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Se alzó el día y los discípulos rodearon al maestro. Jesús no les hablaba; los miraba, uno por uno, como si los viera por primera y última vez. Hacia mediodía despegó los labios:

– Deseo, compañeros, festejar con vosotros la santa Pascua. Es el día en que nuestros antepasados partieron, dejando a sus espaldas la tierra de la servidumbre, y entraron en la libertad del desierto. En este día de Pascua nosotros también salimos por primera vez de otra servidumbre para entrar en otra libertad. ¡Que los que tienen oídos oigan!

Todos callaban. Aquellas palabras eran oscuras. ¿Cuál era la nueva libertad? No comprendían. Al cabo de un momento, dijo Pedro:

– Comprendo una cosa, maestro. No se concibe la Pascua sin un cordero. ¿Dónde encontraremos el cordero?

En el rostro de Jesús se dibujó una sonrisa triste y respondió: -El cordero está listo, Pedro. En este momento él mismo va a hacerse degollar para que los pobres del mundo festejen la nueva Pascua. No te preocupes por el cordero.

Lázaro, que permanecía sentado en un rincón y no hablaba, se levantó, posó la mano esquelética en el pecho, y dijo a Jesús:

– Maestro, te debo la vida que, por mala que sea, es preferible a las tinieblas de la muerte. Yo seré, pues, quien os ofrezca el cordero pascual. Tengo un amigo pastor en la montaña e iré a pedirle un cordero.

Los discípulos lo miraron estupefactos. ¿De dónde había sacado fuerzas aquel hombre medio vivo y medio muerto para levantarse y avanzar hacia la puerta? Sus dos hermanas corrieron para impedirle que saliera, pero Lázaro las rechazó, tomó una caña para apoyarse en ella y franqueó el umbral.

Se internó en las callejuelas del villorrio; las puertas se abrían a su paso, asomábanse las mujeres, asustadas, aterradas, y se admiraban de que sus piernas delgadísimas pudieran andar y de que su cintura, que se doblaba, no se quebrara. Sufría, pero se infundía valor y a veces intentaba silbar para demostrar que había rejuvenecido, si bien sus labios no llegaban a juntarse bien. Renunció, pues, a silbar y, serio, comenzó a subir la montaña en dirección al redil de su amigo.

Aún no había avanzado un tiro de piedra cuando vio a Barrabás erguido ante él entre las retamas floridas. Hacía muchos días que rondaba por la aldea, esperando aquel momento, esperando que el maldito resucitado sacara las narices de su casa para hacerlo desaparecer e impedir que, al verlo, los hombres recordarán el milagro. El hijo de María se había vuelto muy presuntuoso desde el día que lo resucitara. ¡Debía hundirlo de nuevo en la tumba para que volviera a reinar la paz en su espíritu!

– ¡Eh, desertor del Infierno! -le gritó-. Al fin te encuentro. Dime, en nombre del cielo ¿cómo te fue allá abajo? ¿Qué vale más, la vida o la muerte?

– Son poco más o menos la misma cosa -respondió Lázaro. Iba a seguir su camino, pero Barrabás extendió el brazo y le impidió avanzar.

– Perdóname, viejo espectro -dijo-, pero llega la Pascua y, como no tengo ningún cordero, juré a Dios esta mañana que degollaría, a modo de cordero, al primer ser vivo que me saliera al paso, para festejar la Pascua como todo el mundo. Alarga entonces el pescuezo… Tienes suerte, eres una víctima ofrecida a Dios.

Lázaro se puso a chillar. Barrabás lo tomó del cuello, pero se asustó. Había asido algo muy blando, como algodón; más blando aún, casi como aire. Las uñas de Barrabás se hundían en el cuello de Lázaro sin que brotara ni una gota de sangre. «¿Será, acaso, un fantasma?», pensó; su rostro picado de viruelas palideció.

– ¿Te duele? -le preguntó.

– No -respondió Lázaro al tiempo que libertaba el cuello de los dedos de Barrabás.

– ¡Espera! -rugió Barrabás y lo cogió de los cabellos, pero éstos y el cuero cabelludo se desprendieron del cráneo, el cual resplandeció amarillento bajo el sol.

– ¡Maldito seas! -murmuró Barrabás, temblando-. ¿No serás de verdad un fantasma? -Lo cogió del brazo derecho y comenzó a zarandearlo-. Di que eres un fantasma y te soltaré.

Mientras lo zarandeaba, se quedó con el brazo de Lázaro en la mano. El terror se apoderó de Barrabás, quien arrojó el brazo descompuesto en las retamas floridas y escupió, repugnado. El miedo le puso los pelos de punta. Empuñó el cuchillo; quería matarlo de una vez por todas y acabar con él. Lo cogió con precaución por la nuca, le apoyó el cuello en una piedra e intentó degollarlo. Clavaba y clavaba pero el cuchillo no penetraba, como si se las viera con una madeja de lana. A Barrabás se le heló la sangre en las venas. «¿Habré degollado a un muerto?», pensó. Echó a andar cuesta arriba, pero vio que Lázaro aún se movía y temió que su maldito amigo lo encontrara y volviera a resucitarlo. Dominó su pavor, lo cogió por pies y manos y lo retorció como a una sábana mojada; luego lo sacudió. Las vértebras se quebraron y el cuerpo de Lázaro quedó escindido por la cintura en dos pedazos. Barrabás los escondió bajo las retamas y huyó a todo correr. Era la primera vez en su vida que sentía miedo y no se atrevía a volverse.

«¡Ah -murmuraba-, con tal de que tenga tiempo de entrar en Jerusalén y encuentre a Santiago! ¡Me dará un amuleto y conjuraré así al demonio!»

Entretanto, en la casa de Lázaro, Jesús hablaba a sus discípulos procurando iluminar sus espíritus; temía que se espantaran por lo que iban a ver y se dispersaran.

– Yo soy el camino -les decía- y la casa adonde os encamináis. Soy también el viajero y vosotros me salís al encuentro. Tened confianza en mí, no tengáis miedo, viereis lo que viereis, porque no puedo morir. ¿Me oís? No puedo morir.

Judas estaba solo en el patio y desenterraba guijarros con los dedos del pie. Jesús volvía a cada instante los ojos hacia él, lo miraba y en su rostro se difundía una tristeza inexpresable.

– Maestro -dijo Juan en tono de reproche-, ¿por qué lo llamas continuamente junto a ti? Si miras las pupilas de sus ojos, verás un puñal.

– No, amado Juan -respondió Jesús-, no un puñal, una cruz.

Los discípulos se miraron, perplejos.

– ¡Una cruz! -dijo Juan, apoyándose en el pecho de Jesús-. Maestro, ¿quién es el crucificado?

– El que se incline sobre aquellas pupilas verá su propio rostro sobre la cruz. Yo me incliné sobre ellas y vi el mío.

Los discípulos no comprendieron y algunos de ellos se echaron a reír.

– Has hecho bien en advertírnoslo, rabí -dijo Tomás-. Jamás me inclinaré sobre las pupilas del pelirrojo.

– Se inclinarán sobre ellas tus hijos y tus nietos, Tomás -respondió Jesús, observando por la ventana a Judas que, en pie ahora en el umbral de la puerta, miraba hacia Jerusalén.

Mateo se quejó:

– Tus palabras son oscuras, maestro. -Empuñaba desde hacía mucho tiempo la caña de escribir y no lograba comprender el sentido de las frases de Jesús, para dejarlas anotadas-. Tus palabras son oscuras, ¿cómo, Jesús, quieres que las registre en mis papeles?

– No hablo para que tú escribas, Mateo -respondió Jesús con amargura-. Tienen razón al llamaros gallos a vosotros los chupatintas. Creéis que el sol no se levanta si no lo llamáis. ¡Siento deseos de tomar tus escritos y tu caña y arrojarlos al fuego!

Mateo recogió prestamente sus escritos y quedó cabizbajo. Aún duraba la furia de Jesús:

– Yo digo una cosa y vosotros escribís otra… ¡y los que os leen comprenden otra distinta! Yo digo: cruz, muerte, reino de los cielos, Dios, ¿y qué comprendéis? Cada uno de vosotros pone en cada una de esas palabras sagradas sus pasiones, sus intereses, en suma, lo que le conviene, y mi palabra desaparece, mi alma se pierde… ¡ya no puedo soportarlo más!

Se levantó, sofocado. Súbitamente sintió que su corazón y su espíritu se llenaban de arena.

Los discípulos quedaron apabullados. Parecía que el maestro empuñaba aún la aguijada y los golpeaba con ella; ellos eran bueyes indolentes que se negaban a moverse. El mundo era una carreta a la que ellos estaban uncidos, Jesús los aguijoneaba y ellos resoplaban pero no se movían. Jesús los miraba, se impacientaba y enervaba. Largo es el camino que va de la tierra al cielo…; ¡y ellos permanecían inmóviles!

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