– Adiós, amado Precursor -dijo-. Quizá nunca volvamos a vernos.
El Bautista pegó sus labios a los de Jesús durante algunos instantes. Su boca era una brasa y los labios de Jesús se. quemaron.
– A ti entrego mi alma -le dijo oprimiendo con fuerza la delicada mano-. Si eres el que esperaba, escucha mi última voluntad, pues creo que no volveré a verte en esta tierra. Nunca más.
– Escucho -murmuró Jesús estremeciéndose-. ¿Cuál es tu voluntad?
– Cambia de rostro, fortalece tus brazos, endurece tu corazón. Tu vida será terrible; veo sangre y espinas en tu frente. ¡Sopórtalo todo, hermano más grande que yo, ánimo! Dos caminos se abren ante ti: el camino del hombre, que es llano, y el camino de Dios, que es escarpado. Sigue el camino más difícil. ¡Adiós! Y no te atormentes por las separaciones, pues tu misión no consiste en llorar sino en golpear. ¡Golpea! Que tu mano no tiemble; tal es tu camino. Y no olvides esto: el fuego y el amor son los hijos de Dios, pero el primogénito es el fuego… y después viene el amor. Comencemos pues por el fuego. ¡Buena suerte!
El sol ya estaba alto. Aparecieron caravanas procedentes del desierto de Arabia y llegaron nuevos peregrinos con turbantes multicolores en las cabezas rasuradas. Algunos llevaban colgados del cuello amuletos en forma de media luna, hechos con colmillos de jabalí; otros, estatuillas en bronce de diosas, de anchas caderas, y otros, en fin, collares hechos con los dientes de sus enemigos. Eran salvajes orientales que acudían para recibir el bautismo. El Bautista los vio, lanzó un estridente alarido y descendió de la roca. Los camellos se arrodillaron en el limo del Jordán y resonó, implacable, la voz del desierto: «¡Arrepentios! ¡Arrepentios! ¡El día del Señor ha llegado!»
A todo esto Jesús encontró a sus compañeros sentados en silencio, afligidos, esperándolo a orillas del río. Hacía tres días y tres noches que había desaparecido y durante aquel tiempo Juan Bautista había abandonado sus bautismos para hablar con él. El Bautista hablaba, y Jesús bajaba la cabeza y escuchaba. ¿Qué le decía, inclinado sobre él como un ave de presa? ¿Y por qué uno de ellos era tan feroz y el otro estaba tan triste? Judas jadeaba de rabia, iba y venía y, apenas caía la noche, se acercaba furtivamente al peñasco para escuchar. Los dos hombres hablaban mejilla contra mejilla y Judas aguzaba el oído pero sólo oía un murmullo, un murmullo rápido como el de una comente de agua… nada más. Uno de ellos daba y el otro, el hijo de María, recibía y se llenaba como un cántaro inclinado contra una fuente. El pelirrojo se deslizaba hasta el pie del peñasco y, furioso, giraba en redondo en la oscuridad: «¡Es una vergüenza -murmuraba-, es una vergüenza para mí! ¡Discuten sobre el destino de Israel y yo no estoy presente! El Bautista debió haberme confiado a mí su secreto; a mí debió darme el hacha. Yo puedo servirme de ella, pero él no. Porque yo soy el único que me apiado de Israel. El otro, el iluminado, proclama -y debería avergonzarse…- ¡que todos somos hermanos, tanto los perseguidos como los perseguidores, tanto los israelitas como los malditos romanos y griegos!»
Se echaba al pie del peñasco, lejos de los otros compañeros; no quería estar con ellos. El sueño le vencía y durante segundos creía oír la voz del Bautista, que pronunciaba palabras aisladas: «Fuego, Sodoma y Gomorra, ¡golpea!» Se despertaba sobresaltado pero, una vez despierto, nada oía. Sólo los gritos de las aves nocturnas, los rugidos de los chacales y el murmullo del Jordán entre las cañas… Bajaba al río y hundía en el agua su cabeza abrasada. «¿Por qué no baja ya de su peñasco? -murmuraba-. Terminará por bajar y entonces, quiéralo o no, sabré.»
Y al verlo aparecer, se puso en pie de un salto. Los otros compañeros se levantaron también, gozosos, y le salieron al encuentro. Le tocaban los hombros, las espaldas, lo acariciaban. Los ojos de Juan se arrasaron de lágrimas: una arruga profunda surcaba su frente.
Pedro no pudo contenerse y dijo:
– Maestro, ¿por qué el Bautista se quedó hablando contigo tantos días y noches? ¿Qué te dijo? Te veo apenado; tu rostro ha cambiado.
– Le quedan pocos días de vida -respondió Jesús-. Quedaos con él. Haceos bautizar. Yo me iré.
– ¿Adónde vas, maestro? -gritó el hijo menor de Zebedeo, asiéndole las vestiduras-. Todos iremos contigo.
– Iré solo al desierto. En el desierto no es necesaria la compañía. Iré a hablar con Dios.
– ¿Con Dios? -dijo Pedro, ocultando el rostro-. ¡Pero entonces no volverás nunca!
– Volveré -dijo Jesús lanzando un suspiro-. Es preciso que vuelva. El destino del mundo pende de un hilo. Dios me dictará su voluntad y volveré.
– ¿Cuándo? ¿Cuántos días vas a estar ausente? ¡Mira cómo nos abandonas! -gritaban todos procurando impedir que partiera. Judas, solo, apartado, silencioso, escuchaba y los miraba con menosprecio… «Carneros… carneros… -murmuraba-. Doy gracias al Dios de Israel por ser el lobo.»
– Volveré cuando Dios lo disponga, hermanos. Adiós. Quedaos aquí y esperadme. Hasta pronto.
Todos permanecieron inmóviles, petrificados. Siguieron con la mirada a Jesús, que se dirigía a paso lento hacia el desierto. Ya no como antes, cuando apenas tocaba la tierra; su paso era ahora pesado, como si los pensamientos le abrumaran. Cortó una caña para apoyarse en ella, subió el puente en forma de caballete, se detuvo en el punto más alto y miró hacia abajo. Vio a los peregrinos en la corriente fangosa. Sus rostros tostados por el sol resplandecían de alegría. Enfrente, en la orilla, otros se golpeaban aún el pecho y arrojaban sus pecados a todos los vientos.
Con ojos ardientes miraban al Bautista, a la espera de que les indicara con una señal que entraran a su vez en el río sagrado.
Y el salvaje asceta, sumergido hasta los lomos en el Jordán, bautizaba a los rebaños humanos y luego los empujaba hacia la orilla, sin ternura, con cólera; otros rebaños entraban entonces en el agua. Su barba negra y puntiaguda, sus cabellos ensortijados que nunca habían sido cortados, brillaban al sol. Y su boca inmensa, perpetuamente abierta, aullaba.
Jesús paseó la mirada por el río, por los hombres y, a lo lejos, el Mar Muerto, las montañas de Arabia y el desierto. Se inclinó y vio que su sombra se deslizaba con la corriente de agua hacia el Mar Muerto.
– «¡Qué felicidad -pensaba- estar sentado al borde del río, ver cómo el agua corre hacia el mar y cómo, reflejados en ella, corren asimismo los árboles, las aves, las nubes, la noche, las estrellas! ¡Qué felicidad que yo también pudiera correr con ella hacia el mar! Y no sentirme roído por la angustia del mundo…»
Pero se estremeció, arrojó de sí la tentación, se apartó de la barandilla, descendió con paso rápido y desapareció tras las rocas desiertas. El pelirrojo estaba en pie a la orilla del río y no le despegaba los ojos. Lo vio desaparecer. Temió que se le escapara, se arremangó y salió tras él. Lo alcanzó en el momento en que Jesús iba a entrar en el inmenso mar de arena.
– Hijo de David -gritó-, espera. ¿Cómo puedes abandonarme?
Jesús se volvió y le suplicó:
– Judas, hermano mío, río me sigas. Debo quedarme solo.
– ¡Quiero saber! -dijo el pelirrojo y continuó avanzando.
– No tengas prisa. Sabrás cuando llegue el momento. Sólo te digo esto, Judas, hermano mío: ¡puedes estar contento porque todo marcha bien!
– Todo marcha bien… eso no me basta. El lobo no se conforma con palabras. Tú no lo sabes, pero yo sí lo sé.
– Si me amas, ten paciencia. Mira los árboles: ¿tienen prisa por que maduren sus frutos?
– No soy un árbol, soy un hombre -replicó el pelirrojo, sin dejar de avanzar-. Soy un hombre, es decir, algo que tiene prisa. Yo tengo mis propias leyes.
– La ley de Dios es la misma para los árboles y para los hombres, Judas.
El pelirrojo hizo rechinar los dientes y dijo en un silbido:
– ¿Y cuál es esa ley?