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– El tiempo.

Judas se detuvo y apretó los puños. No aceptaba aquella ley. Su paso era excesivamente lento. En el fondo de su ser poseía una ley propia, opuesta a la del tiempo.

– Dios vive mucho tiempo -gritó-; es inmortal. Por eso puede tener paciencia y esperar. Pero yo soy un hombre, te repito, algo que tiene prisa. No quiero morir antes de ver, y no sólo de ver sino de tocar con estas manazas lo que tengo en la cabeza.

– Lo verás -respondió Jesús, agitando la mano para tranquilizarle-. Lo verás y lo tocarás, hermano Judas, ten confianza. Hasta la vista. Dios me espera en el desierto.

– Iré contigo.

– Dos hombres en el desierto son demasiados. Vuélvete.

Como el perro de pastor ante la orden de su amo, el pelirrojo gruñó y mostró los dientes, pero bajó la cabeza y obedeció. Cruzó el puente con el rostro ensombrecido; caminaba y hablaba solo. Recordó la época en que vivía en la montaña con Barrabás -¡ése sí que era un hombre!- y los otros rebeldes. ¡Qué viento de salvaje pasión y de libertad les azotaba, qué capitán de degolladores era el Dios de Israel! Necesitaba un jefe como ése… ¿por qué había seguido a aquel iluminado que tenía miedo de derramar sangre y que gritaba sin cesar: «¡Amor! ¡Amor!», como una virgen angustiada? Pero, ¡paciencia! ¡Ya se vería qué traía del desierto!

Jesús ya había entrado en el desierto y, a medida que avanzaba, sentía con más intensidad que penetraba en la guarida de un león. Se estremeció, aunque no de miedo sino de alegría oscura e inexplicable. No podía comprender por qué se sentía alegre… Bruscamente recordó. Hacía miles de años, cuando aún era un niño y apenas sabía hablar, una noche había tenido un sueño, el primero que recordaba. Se había deslizado en el interior de una gruta profunda, donde había encontrado una leona que acababa de parir y amamantaba a sus cachorros; al verla, sintió hambre y sed, se acostó junto a los leoncitos y se puso a mamar con ellos. Luego todos salieron a una pradera y comenzaron a jugar bajo el sol… Pero mientras jugaba, su madre María apareció en el sueño, lo vio con la leona y lanzó un grito. Se despertó entonces, se encolerizó y se volvió hacia su madre que dormía a su lado: «¿Por qué me despertaste? -gritó-. ¡Estaba con mi madre y mis hermanos!»

«Ahora comprendo por qué me siento alegre -pensó-. Entro en la gruta de mi madre la leona, la soledad…»

Oía los silbidos inquietantes de las serpientes y del viento abrasador que soplaba entre las piedras, y el silbido de los espíritus invisibles del desierto.

Jesús se inclinó y habló a su alma:

– Alma mía, aquí probarás si eres inmortal.

Oyó pisadas a sus espaldas y prestó atención. La arena crujía; alguien marchaba a paso lento, con calma y se acercaba. Se estremeció. «La había olvidado -pensó-, pero ella no me olvida, me sigue: es mi Madre.» Sabía que era la Maldición, pero desde hacía mucho tiempo le daba el nombre de Madre…

Echó a correr; procuró pensar en otra cosa y se acordó de la paloma silvestre. Le parecía que había aprisionado en su ser un ave salvaje… un ave o quizá su alma, ansiosa de huir. ¿Había logrado huir? ¿Era ella la paloma silvestre que revoloteó describiendo círculos sobre su cabeza durante el bautismo? No era ni un ave ni un serafín; era su alma.

Había comprendido y se apaciguó. Volvió a ponerse en marcha. Oía a sus espaldas el crujido de la arena, pero su corazón se había templado y ahora podía padecerlo todo con dignidad. «El alma del hombre es todopoderosa -pensaba-; toma el rostro que desea.» En aquel instante la suya se había convertido en ave y revoloteaba sobre su cabeza. Y mientras avanzaba, calmado, de pronto lanzó un grito y se detuvo. «Aquella paloma silvestre -esta idea había cruzado por su cerebro como una centella-, aquella paloma silvestre acaso no fuera más que una ilusión de mis ojos, un zumbido de mis oídos, un torbellino del aire. Porque recuerdo que mi cuerpo resplandecía, leve, todopoderoso, como un alma. Y lo que quería oír, lo oía; lo que quería ver, lo veía. Daba forma al aire según mi voluntad… ¡Dios mío, Dios mío, ahora estamos solos los dos, dime la verdad, no me engañes, ya no resisto oír voces en el aire!»

Avanzaba, y el sol, que avanzaba con él, había llegado al centro del cielo; estaba sobre su cabeza. Sus pies le ardían al pisar la arena caliente y miró a su alrededor para buscar una sombra. Mientras miraba oyó un ruido de alas sobre él y vio que una bandada de cuervos se precipitaba hacia una fosa donde una cosa negra se descomponía y hedía.

Se tapó las narices y se acercó. Los cuervos se habían abatido sobre la carroña, habían clavado en ella las garras y comían. Al ver que se acercaba un hombre, levantaron vuelo irritados, llevándose cada uno un trozo de carne en las garras, y comenzaron a describir círculos en el cielo y a gritar al intruso que se fuera. Jesús se inclinó y vio el vientre abierto, el vellón negro medio arrancado, los pequeños cuernos nudosos del chivo y, en el cuello descompuesto, collares de amuletos:

«El chivo -murmuró estremeciéndose-, el chivo sagrado que toma sobre sí los pecados del pueblo, que los hombres arrojaron de aldea en aldea, de montaña en montaña hacia el desierto, y ha muerto…»

Se agachó, excavó un foso con sus manos, tan profundo como pudo, y cubrió la carroña con arena.

– Hermano mío -dijo-, eras puro y estabas libre de pecado, como todos los animales. Pero los hombres cobardes te purgaron con sus pecados y te mataron. Descomponte en paz. No les guardes rencor. Los hombres, esas pobres criaturas sin esperanza, no tienen el valor de pagar por sí mismos sus faltas y cargan con ellas a un inocente… Paga por ellos, hermano mío, adiós…

Reanudó la marcha y, a los pocos pasos, se volvió emocionado, agitó la mano y gritó:

– ¡Nos volveremos a ver!

Los cuervos le perseguían con rabia; les había arrebatado la sabrosa carroña y ahora lo seguían, esperando que cayera a su vez y les abriera el vientre para darles de comer. ¿Qué derecho tenía a ser injusto con ellos? ¿Acaso Dios no los había creado para comer carroña? ¡Debía pagar por lo que había hecho!

Al fin cayó la noche y se sintió fatigado. Se echó en una gran piedra redonda como una muela. «No iré más lejos -murmuró-; aquí, sobre esta piedra, estableceré mi campamento y lucharé.» La oscuridad cayó de golpe desde lo alto del cielo, ascendió desde la tierra y cubrió el mundo. La noche trajo consigo la helada. Sus dientes castañeteaban. Se envolvió en la sotana blanca, se hizo un ovillo y cerró los ojos. Pero apenas los hubo cerrado sintió miedo; se acordó de los cuervos; los chacales hambrientos comenzaban a aullar por todas partes y sentía que el desierto se movía como una fiera a su alrededor… Se aterró y abrió los ojos; el cielo se había cubierto de estrellas y eso le consoló. «He ahí los serafines -dijo en su fuero interno-, he ahí las seis alas de luz que cantan junto al trono de Dios. Pero están lejos, demasiado lejos y nada oímos. Aparecieron para hacerme compañía…» Su cabeza se llenó de la luz de las estrellas y olvidó que sentía frío y hambre. El era también un ser vivo, una luciérnaga efímera en la noche que cantaba las alabanzas del Señor. Su alma era una pequeña luciérnaga, una hermana, humilde y pobremente vestida, de los ángeles. Recobró valor al pensar en sus orígenes celestes y vio a su alma erguida junto a los ángeles que rodeaban el trono del Señor. Entonces, calmado, sin miedo, cerró los ojos y se durmió.

Se despertó, alzó la cabeza mirando hacia oriente y vio el sol, tórrido, que emergía de la arena. «Es el rostro de Dios -medité y se cubrió la cara con la mano para no deslumbrarse. Luego murmuró-: Señor, no soy más que un grano de arena… ¿Me distingues en el desierto? Un grano de arena que habla, respira y te ama. Te ama y te llama Padre. No tengo más arma que el amor y con ella he venido a luchar. ¡Acude ya en mi socorro!»

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