Литмир - Электронная Библиотека
A
A

El rabino acabó su comida, alzó las manos al cielo y dio gracias a Dios. Se volvió hacia su compañero:

– Jesús -dijo-, ¿está aquí tu espíritu? Soy el anciano rabino de Nazaret, ¿me oyes?

– Te oigo, tío Simeón -dijo el joven y se sacudió para salir del abismo profundo en que se había hundido.

– Ha llegado la hora, hijo mío. ¿Estás listo?

– ¿Listo? -preguntó el joven estremeciéndose-. ¿Listo para qué?

– Lo sabes de sobra. ¿Por qué me lo preguntas? Para levantarte y hablar.

– ¿A quién?

– A los hombres.

– ¿Para decirles qué?

– No te preocupes. Abre la boca; Dios sólo te pide eso. ¿Amas a los hombres?

– No sé. Los veo y los compadezco; eso es todo.

– Eso basta, hijo mío, eso basta. Levántate y habíales. Entonces es posible que tu dolor se multiplique, pero que el de ellos se mitigue. Acaso Dios te haya enviado al mundo para esto. ¡Ya veremos!

– ¿Acaso Dios me ha enviado al mundo para esto? ¿Cómo lo sabes, anciano? -preguntó el joven. Esperaba con angustia la respuesta.

– No lo sé. Nadie me lo dijo, pero es posible que así sea. He visto signos. Cuando eras niño, tomaste una vez un trozo de arcilla e hiciste con él un ave. Y mientras la acariciabas y le hablabas, me pareció que le crecían las alas y que echaba a volar.

Quizás esa ave de arcilla fuera el alma del hombre, Jesús, hijo mío. El alma del hombre entre tus manos.

El joven se levantó. Abrió la puerta con preocupación, asomó la cabeza y escuchó. Las serpientes habían callado por completo, lo cual le alegró. Se volvió hacia el anciano rabino:

– Dame tu bendición, anciano -le dijo-. No me hables más, no puedo oír nada más. Es suficiente.

Y poco después:

– Estoy cansado, tío Simeón. Iré a acostarme. A veces Dios se presenta de noche para explicar los hechos del día. ¡Buenas noches, tío Simeón!

Frente a la puerta le esperaba el padre hospitalario, quien le dijo:

– Ven, te mostraré dónde te he preparado la cama. ¿Cómo te llamas, muchacho?

– Hijo del carpintero.

– Yo soy Jeroboam. También me llaman el Giboso. Hago mi trabajo: mastico el trozo de pan que Dios me dio.

– ¿Qué trozo de pan?

El giboso se echó a reír.

– ¿No comprendes, bendito? Mi alma. Cuando termine de tragarla, ¡buenas noches! ¡Llega la Muerte y me devora a mí!

Se detuvo y abrió una portezuela.

– Entra -le dijo-. Allí, a la izquierda, en el rincón, está tu estera. -Lo empujó riendo al centro de la celda-. Que tengas bellos sueños, muchacho. Verás mujeres: flotan en el aire del Monasterio. -Reventó de risa y cerró ruidosamente la puerta.

El hijo de María se detuvo. La celda estaba a oscuras y, al principio, no distinguió nada. Poco a poco, los muros enjalbegados comenzaron tímidamente a aclararse y, en un hueco de la. pared, brilló un cántaro. En el rincón, clavados en él, resplandecían un par de ojos.

Avanzó lentamente, a tientas, con las manos extendidas. Su pie tropezó con la estera replegada y se detuvo. Los dos ojos se movían y lo seguían.

– Buenas noches, compañero -dijo el hijo de María. Nadie le respondió.

Judas, hecho un ovillo y con la barbilla hundida en las rodillas, recostado contra el muro, lo miraba. Oíase su respiración pesada, oprimida. «Ven…, ven…, ven…», murmuró en su fuero interno. Su mano asía fuertemente el puñal que llevaba contra el pecho. «Ven…, ven…, ven…», murmuró casi imperceptiblemente, mirando al hijo de María, que avanzaba hacia él. «Ven…, ven…, ven…»

Lo atraía.

Recordaba ahora que en Keriot, aldea de Idumea donde había nacido, el hermano de su madre, el exorcista, atraía de ese modo a los chacales, las liebres, y las perdices que quería matar. Se echaba a tierra, clavaba en él animal sus ojos de fuego y comenzaba a silbar. Un silbido que era, a la vez, un deseo, un ruego y una orden: «Ven…, ven…, ven…» El animal, fascinado, se arrastraba con la cabeza gacha, anhelante, hacia la boca que silbaba…

De pronto Judas comenzó a silbar. Al principio, silbó muy bajo, delicadamente; pero el silbido iba ascendiendo gradualmente, se exasperaba, amenazaba, y el hijo de María, que se había acostado para dormir, se sobresaltó, asustado. ¿Quién estaba junto a él? ¿Quién silbaba? Sintió un olor a fiera excitada y comprendió.

– Judas, hermano mío, ¿eres tú? -preguntó en voz baja.

– ¡Crucificador! -rugió el otro, golpeando coléricamente el piso con el tacón.

– Judas, hermano mío -repitió el joven-; el crucificador sufre más que el crucificado.

Con un movimiento brusco, el pelirrojo rodó sobre sí mismo y se puso frente al hijo de María.

– Juré a mis hermanos los zelotes, juré a la madre del crucificado, que te mataría. Bienvenido, crucificador. Silbé y tú acudiste.

Se puso en pie de un salto, corrió el cerrojo de la puerta y fue a acurrucarse en un rincón, con la mirada clavada en Jesús.

– ¿Oíste lo que dije? No comiences a gemir. Prepárate.

– Estoy preparado.

– No te molestes en gritar. Despacharé rápidamente este asunto; debo salir del Monasterio antes del alba.

– Seas bienvenido, Judas, hermano mío. Estoy preparado. No fuiste tú sino Dios quien silbó, y he acudido. Su gracia ha dispuesto que las cosas sucedan así, y tú llegaste en el momento oportuno. Esta noche mi corazón se purificó, se alivió, y ahora puedo presentarme ante Dios. Estoy cansado de vivir y de luchar con él. Alargo el cuello, Judas; estoy listo.

El herrero gruñó y frunció las cejas. Le repelía herir un cuello que le alargaban indefenso, como un cuello de cordero. Deseaba que el otro le opusiera resistencia, que ambos se trenzaran en una lucha cuerpo a cuerpo, que su sangre se inflamara y que, tal como propio de hombres, el asesinato fuera la última y justa recompensa de la lucha.

El hijo de María había alargado el cuello y esperaba. El herrero adelantó su manaza y lo rechazó violentamente.

– ¿Por qué no te resistes? -gritó-. ¿Qué clase de hombre eres? ¡Levántate y lucha!

– No quiero, Judas, hermano mío. ¿Por qué habría de resistirme? Lo que tú quieres lo quiero yo también y, sin duda, lo quiere también Dios. Por eso lo dispuso todo tan perfectamente. ¿Comprendes? Tú y yo nos encaminamos hacia éste Monasterio en el mismo momento. Apenas llegué aquí, mi corazón se purificó y me preparé para recibir la muerte. Tú tomaste tu puñal, te agazapaste en ese rincón y te preparaste para darme muerte. Se abrió la puerta y entré yo… ¿Necesitas otros signos, Judas?

El pelirrojo se mordía frenéticamente los bigotes y callaba. Su sangre hervía, le afluía al rostro y lo enrojecía, lo emblanquecía para volver a enrojecerlo.

– ¿Por qué fabricas cruces? -rugía por último.

El joven inclinó la cabeza. Aquel era su secreto… ¿cómo revelarlo? ¿Acaso el herrero podría dar crédito a los sueños que Dios le enviaba, a las voces que oía cuando estaba solo, a las garras que se clavaban en su coronilla y querían alzarlo hasta el cielo? ¿Cómo comprendería que él no quería, se resistía, que se aferraba al mal para no abandonar la tierra?

– No puedo explicártelo, Judas, hermano mío. Perdóname -dijo con aire contrito-. No puedo…

El pelirrojo cambió de sitio para ver en la oscuridad el rostro del joven. Lo miró con avidez y retrocedió luego lentamente hasta apoyarse de nuevo contra el muro. «¿Qué clase de hombre es éste? -pensaba-. No comprendo. ¿Lo gobierna un demonio o un Dios? Quienquiera que sea, lo gobierna con mano segura… ¡maldito sea!… No resiste, y ésa es la mayor resistencia. Yo no puedo degollar corderos. Hombres sí puedo, pero corderos no.» Estalló:

– ¡Eres un cobarde, desdichado! ¡Que el diablo cargue contigo! Te dan un bofetón en una mejilla y tú ofreces enseguida la otra. Si ves un puñal, alargas el cuello. A un hombre le asquearía herirte.

– Dios no está asqueado de mí -murmuró con gran calma el hijo de María.

El herrero movía el puñal en la mano, indeciso. Durante unos instantes pareció que un resplandor temblaba en derredor de la cabeza inclinada del joven. Las coyunturas de sus manos se distendieron; había sentido miedo.

40
{"b":"121511","o":1}