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En medio de la profunda dulzura del sueño oyó de pronto un tumulto de alegres gritos y se despertó sobresaltado. Vio ante él a Mateo que, con la libreta en las rodillas, continuaba leyendo. Se avergonzó de haberse dormido, se arrojó a los brazos de Mateo y le besó en la boca:

– Perdóname, hermano Mateo -le dijo-, pero mientras te escuchaba entré en el Paraíso.

Jesús apareció en el umbral, seguido por Magdalena, que resplandecía de alegría; sus ojos, sus labios, su cuello desnudo lanzaban llamas. Jesús vio a Pedro estrechar al publicano en sus brazos y besarle. Su rostro se dulcificó y, señalando a los dos discípulos enlazados, dijo:

– He aquí el reino de los cielos.

Se acercó a Lázaro. Este quiso levantarse pero sus costillas crujieron; temió que se le rompieran y volvió a sentarse. Extendió el brazo y tocó con la punta de los dedos la mano de Jesús, quien se estremeció. La mano de Lázaro era muy fría y negra y olía a tierra. Jesús salió al patio para aspirar aire fresco.

Aquel resucitado se debatía aún entre la vida y la muerte y Dios no podía vencer la putrefacción que había hecho presa en él. Jamás la muerte había mostrado tan bien hasta qué punto era poderosa. El terror se apoderó de Jesús junto con una gran tristeza.

Con la rueca bajo el brazo, la anciana Salomé se acercó a Jesús y se puso de puntillas para hablarle al oído:

– Maestro… -dijo, y Jesús se inclinó para escuchar.

– Habla, Salomé…

– Maestro, te pido un favor. Cuando subas a tu trono… ya ves lo que hemos hecho por ti…

– Habla, Salomé… -El corazón de Jesús se oprimía. Pensó: «¿Cuándo comprenderán los hombres que una buena acción excluye toda recompensa?»

– Ahora que vas a subir a tu trono, hijo mío, coloca a tu derecha a mi hijo Juan y a tu izquierda a mi hijo Santiago…

Jesús se mordió los labios para no hablar y clavó la mirada en el suelo.

– ¿Has oído, hijo mío? Juan…

De una zancada Jesús entró en la casa. Se detuvo cerca de la lámpara y vio a Mateo, que aún tenía en las rodillas el cuaderno abierto. Había cerrado los ojos y estaba sumergido en el recuerdo de cuanto acababa de leer.

– Mateo -dijo Jesús-, dame tu libreta ¿Qué escribes ahí?

Mateo se levantó, gozoso, y le alargó sus escritos:

– Maestro -dijo-, aquí refiero tu vida y tus obras para que las conozcan las futuras generaciones.

Jesús se sentó bajo la lámpara y se puso a leer.

Apenas leyó las primeras palabras se sobresaltó. Volvió las páginas con violencia; leía ávidamente y su rostro se enrojecía y adquiría una expresión de furia. Al verlo, Mateo se agazapó en un rincón, aterrorizado; y esperó. Jesús continuaba volviendo las páginas pero de pronto no pudo contenerse y arrojó al suelo el evangelio de Mateo, exasperado. Se levantó y gritó:

– ¿Qué significa todo esto? ¡Son mentiras, mentiras y más mentiras! El Mesías no necesita milagros. El mismo es el milagro y no necesita ningún otro milagro. Nací en Nazaret y no en Belén; jamás puse los pies en Belén y no me acuerdo de ningún Rey Mago; jamás fui a Egipto y, ¿quién te reveló las palabras que habría pronunciado la paloma en el momento de mi Bautismo: «Este es mi hijo amado»? Ni siquiera yo las oí. ¿Cómo es posible que tú, que no estabas allí, sepas lo que dijo la paloma?

– El ángel me lo reveló -respondió Mateo, temblando.

– ¿El ángel? ¿Qué ángel?

– El que se presenta todas las noches cuando empuño la caña de escribir. Se inclina sobre mi oído, me dicta y yo escribo.

– ¿Un ángel? -dijo Jesús, turbado-. ¿Un ángel te dicta lo que escribes?

Mateo cobró valor y respondió:

– Sí, un ángel. A veces hasta puedo verlo y siempre lo oigo. Sus labios rozan mi oreja derecha y siento que sus alas me envuelven. El ala del ángel me cubre como a un recién nacido y escribo, aunque mejor dicho no escribo sino transcribo lo que me dice. ¿Acaso habría podido escribir por mí mismo todas esas maravillas?

– ¿Un ángel? -murmuró de nuevo Jesús y se sumergió en una profunda reflexión. Belén, los Reyes Magos, Egipto, «tú eres mi hijo amado»… ¿Y si todo aquello fuera la verdadera verdad? ¿Y si todo aquello fuera el grado más alto de la verdad, donde sólo habita Dios? ¿Y si Dios llamara mentira a cuanto nosotros llamamos verdad?

Calló. Recogió con cuidado los escritos que había arrojado en tierra y los devolvió a Mateo. Mateo los envolvió en el pañuelo bordado y los ocultó en la camisa.

– Escribe todo lo que te dicte el ángel -dijo Jesús-. En adelante yo… -Pero no acabó la frase.

Entretanto los discípulos habían rodeado a Judas en el patio y lo interrogaban acerca de la entrevista con Pilatos. Pero Judas no les concedió ni siquiera una mirada; salió del patio y se quedó en la puerta de la calle. Ya no los soportaba. En lo sucesivo sólo podría hablar con el maestro, pues un secreto terrible los unía, separándolos de los demás… Judas miró la noche que había devorado el mundo; allá arriba, semejantes a pequeñas velas, las primeras estrellas comenzaban a esconderse.

– «Dios de Israel -rugió para sí mismo-, no permitas que vacile mi espíritu.»

Inquieta, Magdalena se acercó a Judas. Este quiso alejarse, pero Magdalena lo agarró por el borde de la túnica.

– Judas -dijo-, a mí puedes revelarme sin temor el secreto. Me conoces.

– ¿Qué secreto? Pilatos lo llamó para advertirle que se anduviera con cuidado. Caifas…

– No, no se trata de ese secreto. Hablo del otro.

– ¿Qué otro secreto? Estás excitada una vez más, Magdalena. Tus ojos son dos brasas. -Rió sin alegría y añadió-: Llora, llora para apagarlas.

Pero Magdalena mordió su pañuelo y lo rasgó con los dientes. Murmuró:

– ¿Por qué te habrá elegido a ti, a ti, Judas Iscariote?

El pelirrojo se encolerizó y asió violentamente el brazo de Magdalena:

– ¿Y a quién querías que eligiera, María de Magdala? ¿Al veleta Pedro? ¿O a ese bobo de Juan? ¿O acaso querías que te eligiera a ti, que eres mujer? Yo soy un pedazo de sílice del desierto y resisto todos los embates. Por eso me eligió.

Los ojos de Magdalena se arrasaron de lágrimas. Murmuró:

– Tienes razón, soy una mujer, un ser mezquino y herido… -entró en la casa y se acurrucó cerca de la chimenea.

Marta había tendido la mesa para la cena. Los discípulos se reunieron en el patio y se sentaron en el suelo. Lázaro había bebido caldo de gallina, que le había dado energías, y se sentía más animado. Poco a poco, el aire, la luz y los alimentos iban ayudando a su cuerpo quebrantado a recuperarse.

Abrióse una puerta interior y apareció el anciano rabino, pálido, aéreo, semejante a un fantasma. Se apoyaba pesadamente en el báculo porque sus rodillas se negaban ahora a sostenerle. Vio a Jesús y le indicó con una señal que se acercara. Jesús se levantó, lo tomó del brazo y lo hizo sentar junto a Lázaro.

– Anciano, yo también debo hablar contigo -le dijo.

– Hoy he de hacerte un reproche, hijo mío -dijo el anciano rabino, mirándolo con severidad y ternura-. Lo digo en voz alta y delante de todos. Que nos oigan los hombres y las mujeres, y también Lázaro, que volvió de la tumba y debe conocer muchos secretos. Que todos nos oigan y sean los jueces.

– ¿Qué pueden saber los hombres? -respondió Jesús-. Un ángel vuela por esta casa y todo lo oye; podéis preguntar a Mateo si es cierto o no. Que el ángel sea el juez. ¿Cuál es ese reproche, anciano?

– ¿Por qué quieres destruir la Santa Ley? Hasta ahora la respetabas, así como el hijo respeta a su anciano padre. Pero hoy izaste tu propio estandarte frente al Templo. ¿Hasta dónde llegará la rebelión de tu corazón?

– Hasta el amor, anciano. Hasta los pies de Dios. Allí se apoyará y reposará.

– ¿No puedes llegar hasta allí con la Santa Ley? ¿No sabes lo que dicen nuestras Escrituras? Trescientas generaciones antes de que Dios creara el mundo, la Ley estaba escrita. Aunque no en pergaminos, porque aún no existían animales para dar su piel, ni en madera, porque aún no existían los árboles, ni en piedra, porque aún no existían las piedras. Estaba escrita, en llamas negras sobre un fondo de fuego blanco, en el brazo izquierdo del Señor. Y, conforme a esa Santa Ley, Dios creó el mundo.

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