– ¡En el nombre del cielo! -repitió la voz de María-. ¡Está enfermo! ¡Su cerebro se perturbó, tened piedad de él!
Pero su voz se perdía. Judas había asido al mocetón más robusto y ya iba a degollarlo con el puñal cuando Jesús frenó su brazo:
– ¡Hermano Judas! -exclamó-. ¡No derrames sangre! ¡No derrames sangre!
– ¿Y qué quieres que derrame? ¿Agua? -dijo el pelirrojo, furioso-. Empuñas el hacha, ¿o la olvidaste? ¡Ha llegado la hora!
El propio Pedro, irritado por el golpe que había recibido, cogió una gran piedra y se arrojó sobre los ancianos. María se acercó a su hijo en medio de la riña. Lo tomó de la mano y le dijo:
– Hijo mío, ¿qué te ocurre? ¿Cómo has llegado a esto? Ven a casa para lavarte, cambiar de vestiduras y ponerte tus sandalias. Te has ensuciado, hijo mío.
– No tengo casa -dijo-. No tengo madre. ¿Quién eres?
La madre estalló en sollozos y se clavó las uñas en las mejillas; nada dijo. Pedro lanzó la enorme piedra, la cual cayó en el pie del viejo jorobado y lo aplastó; el herido aulló de dolor y se arrastró cojeando por las calles hasta la casa del rabino. En aquel instante hacía su aparición el rabino, jadeante. Había oído el tumulto y había abandonado precipitadamente las Santas Escrituras, en las que estaba sumergido hasta el cuello intentando desentrañar la voluntad de Dios a través de las letras y las sílabas. Apenas oyera el ruido de la batalla, había empuñado el cayado sacerdotal y había corrido para enterarse de qué se trataba. En el camino se había encontrado algunos heridos que le habían puesto al corriente de todo. Apartó a la multitud y llegó ante el hijo de María.
– ¿Qué significa esto, Jesús? -le dijo severamente-. ¿Y eres tú quien trae el amor? ¿Es éste el amor que traes? ¿No tienes vergüenza?
Se volvió hacia el pueblo y dijo:
– Retornad a vuestras casas. Es mi sobrino, y el desdichado está enfermo desde hace años. No le guardéis rencor por lo que dijo; perdonadle. No es él quien habla; es otro quien habla por su boca.
– ¡Dios! -dijo Jesús.
– Calla -dijo el rabino tocándole con el cayado sacerdotal a modo de reconvención.
Dirigióse nuevamente al pueblo:
– Dejadlo, hijos míos. No le guardéis rencor porque no sabe lo que dice. Todos nosotros, tanto pobres como ricos, somos de la simiente de Abraham. No luchéis. Es mediodía, retornad a vuestras casas. Yo me encargaré de este desdichado.
Volviéndose hacia María, le dijo:
– María, ve a tu casa. Nosotros nos reuniremos pronto contigo.
La madre lanzó una última mirada apasionada a su hijo, como si se despidiera de él para siempre. Suspiró, mordió el pañuelo y desapareció en las estrechas callejuelas.
Las nubes habían invadido el cielo mientras los hombres peleaban, y la lluvia estaba a punto de caer para refrescar la tierra. Levantóse viento. Las últimas hojas de los plátanos y las higueras se desprendían y se dispersaban. La multitud había abandonado la plaza. Jesús se volvió hacia Felipe y le tendió la mano.
– Hermano Felipe -dijo-, bienvenido.
– Celebro reunirme contigo, maestro -respondió el otro, estrechándole la mano. Le entregó el cayado y le dijo-: Tómalo y apóyate en él.
– Compañeros de lucha ¡vámonos! -dijo Jesús-. Sacudid el polvo de vuestros pies. Adiós, Nazaret.
– Os acompañaré hasta el extremo de la aldea -dijo el anciano rabino- para que nadie os haga daño.
Tomó a Jesús de la mano y los dos abrieron la marcha. El anciano rabino sentía en la suya la mano ardiente de Jesús.
– Hijo mío -dijo-, no cargues sobre ti las preocupaciones de los otros porque te devorarán.
– No tengo preocupaciones propias, anciano. ¡Que las otras me devoren! -respondió Jesús-.
Llegaron al extremo de Nazaret y aparecieron las huertas y, más allá, los campos. Los discípulos se detuvieron unos instantes para lavarse las heridas en una fuente. Iban con ellos muchos tullidos e indigentes y dos ciegos. Esperaban que el nuevo profeta obrara un milagro. Todos hablaban a la vez, excitados y alegres, como si volvieran de una gran batalla.
Pero los cuatro discípulos marchaban silenciosos, inquietos; tenían prisa por reunirse con el maestro para que éste les consolara. ¡Nazaret, su patria, los había recibido a pedradas y los había expulsado! ¡La gran aventura comenzaba mal! «¿Y si nos arrojan de Cana -pensaban-, de Cafarnaum y de todo el lago de Genezaret? ¿Qué será de nosotros? ¿Adonde iremos? ¿Dónde proclamaremos la palabra de Dios? Si el pueblo de Israel nos rechaza y nos menosprecia, ¿hacia quién nos dirigiremos? ¿Hacia los infieles?»
Miraban al maestro pero ninguno de ellos despegaba los labios. Jesús vio miedo en sus ojos y tomó la mano de Pedro:
– Pedro, hombre de poca fe -dijo-, veo un animalejo negro agazapado y con el pelo erizado en las pupilas de tus ojos; tiembla. Es el Miedo. ¿Sentiste miedo?
– Cuando estoy lejos de ti, maestro, tengo miedo. Por eso me acerqué ahora a ti, por eso todos nos hemos acercado a ti. Háblanos y conforta nuestro corazón.
Jesús sonrió y dijo:
– Cuando me inclino sobre el fondo de mi alma, la verdad sale de mí, no sé por qué ni cómo, bajo la apariencia de un cuento. Me expresaré, pues, una vez más, valiéndome de una parábola. Un día un gran señor casaba a su hijo y ordenó que se preparara una regia comida en su palacio. Una vez muertos los toros y preparadas las mesas, envió a sus servidores a casa de los invitados, para decirles: «Todo está dispuesto; venid, si os place, a la boda.» Pero cada uno de los invitados encontró un pretexto para no acudir: «Compré un campo y debo ir a verlo», dijo uno de ellos. «Acabo de. casarme y no puedo ir», dijo otro. «Compré cinco yuntas de bueyes y voy a probarlos», alegó un tercero… Los servidores retornaron al palacio y dijeron a su amo: «Ninguno de los invitados puede venir. Dicen que están ocupados.»
El señor montó en cólera y dijo: «Corred a las plazas y a las encrucijadas, reunid a los pobres, los cojos, los ciegos, los lisiados y traedlos aquí. Invité a mis amigos y se niegan a venir; llenaré mi casa con los que no han sido invitados para que coman, beban y se regocijen en las bodas de mi hijo.»
Jesús calló. Había comenzado hablando en un tono apacible, pero a medida que avanzaba en el relato, pensaba en los nazarenos y en los hebreos y la cólera se encendía en sus ojos. Los discípulos lo miraban, confusos.
– ¿Quiénes son los invitados y quiénes los que no lo son? ¿Cuál es la boda? No comprendemos; perdónanos, maestro -dijo Pedro, rascándose desesperadamente la cabezota.
– Comprenderéis -dijo Jesús- cuando llame a los invitados para que entren en el Arca y ellos se nieguen a acudir porque tendrán que atender sus viñas, hacer compañía a sus mujeres y porque sus ojos, sus oídos, sus narices y sus manos son cinco yuntas de bueyes que ladran… ¿y qué ladran? El Infierno.
Lanzó un suspiro. Miró a sus compañeros y sintió que estaba completamente solo en el mundo.
– Hablo -murmuró-, ¿pero a quién hablo? Hablo y mis palabras se las lleva el viento; yo soy el único que las oye. ¿Cuándo tendrá oídos el desierto para oírme?
– Perdónanos, maestro -volvió a decir Pedro-. Nuestro cerebro es un puñado de barro. Ten paciencia, que ya florecerá.
Jesús se volvió y miró al anciano rabino, pero éste conservaba la mirada clavada en el suelo; había adivinado el terrible sentido de la parábola de Jesús, y sus ojos desprovistos de pestañas estaban arrasados de lágrimas.
A la salida de Nazaret, frente a una casucha de toscas tablas, estaba el aduanero que cobraba los impuestos; se llamaba Mateo. Todas las mercaderías que entraban o salían pagaban impuesto a tos romanos. Mateo era rechoncho y de tez amarillenta; tenía manos blandas y amarillas, dedos manchados de tinta, grandes orejas velludas y una vocecilla aguda como la de un eunuco. Toda la aldea lo detestaba y sentía horror por él; nadie le tendía la mano y, cuando los transeúntes pasaban ante la choza, desviaban la cabeza. ¿Acaso las Escrituras no decían: «Sólo debemos pagar el impuesto a Dios y no a los hombres»? Y aquel hombre era recaudador al servicio del tirano, pisoteaba la Ley, vivía de la ilegalidad. Contaminaba el aire a siete leguas a la redonda.