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– ¡No! ¡No! -exclamó Jesús, incapaz de contenerse-. ¡No!

El anciano rabino le tomó la mano con ternura y le preguntó:

– ¿Por qué gritas así, hijo mío?

Jesús enrojeció; estaba avergonzado. Había soltado las riendas y ya no podía dominar su alma. Se sentía como cubierto de heridas de pies a cabeza. Le dolía cualquier parte del cuerpo que le tocaran, aunque lo hicieran con toda suavidad, y por eso gritaba.

Había gritado y se sentía calmado. Tomó la mano del anciano rabino y bajó los ojos.

– Las Santas Escrituras, anciano, son las hojas de mi corazón. Las otras hojas las rasgué.

Pero apenas hubo pronunciado estas palabras, lamentó haberlo dicho.

– No, no soy yo…, no soy yo -murmuró-. Dios me envió.

Sentado como estaba cerca de Jesús, cuyas rodillas se tocaban con las suyas, el anciano rabino sentía que del cuerpo de Jesús brotaba una fuerza abrasadora, intolerable, y como el viento que penetró de pronto por la ventana abierta había apagado la lámpara, el anciano rabino vio en la oscuridad al hijo de María resplandeciente de luz, de pie en el centro de la casa, semejante a una columna de fuego. Miró a todas partes para ver si distinguía a Moisés y Elías. Pero no los vio. Jesús estaba rodeado sólo por su propio fulgor; su cabeza tocaba el techo de cañas y lo abrasaba. En el momento en que el viejo rabino se disponía a lanzar un grito, Jesús extendió los brazos. Se había convertido en una cruz y las llamas lamían su cuerpo.

Marta se levantó y encendió la lámpara. Todo volvió a estar en orden; Jesús continuaba sentado, con la cabeza inclinada. El rabino lanzó un vistazo a su alrededor; nadie había visto nada en la oscuridad y todos estaban sentados en torno a la mesa, preparándose tranquilamente para comer. Pensó: «Dios me tiene en su mano y juega conmigo. La verdad tiene siete grados. Me pasea de grado en grado y padezco vértigos.»

Jesús no tenía hambre y no se sentó a la mesa. Tampoco lo hizo el anciano rabino. Los dos permanecieron junto a Lázaro, que había cerrado los ojos y parecía dormido. Pero no dormía; meditaba. ¿Qué sueño había tenido? Le parecía que estaba muerto. Lo habían enterrado y repentinamente había oído una voz terrible que le gritó: «¡Lázaro, levántate y anda!» Se había puesto en pie envuelto en el sudario, había salido de la tumba… y se había despertado. Se encontró envuelto en un sudario semejante al que había visto en sueños. ¿O no se trataba de un sueño? ¿Había descendido verdaderamente al reino de los muertos?

– ¿Por qué lo sacaste de la tumba, hijo mío?

– No quería hacerlo -repuso en voz baja Jesús-, no quería hacerlo, anciano. Cuando vi que levantaba la baldosa de piedra me espanté. Quería echar a correr, pero sentí vergüenza. Me quedé temblando de miedo.

– Puedo soportarlo todo -dijo el rabino-, todo, salvo la hediondez del cuerpo que se descompone. He visto otro cuerpo atroz que aún vivía, comía, hablaba, suspiraba… y se descomponía. Era el rey Herodes, una gran alma condenada. Mató a la mujer que amaba, la hermosa Mariana; mató a sus amigos, sus generales, sus hijos. Conquistó reinos, construyó torres, palacios, ciudades y alzó en Jerusalén un Templo más suntuoso que el antiguo Templo de Salomón. Grabó profundamente su nombre en las piedras, en el bronce, en el oro. Tenía sed de inmortalidad. Y súbitamente, en el apogeo de su gloria, el dedo de Dios le tocó en el cuello y su cuerpo comenzó a pudrirse. Tenía hambre, comía incesantemente y nunca estaba saciado. Sus intestinos no eran más que una larga llaga fétida, y hasta tal punto tenía hambre que los chacales oían de noche sus gemidos y temblaban. Su vientre, sus pies, sus sobacos habían comenzado a hincharse. Salían gusanos de su sexo, que fue lo que primero se pudrió. El hedor era tal que ningún ser humano podía acercársele. Los servidores se desvanecían. Lo llevaron a las fuentes termales de Callirroé, cerca del Jordán, pero su estado empeoró. Lo sumergieron en aceite caliente, pero continuó empeorando. Yo tenía entonces reputación de curar y de exorcizar las enfermedades; alguien se lo contó al rey y éste me mandó llamar. Lo habían llevado a los huertos de Jericó. La fetidez se difundía de Jerusalén hasta el Jordán. Cuando me acerqué a él por vez primera me desvanecí. Preparé ungüentos y con ellos le unté el cuerpo. Bajaba la cabeza a escondidas y vomitaba. Pensaba: «Este es un rey, he aquí lo que es el hombre: inmundicia y hedor. ¿Dónde está el alma que ponga orden en el cuerpo?»

El rabino hablaba en voz muy baja, pues los que comían no debían oír semejantes cosas. Jesús escuchaba, encorvado, desesperado. Justamente aquél era el favor que quería pedir aquella noche al anciano rabino; que le hablara de la muerte. Jesús sentía que debía ir haciéndose a la idea de que en lo sucesivo debía tener siempre ante él a la muerte, para acostumbrarse a ella. Pero ahora… Quería hacer un ademán, detener al anciano rabino, gritarle: «¡Basta ya!» Pero el rabino ya no podía contenerse. Le apremiaba expresar de una vez por todas toda aquella inmundicia para que saliera de su memoria y él quedara purificado.

– En vano lo untaban con mis ungüentos; los gusanos continuaban devorándolo. Pero un demonio imperaba aún en medio de aquella inmundicia e impartía órdenes. Ordenó a todos los ricos y a todos los poderosos de Israel que se reunieran en su patio. En el momento de morir, gritó a su hermana Salomé: «Cuando expire, mátalos a todos para que no se regocijen con mi muerte.» Y murió. Murió Herodes el Grande, el último rey de Judá. Me oculté tras los árboles y me puse a bailar. Había muerto el último rey de Judá y había llegado, pues, la hora bendita profetizada por Moisés en su Testamento: «Habrá un rey corrompido y licencioso y sus hijos serán indignos. De occidente vendrán ejércitos y un rey bárbaro para ocupar la Tierra Santa. Entonces llegará el fin del mundo.» Esto es lo que dice el profeta Moisés. Ahora todo se ha cumplido y ha llegado el fin del mundo.

Jesús se sobresaltó. Era la primera vez que oía aquella profecía y gritó:

– ¿Dónde está ese escrito? ¿Qué profeta lo dice? Es la primera vez que oigo hablar de esto.

– Hace algunos años se encontró un viejo pergamino en un cántaro de arcilla enterrado en una gruta del desierto de Judea. Lo halló un monje; lo desenrolló y vio escrito en la parte superior, con letras rojas: «Testamento de Moisés». Antes de morir, el gran patriarca había llamado a su sucesor, Josué, hijo de Nun, y le había dictado cuanto debía cumplirse. Y he aquí que hemos llegado a los años por él profetizados. El rey corrompido era Herodes, los ejércitos bárbaros eran los romanos ¡y el fin del mundo lo verás entrar por aquella puerta si te animas a alzar la cabeza!

Jesús se levantó; la casa le resultaba demasiado estrecha. Pasó entre sus compañeros, que comían despreocupados, salió al patio y alzó la cabeza. Grande, afligida, la luna aparecía en aquel instante en el cielo, del otro lado de los montes de Moab. Pronto estaría completamente redonda, pronto llegaría al plenilunio que trae la Pascua. Como si viera la luna por primera vez, Jesús la miraba, desconcertado. ¿Qué era aquello que se alzaba por encima de las montañas, que aterraba a los perros y los hacía ladrar, con la cola entre las patas? Y aquella cosa subía silenciosamente en la aterradora soledad y chorreaba gotas de hiel. El corazón del hombre se convierte en un pozo que se llena de hiel. En sus mejillas y en su cuello, Jesús sentía una lengua venenosa que le lamía y envolvía su cuerpo y su rostro en una luz blanca, semejante a un sudario.

Juan adivinó el sufrimiento del maestro y salió al patio. Lo vio bañado por entero por la luz de la luna.

– Maestro -dijo quedamente para no molestarle, y se acercó a él de puntillas.

Jesús se volvió y lo miró. El adolescente tierno e imberbe desapareció; en su lugar había ahora un anciano centenario que, en pie en el centro del patio, bajo la luna, empuñaba en una mano un libro cerrado y en la otra una caña tan larga como una lanza de cobre. Su barba se derramaba, completamente blanca, hasta las rodillas.

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