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Se levantó y dibujó con la caña un círculo alrededor de la piedra en que había dormido.

«No saldré de este círculo -dijo en voz alta para que le oyeran las potencias invisibles que le espiaban-, no saldré de este círculo si no escucho la voz de Dios. Pero quiero escucharla claramente y no como un rumor cambiante, de sonidos ordinarios, no como, un canto de pájaros o un trueno; claramente. Quiero que me hable con palabras humanas y que me diga qué espera de mí, así como lo que puedo y lo que debo hacer. Sólo entonces me levantaré y saldré del círculo para volver entre los hombres, si tal es lo que me ordena; para morir, si ésa es su voluntad. Haré lo que él quiera, pero quiero saberlo. ¡En nombre de Dios!»

Se arrodilló en la piedra con el rostro vuelto hacia oriente, hacia el gran desierto. Cerró los ojos, concentró sus pensamientos -los que había tenido en Nazaret, en Magdala, en Cafarnaum, en el pozo de Jacob, en el Jordán- y comenzó a alinearlos en orden de batalla. Partía a la guerra.

Con el cuello tenso y los ojos cerrados, se sumergió en el fondo de sí mismo. Oyó un murmullo de aguas, de cañas que crujen débilmente, de hombres que se lamentan. Los gritos y los espantos llegaban como oleadas desde el Jordán, así como las lejanas esperanzas ensangrentadas. Las tres largas noches que había pasado en el peñasco con el asceta salvaje fueron las primeras que se alzaron en su espíritu, armadas de pies a cabeza, y se lanzaron al desierto para entrar en batalla.

La primera noche saltó sobre él como una langosta gigantesca. Tenía ojos duros, amarillos y cenicientos, alas amarillas y cenicientas y extrañas letras verdes trazadas en su vientre; su respiración era semejante a la del Mar Muerto; hizo presa en él: y sus alas se pusieron a chirriar en el viento, con rabia. Jesús ¡lanzó un grito y se volvió: Juan Bautista estaba en pie junto a él; había tendido su brazo esquelético en la noche hacia Jerusalén.

– Mira, ¿qué ves?

– Nada.

– ¿Nada? Ante ti se alza la santa Jerusalén, la gran prostituta, ¿no la ves? Está sentada sobre las macizas rodillas del romano y ríe a mandíbula batiente. «¡No la quiero! -grita el Señor-. ¿Es ésa mi esposa? ¡No la quiero!» Como el perro, siguiendo los pasos del Señor, ladro a mi vez: ¡no la quiero! Doy vueltas alrededor de sus fuertes murallas y ladro: ¡Puta! Posee cuatro grandes puertas fortificadas. En una de ellas está sentada el Hambre, en la otra el Miedo, en la tercera la Injusticia y en la cuarta, la del norte, la Infamia. Entro en la ciudad, recorro sus calles en todas las direcciones, me acerco, examino a sus habitantes. Miro sus rostros: tres revientan de grasa, están saciados, y un pueblo de tres mil hombres se muere de hambre. ¿Cuándo perece un mundo? Cuando tres amos comen demasiado y un pueblo de tres mil hombres se muere de hambre. Mira una vez más su rostro: el Miedo reina sobre todos, sus narices aletean y husmean el día del Señor. Mira a las mujeres: la más honrada clava los ojos con codicia en su servidor, se relame y le hace señas: ¡ven! He quitado el techo de sus palacios, mira; el rey tiene en sus rodillas a la mujer de su hermano y acaricia su desnudez. ¿Qué dicen las Sagradas Escrituras? «¡Muera quien mire la desnudez de la mujer de su hermano!» Sin embargo, no será él, el rey incestuoso quien será asesinado, sino yo, el asceta. ¿Por qué? ¡Porque ha llegado el día del Señor!

Toda aquella primera noche, Jesús, sentado a los pies de Juan Bautista, vio las cuatro puertas de Jerusalén abiertas; por ellas entraban y salían el Hambre, el Miedo, la Injusticia y la Infamia. Las nubes, preñadas de cólera y granizo, se reunían sobre la santa prostituta.

La segunda noche, el Bautista volvió a extender la mano, delgada como una caña y, con un seco ademán, abrió una brecha en el tiempo y el espacio.

– Aguza el oído, ¿qué oyes?

– No oigo nada.

– ¿Nada? ¿No oyes la Iniquidad, esa perra que ha perdido todo pudor, que subió al cielo y ladra a la puerta del Señor? ¿No has pasado por Jerusalén, no has oído a los sacerdotes, a los sumos sacerdotes, a los escribas y fariseos que rodean el templo y ladran? Dios no soporta ya la impudicia de la tierra. Se levanta, marcha por las montañas, baja. Delante de él viene la Cólera y tras él, las tres perras del cielo: el Fuego, la Lepra y la Locura. ¿Dónde está el Templo? ¿Dónde están las columnas orgullosas, con incrustaciones de oro, que lo sostenían y hacían exclamar: «¡Eterno! ¡Eterno! ¡Eterno!»?¡El Templo está reducido a cenizas, los sacerdotes, los sumos sacerdotes, los escribas y los fariseos están reducidos a cenizas, sus amuletos santos, sus dalmáticas de seda y sus anillos de oro están reducidos a cenizas! ¡Reducidos a cenizas! ¡Reducidos a cenizas! ¡Reducidos a cenizas! ¿Dónde está Jerusalén? Empuño una linterna encendida, busco entre las montañas, a través de las tinieblas del Señor y llamo: Jerusalén! Jerusalén! Sólo veo un desierto, un desierto sin fin; ni siquiera un cuervo responde. Los cuervos comieron y se fueron. Me hundo hasta las rodillas entre los cráneos y los esqueletos, las lágrimas están a punto de saltárseme de los ojos pero las aparto, las alejo de mí y río, me agacho, elijo los huesos más largos, hago flautas con ellos y canto al Señor.

El Bautista reía durante aquella segunda noche y contemplaba, en las tinieblas de Dios, el Fuego, la Lepra y la Locura. Jesús asía las rodillas del profeta y preguntaba:

– ¿No es posible que la rendición descienda sobre el mundo por obra del amor? ¿Del amor, de la alegría, de la misericordia?

Sin volverse siquiera para mirarlo, el Bautista le respondía:

– ¿Nunca leíste las Escrituras? Para sembrar, el Salvador tritura nuestros riñones, destroza nuestros dientes, lanza fuego e incendia los campos. Arranca las espinas, las cizañas, las ortigas. ¿Cómo es posible hacer desaparecer de la tierra la mentira, la infamia y la injusticia sin hacer desaparecer a los injustos, los infames y los mentirosos? Es preciso que la tierra se purifique para poder plantar la nueva simiente.

Había pasado la segunda noche y Jesús callaba; esperaba la tercera noche, en que acaso la voz del profeta se dulcificara.

Durante la tercera noche, el Bautista iba y venía, inquieto, por la roca. No reía, no hablaba; examinaba con angustia, palpaba los brazos de Jesús, sus manos, sus hombros, sus rodillas, meneaba la cabeza y guardaba silencio. Olía el aire. Al resplandor de las estrellas percibíanse sus ojos, que brillaban, ya verdes, ya amarillos; de su frente cetrina chorreaban, mezclados, el sudor y la sangre. Al fin, por la mañana, cuando la luz blanca del alba los hubo cubierto, había tomado las manos de Jesús, lo había mirado a los ojos y había fruncido el entrecejo:

– La primera vez que te vi -le había dicho- cuando salías del cañaveral y te dirigías en línea recta hacia mí, mi corazón brincó como un animal joven. ¿Cómo brincó el corazón de Samuel cuando vio por primera vez a David, el joven pastor imberbe y pelirrojo? De ese modo brincó el mío. Pero es de carne y ama la carne; no confío en él. Como si te viera por primera vez, te examino, te huelo, y no logro tranquilizarme. Miro tus manos y compruebo que no son manos de leñador, que no son manos de Redentor; son demasiado delicadas, demasiado clementes… ¿cómo podrían manejar el hacha? Miro tus ojos y compruebo que no son ojos de Redentor; derraman compasión.

El Bautista se levantó y suspiró. «Señor, tus caminos son tortuosos, oscuros -murmuraba-. Puedes enviar a una paloma blanca para incendiar, para reducir el mundo a cenizas. Nosotros miramos el cielo y esperamos un rayo, un águila, un cuervo… y tú envías a una paloma blanca. ¿De qué sirve preguntar? ¿De qué sirve oponer resistencia? Haz lo que quieras.» Abrió los brazos y enlazando la cintura de Jesús, le besó el hombro derecho, luego el izquierdo, y dijo:

– Si eres el que esperaba, no te presentaste como imaginé. ¿He traído en vano el hacha y en vano la he colocado al pie del árbol? ¿O el amor puede empuñar también un hacha?

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