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Luego se había abismado en sus reflexiones. «No puedo decir nada -murmuró al fin-. Moriré sin ver. Poco importa, ése es mi destino; es duro y me agrada.» Oprimió la mano de Jesús y le dijo:

– Buena suerte. Habla con Dios en el desierto. Pero vuelve pronto; el mundo no ha de quedarse solo.

Jesús abrió los ojos. El Jordán, Juan Bautista, los bautizados, los camellos y la lamentación de los hombres se desvanecieron en el aire. Ante él se extendió el desierto. El sol estaba alto y quemaba. Las piedras despedían humo como panes y Jesús sentía que el hambre acuchillaba su vientre. «Tengo hambre -murmuró mirando las piedras-, ¡tengo hambre!» Se acordó del pan que les había dado la anciana samaritana; era sabroso, dulce como la miel. Recordó la miel que les daban en las aldeas por donde pasaban, las aceitunas partidas, los dátiles, la santa comida que habían tenido cuando sentados a orillas del lago de Genezaret bajaban de los morillos las parrillas donde se alineaban los olorosos pescados. Luego, los higos, las uvas, las granadas, se impusieron a su espíritu, y le atormentaron.

Su garganta se secó, agostada por la sed. ¡Cuántos ríos se deslizaban por el mundo, cuántos saltos de agua descendían de roca en roca! Corrían de un extremo a otro de la tierra de Israel para perderse en el Mar Muerto… ¡y él no tenía ni una sola gota para beber! Pensó en todas aquellas corrientes de agua y su sed se multiplicó. Su cabeza comenzó a dar vueltas, pestañeó varias veces y dos demonios malignos, semejantes a gazapos, surgieron de la arena ardiente, se apoyaron en sus patas traseras, danzaron, giraron, vieron al ermitaño, aullaron de alegría y se pusieron a patalear. Se fueron acercando a él y acabaron por subírsele a las rodillas y saltar a sus hombros. Uno de ellos era fresco como el agua, el otro tibio y fragante como el pan; cuando Jesús adelantó febrilmente la mano para cogerlos, dieron un salto y desaparecieron en el aire.

Cerró los ojos, volvió a concentrar sus pensamientos, que el hambre y la sed habían dispersado, pensó en Dios y no sintió ya hambre ni sed. Pensó en la redención del mundo. ¡Ah, si fuera posible que el día del Señor llegara por el amor! ¿Acaso Dios no es todopoderoso? ¿Por qué no obra un milagro, por qué no toca los corazones para que florezcan? Todos los años, por Pascua, toca las cepas, las hierbas y las espinas y las hace florecer. ¡Ah, si fuera posible que una mañana los hombres se despertaran con el corazón florecido!

Sonrió. El mundo había florecido en él; el rey incestuoso se había hecho bautizar, su alma se había purificado y había arrojado lejos de sí a su cuñada Herodías y ésta había vuelto al lado de su marido. Los sumos sacerdotes y los señores habían abierto sus despensas y sus cofres y habían distribuido sus bienes entre los pobres, y los pobres respiraban; habían arrojado de sus corazones el odio, los celos y el mielo… Jesús se miró las manos: el hacha que le había confiado el Precursor había florecido y empuñaba, ahora, una rama de almendro en flor.

El día había finalizado con aquella alegría. Se echó en la piedra y durmió. Durante toda la noche oyó en sueños el murmullo de corrientes de agua, danzas de gazapos, susurros extraños, y sentía como que unas narices húmedas lo absorbían aspirando… Hacia medianoche, un chacal hambriento -o al menos tal le pareció- se había acercado a él y lo olfateó para comprobar si estaba muerto; se detuvo un instante, indeciso, y Jesús, en sueños, tuvo piedad de él. Estuvo a punto de abrirse el pecho para darle de comer, pero enseguida se abstuvo de hacerlo. Conservaba su carne para los hombres.

Se despertó antes de que despuntara el día. Grandes estrellas entrelazaban sus orbes en el cielo y el aire era aterciopelado y azul. «En este momento se despiertan los gallos -pensó-, se despiertan las aldeas, los hombres abren los ojos y miran por el tragaluz las primeras claridades; los bebés se despiertan también, se echan a llorar y sus madres les dan el pecho…» El mundo se movió por un instante sobre la arena, con sus hombres, sus casas, sus gallos, sus niños y sus madres, un mundo hecho de aire y de frescura matinal. ¡Y ahora el sol iba a ascender para devorarlo!… Oprimióse el corazón del ermitaño. «¡Si pudiera -pensó- volver eterna esta frescura! Pero el pensamiento de Dios es un abismo y su amor es un terrible precipicio. Planta un mundo, lo destruye cuando está a punto de fructificar y luego planta otro. ¿Quién sabe? El amor acaso sea capaz de empuñar un hacha…» Recordó las palabras de Juan Bautista y se estremeció. Miró el desierto; se había vuelto salvaje, escarlata y se movía bajo el sol, que aquel día apareció colérico, ceñido de un halo de tempestad. El viento comenzó a soplar y a las narices de Jesús llegó un olor fétido a pez y azufre. Sintió que ascendían en su recuerdo, sumergidas en alquitrán, con sus palacios, sus teatros, sus tabernas y sus lupanares, Sodoma y Gomorra. «¡Ten piedad, Señor! -gritaba Abraham-. ¡No las quemes. Eres bueno, apiádate de tus criaturas!» «Soy justo -le había respondido Dios-. ¡Las quemaré!»

¿Era aquél, pues, el camino de Dios? En tal caso, resultaba impúdico que el corazón, ese puñado de barro frágil, se levantara y gritara: «¡Detente!» ¿Cuál es nuestro deber? Mirar el suelo, discernir en el suelo la huella de los pasos de Dios y seguirla. «Miro al suelo y percibo netamente en Sodoma y Gomorra la huella de los pasos de Dios. Todo el Mar Muerto es una huella de Dios. ¡Asentó la planta del pie y sepultó a Sodoma y Gomorra con sus teatros, tabernas y lupanares. La asentará una vez más y la tierra quedará sepultada de nuevo… ¡Los reyes, los sumos sacerdotes, los fariseos, los saduceos, todo se hundirá!»

Sin advertirlo, se había puesto a gritar. Su espíritu se había colmado de audacia, se había desencadenado. Había olvidado que sus rodillas no podían soportarlo e iba a levantarse para ponerse en marcha siguiendo la huella de los pasos de Dios, pero cayó de espaldas en tierra, sin aliento. «No puedo, ¿acaso no me ves? -gritó alzando los ojos al cielo abrasador-. No puedo. ¿Por qué me elegiste a mí? ¡No resisto más!» Cuando dejó de gritar, vio una masa negra ante él: era el chivo, con el vientre abierto en la arena y las patas al aire. Recordó que se había inclinado sobre sus ojos turbios y había visto su rostro. «Yo soy el chivo -murmuró-. Dios lo puso en mi camino para que comprenda quién soy y adonde voy…» Bruscamente estalló en sollozos: «No quiero… no quiero… -murmuró-, no quiero estar solo. ¡Socorro!»

Entonces, mientras lloraba, sopló una suave brisa, desapareció el hedor a alquitrán y carroña y el mundo se convirtió en un jardín florido. Oyó tintinear a lo lejos brazaletes, risas, corrientes de agua; los sonidos iban acercándose y los párpados, los sobacos y la garganta del ermitaño se refrescaron. Alzó los ojos. Ante él, sobre una piedra, una serpiente con ojos y pecho de mujer se relamía y le miraba. El ermitaño retrocedió, aterrado. ¿Era una serpiente, una mujer o un espíritu maligno del desierto? Una serpiente semejante se había enroscado en el árbol prohibido del Paraíso y había seducido al primer hombre y a la primera mujer, para que juntos trajeran el pecado al mundo… Oyó una risa y una voz femenina dulce y zalamera:

– Me apiadé de ti, hijo de María. Gritaste. «¡No quiero estar solo!» Me apiadé de ti y acudí. ¿Qué quieres de mí?

– No quiero nada de ti; no te llamé. ¿Quién eres?

– Tu alma.

– ¡Mi alma! -exclamó Jesús y se tapó los ojos con horror.

– Tu alma. Tienes miedo de quedarte solo. Tu abuelo Adán también lo tenía y gritó: «¡Socorro!» Su carne y su alma se unieron y la mujer surgió de su costado para hacerle compañía…

– ¡No quiero! ¡No quiero! ¡Me acuerdo de la manzana que ofreciste a Adán y del ángel que empuña la espada!

– Precisamente por eso, porque recuerdas tales cosas, gritas y no puedes encontrar tu camino. Pero yo te lo mostraré. Dame la mano, no mires atrás, no recuerdes nada. Mira mi pecho, que avanza, y síguelo, esposo mío. El conoce el camino y no se equivoca.

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