– Ya veréis, ya veréis. ¡Es Jesús de Nazaret, el rey de los judíos!
Jesús se apeó y subió de dos en dos las gradas del Templo. Llegó al pórtico de Salomón y se detuvo. Miró a su alrededor: habían levantado tiendas y había allí una multitud de hombres y mujeres que vendían, compraban, regateaban, discutían, elogiaban sus baratijas, había allí mercaderes, cambistas, taberneros y prostitutas. Jesús sintió una amargura infinita y un furor sagrado se apoderó de él. Alzó el bastón y pasó ante las tiendas, los baratillos y los puestos derribando las mesas y golpeando a los mercaderes.
– ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí! -gritaba agitando la aguijada. En él ascendía una súplica apenas murmurada y amarga… «Señor, Señor, que ocurra cuanto antes lo que decidiste. No te pido otro favor: que ocurra cuanto antes, mientras aún pueda soportarlo.»
La muchedumbre de andrajosos y enfermos se lanzó tras el maestro y gritó también, enfurecida:
– ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí! -al tiempo que saqueaba los puestos.
Jesús se detuvo en el pórtico principal, que daba al valle del Cedrón. Hilillos de humo salían de todo su cuerpo, sus largos cabellos color de azabache se agitaban sobre sus hombros y sus ojos despedían llamas.
– ¡He venido para incendiar el mundo! -gritó-. Juan proclamaba en el desierto: «¡Arrepentios! ¡Arrepentios! ¡Se acerca el día del Señor!» Y yo os digo: ¡ya no tenéis tiempo de arrepentíos porque ha llegado el día del Señor! ¡Yo soy el día del Señor! Juan bautizaba en el desierto con agua y yo bautizo con fuego. Bautizo a los hombres, a las montañas, las ciudades, los navíos, y ya veo cómo arde el fuego por los cuatro costados de la tierra, por los cuatro costados del alma, y me regocijo. ¡Ha llegado el día del Señor, mi día!
– ¡El fuego! ¡El fuego! -vociferaba la muchedumbre-. Prendamos fuego al mundo, quemémoslo.
Los levitas cogieron lanzas y espadas, y Santiago, el hermano de Jesús, se puso a la cabeza del grupo con sus medallas colgadas del cuello. Se arrojaron sobre Jesús para capturarlo, pero el pueblo, enfurecido, les hizo frente. Los discípulos se envalentonaron y cayeron a su vez sobre los levitas, lanzando rugidos. En lo alto de la torre del Palacio los centinelas romanos los miraban y reían.
Pedro cogió en una tienducha una antorcha encendida y gritó:
– ¡Caigamos sobre ellos, hermanos! ¡La hora ha llegado, compañeros!
Mucha sangre habría corrido en los patios del palacio de Dios si las trompetas de los romanos, amenazantes, no hubieran sonado en lo alto de la torre de Pilatos.
El sumo sacerdote Caifas salió del Templo y ordenó a los levitas que abandonaran la lucha. El mismo, con la suma habilidad que le caracterizaba, había tendido una celada al rebelde, el cual iba a caer en ella con toda seguridad y sin escándalo.
Los discípulos habían rodeado a Jesús y lo miraban con angustia. ¿No iba a dar la señal? ¿Qué esperaba? ¿Hasta cuándo esperaría? ¿Por qué tardaba, por qué, en lugar de alzar la mano y hacer un signo al cielo, miraba al suelo? El podía no tener prisa, pero ellos eran pobres, lo habían sacrificado todo y había llegado la hora de recibir el pago de sus penurias.
– Maestro -dijo Pedro, excitado-, decídete. ¡Da la señal!
Inmóvil, Jesús había cerrado los ojos; el sudor bañaba su frente. «Tu día se acerca, Señor, y llega el fin del mundo. Yo lo traeré a la tierra, lo sé; yo lo traeré, sí, pero con mi muerte…», se repetía el hijo de María para infundirse valor.
Santiago se acercó a él; le tocó el hombro para hacerle abrir los ojos y lo sacudió:
– Si no das ahora la señal -dijo-, estamos perdidos. Lo que has hecho hoy significa la muerte.
– Sí, significa la muerte -intervino Tomás-; pero nosotros no queremos morir.
– ¡Morir! -exclamaron Felipe y Natanael en el colmo de la angustia-. ¡Pero si nosotros hemos venido aquí para ser reyes!…
Juan apoyó la cabeza en el pecho de Jesús y dijo:
– Maestro, ¿en qué piensas?
Pero Jesús lo rechazó y dijo:
– Judas, ven, acércate -y se apoyó en el brazo robusto del pelirrojo.
– Valor, maestro -le murmuró Judas-. Ha llegado la hora; no nos cubramos de vergüenza.
Santiago miraba a Judas con odio. Antes, el maestro jamás posaba los ojos en él, y ahora ¿qué significaban aquella amistad y aquellos conciliábulos secretos?
– Traman algo entre los dos… ¿Qué dices tú, Mateo?
– Yo no digo nada. Me limito a escuchar lo que vosotros decís y a ver lo que hacéis; luego lo escribo. Ese es mi trabajo.
Jesús apretó el brazo de Judas. Por un instante padeció vértigo. Judas lo sostuvo y le preguntó:
– ¿Estás fatigado, maestro?
– Sí, estoy fatigado.
– Acuérdate de Dios y descansarás -le dijo el pelirrojo.
Jesús se recuperó y, volviéndose hacia los discípulos, dijo:
– Vamos.
Pero los discípulos vacilaban. No querían irse. ¿Adonde iban a ir? ¿Otra vez a Betania? ¿Hasta cuándo? Estaban hartos de aquellas idas y venidas.
– Creo que se burla de nosotros -dijo Natanael en voz baja a su amigo-. ¡Yo no voy a ninguna parte!
Tras ellos, los levitas y fariseos reventaban de risa. Un levita joven, feo y jorobado, arrojó un tomate que dio en pleno rostro de Pedro.
– ¡Buena puntería, Saúl! -gritaron algunos-. ¡Diste en el centro del blanco!
Pedro quería volverse y abalanzarse sobre el levita, pero Andrés lo detuvo:
– Ten paciencia, hermano -le dijo-; ya llegará nuestro desquite.
– ¿Y cuándo será eso? -murmuró Pedro-. ¿No ves en qué estado nos encontramos?
Humillados, silenciosos, se pusieron en marcha. El pueblo que les había seguido se había dispersado lanzando blasfemias. Ya nadie le seguía, ya nadie extendía sus harapos en tierra para que el maestro pasara sobre ellos. Ahora era Felipe quien tiraba de la borrica y Natanael quien asía la cola de la bestia. Ambos querían devolvérsela cuanto antes a su dueño para no tener problemas.
El sol quemaba y soplaba un viento caliente; se alzó una polvareda y se sofocaron. Al acercarse a Betania vieron de pronto, ante ellos, a Barrabás y a dos de sus compañeros, dos hombretones salvajes de tupidos bigotes:
– ¿Adonde lleváis a vuestro maestro? -les gritó Barrabás-. ¡Que Dios nos ayude; está muerto de miedo!
– ¡Lo llevan a casa de Lázaro para que lo resucite! -respondieron sus compañeros, estallando en sonoras carcajadas.
Cuando llegaron a Betania y entraron en la casa, encontraron al anciano rabino agonizante. Las mujeres, sentadas a su cabecera, asistían, silenciosas e inmóviles, a su agonía. Sabían que nada podían hacer para devolverle a la vida. Jesús se acercó y posó la mano en la frente del anciano. El rabino sonrió, pero no abrió los ojos.
Los discípulos se sentaron en el patio. Destilaban amargura y callaban. Jesús hizo una señal a Judas:
– Hermano Judas, ha llegado el momento. ¿Estás preparado?
– Sí, maestro, siempre estoy preparado para servirte. ¿Por qué me eliges a mí?
– Tú eres el más fuerte, ya lo sabes. Los otros son flojos. ¿Fuiste a hablar con el sumo sacerdote Caifas?
– Le hablé. Quiere saber dónde y cuándo.
– Dile que será la noche de Pascua, después de la comida pascual, en Getsemaní. Ten valor, hermano Judas. Yo también me infundo ánimo.
Judas meneó la cabeza sin pronunciar palabra alguna. Salió a la calle y esperó la salida de la luna.
– ¿Qué ocurrió en Jerusalén? -preguntó la anciana Salomé a sus hijos-. ¿Qué os pasa? ¿Por qué no habláis?
– Creo, madre, que hemos edificado sobre arena -respondió Santiago-. ¡Creo que nos hemos dejado engañar!
– ¿Y el maestro? ¿Y los esplendores? ¿Y las vestiduras de seda recamadas de oro, y los tronos? ¿Me engañó, entonces? -preguntaba la anciana; miraba a sus hijos, movía las manos, pero ninguno de los dos le respondía.
La luna apareció triste y completamente redonda sobre los montes de Moab. Se detuvo un instante en la cresta de la montaña, indecisa. Miró el mundo y bruscamente se desprendió de la montaña y comenzó a ascender. El villorrio de Lázaro, sumergido hasta entonces en la oscuridad, pareció recibir súbitamente una mano de cal y comenzó a brillar, completamente blanco.