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Jesús clavó la mirada en la luz; había palidecido. Oprimió el brazo de Judas y se aferró a él.

– ¡Ahí están! -murmuró con terror-. ¡Llenan el aire!

– ¡Lee! -dijo Judas, que también temblaba.

Jesús comenzó a descifrarlas con voz ronca y entrecortada. Hubiérase dicho que las letras eran fieras vivas, que él las perseguía y ellas le oponían resistencia. Iba descifrando sílaba por sílaba, enjugándose el sudor que lo bañaba: «Cargó con nuestras faltas, nuestros pecados lo hirieron y nuestras iniquidades lo quebrantaron, y él, afligido, no despegó los labios. Abandonado y menospreciado por todos, marchó sin oponer resistencia, como el cordero que va camino del matadero.»

Jesús calló. Estaba lívido.

– No comprendo -dijo Judas. Se detuvo y se puso a remover las piedras con el pie. No comprendo. ¿Cuál es el cordero que va camino del matadero? ¿Quién va a morir?

– Judas -respondió lentamente Jesús-, hermano Judas, soy yo.

– ¿Tú? ¿Tú? -dijo Judas, retrocediendo- ¿No eres, pues, el Mesías?

– Lo soy.

– ¡No comprendo! -volvió a exclamar Judas. Se lastimó los pies con los guijarros.

– Ese es el camino, Judas, no protestes. Para que el mundo se salve es preciso que yo muera. Ni siquiera lo sabía yo mismo. En vano Dios me mostraba señales. Eran visiones, sueños, un chivo muerto en el desierto que llevaba suspendidas del cuello todas las faltas del pueblo. Y desde el día en que abandoné la casa de mi madre, una sombra me sigue como un perro y, a veces, corre delante de mí y me señala el camino: La Cruz.

Jesús lanzó una larga mirada a su alrededor. Tras ellos se alzaba Jerusalén, semejante a una montaña de cráneos completamente blancos, y ante ellos se erguían piedras, algunos olivos de hojas plateadas y cedros negros. El sol poniente chorreaba sangre.

Judas se arrancaba pelos de la barba y los arrojaba al viento. El Mesías que él esperaba era otro, y debía empuñar una espada. Lanzaría un grito y en el valle de Josafat saldrían de las tumbas todas las generaciones de hebreos muertos, que se mezclarían con los vivos. Con ellos resucitarían los caballos y los camellos de los hebreos, y todos, infantes y jinetes, se arrojarían sobre los romanos y los degollarían. El Mesías se sentaría luego en el trono de David, apoyando los pies, a modo de cojín, en el Universo. Así, no de otro modo, era el Mesías esperado por Judas Iscariote, y ahora…

Lanzó una mirada furtiva a Jesús y se mordió los labios, temeroso de que se le escapara una palabra dura. Recomenzó a mover las piedras con los pies. Jesús lo vio y se apiadó de él.

– ¡Animo, hermano Judas! -le dijo, dulcificando la voz-. Yo tengo valor. Es inútil que opongamos resistencia, ése es el camino.

– ¿Y luego? -dijo Judas con los ojos clavados en las piedras-. ¿Y luego?

– Volveré en toda mi gloria para juzgar a los vivos y a los muertos.

– ¿Cuándo?

– Muchos hombres de esta generación no morirán sin haberme visto.

– En marcha -dijo Judas, y apuró el paso. Jesús avanzaba tras él, sofocado y esforzándose por alcanzarle. El sol iba a hundirse tras la montañas de Judea. Oyéronse los primeros chacales que se despertaban a los lejos, por el lado del Mar Muerto.

Judas subía la cuesta gruñendo. La tierra temblaba en el fondo de su alma y todo se desmoronaba. No confiaba en la muerte. Le parecía el peor de los caminos y el pensar en Lázaro resucitado le provocaba náuseas. Le parecía más muerto que todos los muertos y más infecto que ellos. ¿Cómo saldría el propio Mesías del combate con la Muerte? No, no, no confiaba en la muerte.

Se volvió para contradecir a Jesús, para lanzarle a la cara las palabras violentas que le quemaban la lengua, ¿no sería posible que cambiara de idea y no se enfrentara a la muerte? Pero cuando se volvía lanzó un grito de terror. Una sombra gigantesca caía del cuerpo de Jesús… aunque realmente no era una sombra sino una gigantesca cruz. Tomó el brazo de Jesús y le dijo, señalándole la sombra:

– ¡Mira!

Jesús se estremeció y le dijo en voz muy queda:

– Calla, hermano Judas.

Ascendieron la suave cuesta que llevaba a Betania tomados del brazo. Doblábanse las rodillas de Jesús y Judas lo sostenía. Guardaban silencio. En determinado instante, Jesús se inclinó y recogió una piedra caliente. La oprimió en la palma durante largo rato. ¿Era una piedra o la mano de un ser amado? Miró a su alrededor. ¡Cómo había crecido la hierba en la tierra que estaba muerta en invierno!

– Hermano Judas -dijo Jesús-, no desesperes. Mira, el trigo penetra en la tierra. Dios envía la lluvia, la tierra se hincha y del leve suelo se alza la espiga de trigo que da alimento a los hombres. ¿Acaso la espiga resucitaría si el grano de trigo no muriera? Lo mismo cabe decir del Hijo del hombre.

Pero Judas no se consolaba; subía la cuesta en silencio. El sol se deshizo tras las montañas y la noche ascendió de la Tierra. Las primeras lámparas vacilaban en lo alto de la colina.

– Acuérdate de Lázaro -dijo aún Jesús. Pero Judas sintió náuseas, escupió y aceleró el paso.

Marta encendió la lámpara y Lázaro se llevó la palma de la mano a los ojos; la luz lo hería aún. Pedro había tomado a Mateo del brazo y ambos se habían sentado bajo la lámpara. La anciana Salomé había encontrado una madeja de lana negra, hilaba y pensaba en sus dos hijos. ¡Cuánto tardaba en llegar el día en que habría de verlos resplandecientes y con una cinta de oro en los cabellos! ¡El día en que todo el lago de Genezaret habría de pertenecerles!

Magdalena caminaba sendero abajo; el maestro se demoraba, su pena era muy grande, la casa le resultaba demasiado estrecha y había salido con la esperanza de encontrar al amado. En cuclillas en el patio, los discípulos clavaban la mirada en la puerta de entrada y guardaban silencio. Aún hervía en ellos la cólera. En la casa no se oía ningún ruido y el momento era favorable; desde hacía mucho tiempo Pedro ardía en deseos de ver qué escribía el publicano en su libreta. Aquella noche, después de la discusión con los otros, ya no resistía más: era necesario que supiera qué decía de él. Aquellos escribas eran malos bichos y debía asegurarse de que no lo ridiculizara ante las generaciones futuras. Si tenía la audacia de jugarle una mala pasada, arrojaría al fuego esa misma noche sus escritos y sus cañas. Lo tomó del brazo pronunciando palabras zalameras y ambos se sentaron en el suelo, bajo la lámpara.

– Mateo, léeme por favor -suplicó- lo que escribes. Tengo curiosidad por saber qué dices del maestro.

A Mateo le encantó aquella petición. Sacó suavemente de la camisa la libreta que acababa de envolver en un pañuelo bordado, obsequio de María, la hermana de Lázaro. La desenvolvió con precaución, como si se tratara de un ser vivo y herido, la abrió, comenzó a balancear el cuerpo hacia adelante y hacia atrás, tomó impulso y, a medias hablando y a medias salmodiando, comenzó a leer:

– «Libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham. Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judas y a sus hermanos, Judas engendró, de Tamar, a Fares y a Zara…»

Pedro escuchaba con los ojos cerrados. Las generaciones de hebreos desfilaban ante él: de Abraham a David hubo catorce generaciones; de David al cautiverio de Babilonia hubo catorce generaciones; del cautiverio de Babilonia a Cristo hubo catorce generaciones… ¡Cuánta gente, qué ejército innumerable, inmortal! ¡Qué alegría, qué orgullo pertenecer a la raza de los hebreos! Pedro echó hacia atrás la cabeza y la apoyó en la pared. Escuchaba. Las generaciones habían pasado y ahora seguían los años de Jesús. ¡Cuántos milagros se habían cumplido, sin que él siquiera lo sospechara! Así, Jesús había nacido en Belén y su padre no era José el carpintero sino el Espíritu Santo. Y tres Magos habían ido a adorarlo. Y, ¿cuáles eran aquellas palabras pronunciadas por la paloma desde lo alto del cielo durante el bautismo? Pedro no las había oído. ¿Quién se las había contado a Mateo, que no estuvo presente en el Bautismo? Poco a poco Pedro dejó de oír las palabras y se sintió arrullado por una música monótona y triste hasta que se quedó dormido. Mientras dormía, la música y las palabras le llegaban con soberana claridad. Pero cada palabra le parecía semejante a una granada, a una de esas granadas que había comido el año anterior en Jericó. El fruto estallaba en el aire y de él surgían llamas, ángeles, alas o trompetas…

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