió el rostro en tierra y sus labios, sus fosas nasales y sus párpados se llenaron de arena. No pensaba en nada; había olvidado que sentía hambre y sed y lloraba. Lloraba como si su mujer y todos sus hijos hubieran muerto, como si toda su vida hubiese quedado destruida.

– ¡Señor, Señor! -murmuró mordiendo la arena-. ¿No te apiadas de mí, Padre? ¡Hágase tu voluntad! ¿Cuántas veces te lo dije y cuántas habré de repetírtelo? Toda mi vida lucharé, opondré resistencia y diré: ¡hágase tu voluntad!

Y se durmió, murmurando y tragando arena. Apenas se cerraron los ojos de su cuerpo, se abrieron los de su espíritu.

Vio el espectro de una serpiente, gruesa como el cuerpo de un hombre que se extendía de uno a otro extremo de la noche, estaba acostada en la arena y había abierto, muy cerca de Jesús, su enorme boca escarlata. Ante aquellas fauces una perdiz tornasolada se estremecía temblorosamente e intentaba en vano abrir las alas para escapar. Avanzaba a trompicones, con las plumas erizadas por el miedo, y lanzaba grititos agudos… La serpiente había clavado sus ojos en ella; permanecía inmóvil y con las fauces abiertas, aparentemente sin prisas. Estaba segura de sí misma. La perdiz avanzaba vacilante, cruzando las patas, en línea recta hacia las fauces abiertas. Jesús, de pie, miraba y temblaba como la perdiz… Al despuntar el día la perdiz había llegado ante la boca abierta; se debatió unos instantes, lanzó una rápida mirada a su alrededor como para pedir socorro… hasta qué bruscamente alargó el cuello y de un salto entró en las fauces de cabeza con las patas juntas. La boca se cerró y Jesús veía bajar a la perdiz hacia el vientre del dragón, suavemente, como una pelota de plumas, de carne y de patas color rubí Jesús se despertó sobresaltado, espantado. El desierto ondulaba, rosado. Nacía el día.

– Es Dios -murmuró temblando-, es Dios… Y la perdiz… Su voz se quebró. No tenía valor para articular su pensamiento hasta el fin, pero se dijo: «… Es el alma del hombre. La perdiz es el alma del hombre.»

Quedó anonadado durante horas enteras. El sol ascendía, calentaba la arena, traspasaba la carne de Jesús, entraba en su cabeza, secaba su cerebro, su garganta, su pecho. Sus entrañas pendían como los racimos secos que quedan en las vides en el otoño. La lengua se le había pegado al paladar, le caían jirones de la piel y por debajo apuntaban los huesos; la punta de sus dedos presentaba un color azul.

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