– Resiste aún algunos días, anciano, hasta la Pascua. Retén tu alma con todas tus fuerzas y verás. Aún no ha llegado el momento.
El rabino sacudió la cabeza.
– ¿Cuándo llegará ese momento? -murmuró como quejándose-. ¿Me habrá engañado Dios? ¿Qué hizo de la palabra empeñada? Muero, muero…, ¿y dónde está el Mesías? -el anciano rabino se había colgado de los hombros de Jesús con todas las energías que le quedaban.
– Resiste aún hasta la Pascua, anciano. ¡Entonces verás cómo Dios cumple siempre la palabra empeñada!
Se desasió de las manos del rabino y salió al patio.
– Natanael y Felipe -dijo-, id al extremo de la aldea; en la última casa hallaréis atados a la aldaba de la puerta una asna con su borriquillo. Desatadla y traedla. Si os preguntan: «¿Adonde la lleváis?», responded: «El rabí la necesita. Luego la devolveremos.»
– Me parece que nos buscaremos problemas -cuchicheó Natanael al oído de su amigo.
– Vamos -dijo Felipe-. Haz lo que te ordena… ¡y que sea lo que Dios quiera!
Muy temprano, Mateo había tomado la caña de escribir y seguía con atención los pasos y palabras del maestro. «Dios de Israel -pensaba-, todo sucede según los profetas lo anticiparon por iluminación divina. ¿Qué dice Zacarías?: "¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey: justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna."»
– Maestro -dijo Mateo para ponerlo a prueba-, ¿estás fatigado? ¿No puedes ir a pie a Jerusalén?
– No -respondió Jesús-
¡. ¿Por qué me lo preguntas? Sentí repentinamente el deseo de ir allí en una montura.
– ¡Deberías ir en un caballo blanco! -exclamó Pedro-.
¿Acaso no eres el rey de Israel? Deberías aparecer en tu capital montado en un caballo blanco.
Jesús dirigió una rápida mirada a Judas y no respondió.
Apareció Magdalena; se detuvo en el umbral de la puerta. No había dormido en toda la noche y sus grandes ojos revelaban cansancio. Se apoyó en el marco de la puerta y se puso a mirar a Jesús. Su mirada era profunda e inconsolable, como si se despidiera de él. Quería decirle: «¡No vayas!», pero su lengua estaba atada. Mateo vio moverse sus labios sin que palabra alguna saliera de ellos y comprendió: «Los profetas no la dejan hablar -pensó-; no le permiten que impida al maestro cumplir lo que ellos profetizaron. Montará el asno e irá a Jerusalén, quiéralo o no Magdalena, quiéralo o no el propio maestro. Está escrito.»
En aquel momento llegaron, gozosos, Felipe y Natanael. Arrastraban tras ellos con una soga a la madre y al borriquillo, sin sillas.
– Todo ocurrió exactamente como tú dijiste, maestro -dijo Felipe-. Monta ahora y pongámonos en marcha.
Jesús se volvió. Las mujeres estaban de pie, con los brazos cruzados, tristes y silenciosas, y miraban.
– Marta -preguntó Jesús-, ¿hay un látigo en la casa?
– No, maestro -respondió Marta-. No hay más que la aguijada para las vacas de nuestro hermano.
– Dámela.
Los discípulos habían puesto sus ropas en el lomo del dócil animal para que el maestro se sentara cómodamente. Marta echó sobre ellas un cobertor rojo que había tejido, adornado en los bordes con pequeños cipreses negros.
– ¿Estáis todos listos? -dijo Jesús-. ¿Estáis preparados?
– Lo estamos -respondió Pedro, que se puso a la cabeza, tomó las bridas del animal y abrió la marcha.
– Las gentes de Betania oían pasar aquel tropel y abrían las puertas.
– ¿Adonde vais, compañeros? ¿Por qué va montado hoy el profeta?
Los discípulos les confiaban en voz baja el secreto:
– Hoy se sentará en su trono.
– ¿En qué trono?
– Cállate, es un secreto. Ese hombre que veis es el rey de Israel.
– ¿Qué dices? -gritaban las mujeres-. ¡Sigámosle! -y el grupo se iba engrosando cada vez mis.
Los niños cortaban ramas de laurel, se colocaban a la cabeza del desfile y cantaban alegremente: «¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!» Los hombres se quitaban los mantos y con ellos alfombraban el camino delante de Jesús. ¡Cómo corrían! ¡Qué maravillosa primavera, cuan delicadas eran las flores aquel año, cómo cantaban los pájaros aquella mañana, volando también ellos hacia Jerusalén como si formaran parte del cortejo!
Santiago se inclinó sobre el oído de su hermano y le dijo:
– Nuestra madre le habló ayer y le dijo que nos pusiera a su derecha y a su izquierda cuando suba al trono. Pero no respondió. Quizás estuviera enfadado. Parece que su rostro se ensombreció.
– Seguro que se enfadó -respondió Juan-. Nuestra madre no debió haberle pedido eso.
– ¿Por qué no? ¿Sería acaso justo que nos dejara de lado y prefiriera a Judas Iscariote? ¿No notaste que en los últimos días se hablan en secreto y siempre están juntos? Abre los ojos, Juan; ve a hablarle para que nadie nos perjudique. Pronto llegará el momento del reparto de honores.
Pero Juan sacudió la cabeza y dijo:
– Hermano, está muy triste. Parecería que se encamina a la muerte.
«Querría saber -pensaba Mateo, que caminaba solo detrás de los otros- lo que va a ocurrir ahora. Los profetas no lo explican con claridad. Unos hablan de un trono y los otros de muerte. ¿Cuál de las dos profecías se cumplirá? Sólo se puede explicar una profecía cuando el acontecimiento ha tenido lugar. Sólo entonces comprendemos qué quiso decir el profeta. Tengamos paciencia y veamos qué ocurre… Esta noche escribiré los acontecimientos del día para no correr el peligro de equivocarme.»
Entretanto, la buena nueva había llegado velozmente a las aldeas vecinas y a las cabañas esparcidas en los olivares y los viñedos. Los campesinos acudían de todas partes y extendían en tierra sus mantos, y lo propio hacían las campesinas con sus pañuelos, para que el profeta pasara sobre ellos… Habíase reunido una multitud de tullidos, leprosos e indigentes. Cada poco, Jesús volvía la cabeza para echar una mirada a su ejército. Súbitamente le invadió la sensación de una gran soledad. Se volvió y gritó:
– Judas!
Pero el discípulo de corazón duro caminaba a la cola y no lo oyó.
– Judas! -volvió a repetir Jesús, desesperado.
– ¡Aquí estoy! -respondió el pelirrojo e hizo a un lado a los discípulos para avanzar.
– ¿Qué quieres de mí, maestro?
– ¡No me dejes solo, hermano Judas! -repitió Jesús.
– ¡No te preocupes, que no te abandonaré, maestro!
– Quédate a mi lado, Judas. Hazme compañía.
– ¿Por qué iba a dejarte, maestro? ¿Acaso no nos hemos puesto de acuerdo? -dijo. Arrancó la soga de las manos de Pedro y condujo a la bestia.
Acercábanse al fin a Jerusalén. La ciudad santa se mostró en lo alto de la montaña de Sión, completamente blanca bajo el sol implacable. Pasaron por un villorrio en el que se escuchaban de uno al otro extremo tranquilas y dulces lamentaciones, como la cálida lluvia primaveral.
– ¿A quién lloran? ¿Quién murió? -preguntó Jesús estremeciéndose. Pero los campesinos que le seguían se echaron a reír.
– No te preocupes, maestro. No murió nadie. Son las muchachas de la aldea que trabajan en el molino y entonan lamentaciones.
– ¿Pero por qué?
– Para acostumbrarse, maestro. Para saber cómo han de lamentarse cuando llegue el momento de hacerlo.
Subieron la cuesta pedregosa e ingrata y entraron en la ciudad devoradora de hombres. Infinidad de hombres que formaban pequeños rebaños tumultuosos, abigarrados, provenientes de todos los rincones del mundo, cada uno de los cuales llevaba los perfumes y los hedores de su país, caían unos en brazos de otros y se besaban. Era la antevíspera de la fiesta inmortal y todos los judíos se sentían hermanos. Vieron a Jesús montado en el humilde borrico y seguido por una turba que agitaba ramos de laurel y se echaron a reír:
– ¿Quién es ése? ¿Otro ridículo profeta?
Los leprosos, los tullidos y los indigentes alzaban el puño y amenazaban: