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Para el hombre descalzo que ahora recorre el camino desierto que une Nazaret con Cana, seguido de una multitud de indigentes. No tiene techo bajo el cual cobijarse de noche, nada tiene para vestirse ni para comer. Todas sus despensas, todos sus caballos y sus ricas vestiduras de seda están aún en el cielo. Pero comienzan ya a descender a la tierra.

Avanza en medio del polvo y entre piedras, sus pies sangran, empuña su humilde cayado de pastor y por algunos instantes se detiene, se apoya en él y, silencioso, recorre con la mirada las montañas que lo rodean, y por encima de ellas ve una luz, que es Dios, que vigila desde lo alto a los hombres. Alza el cayado, lo saluda y continúa su camino.

Llegaban a Cana. En la entrada de la aldea, una mujer joven, con el vientre abultado, pálida, feliz, sacaba agua del pozo y llenaba su cántaro. La reconocieron; habían asistido a su casamiento el verano último y le habían deseado que tuviera un hijo.

– Dios ha escuchado nuestro voto -dijo Jesús sonriendo. La mujer enrojeció y les preguntó si tenían sed; no tenían sed y la mujer se puso el cántaro en la cabeza, entró en la aldea y desapareció.

Pedro se adelantó y comenzó a golpear en todas las puertas.

Corría de casa en casa, poseído por una misteriosa embriaguez; bailaba y gritaba:

– ¡Abrid! ¡Abrid!

Las puertas se abrían y aparecían mujeres; caía la noche y los campesinos volvían de los campos y preguntaban, turbados:

– ¿Qué ocurre, muchachos? ¿Por qué golpeáis las puertas?

– ¡Ha llegado el día del Señor! -respondía Pedro-. ¡Se acerca el diluvio, y nosotros traemos la nueva Arca! ¡Entrad en ella todos los fieles! He aquí al maestro; él tiene la llave. ¡Apresuraos!

Las mujeres se conmovieron profundamente y los hombres se acercaron a Jesús. Estaba ahora sentado en una piedra y dibujaba con el cayado cruces y estrellas en la tierra.

Reuniéronse a su alrededor los enfermos de toda la aldea.

– Maestro, tócanos y cúranos. Dinos algunas palabras bondadosas para que olvidemos que somos leprosos, ciegos y lisiados.

Una anciana mujer de cuerpo esbelto y completamente vestida de negro exclamó:

– Tenía un hijo y lo crucificaron. ¡Resucítalo!

¿Quién era aquella anciana? Los campesinos se volvieron, asombrados. Ningún hombre de su aldea había sido crucificado. Miraron hacia el sitio de donde había partido el grito, pero la anciana había desaparecido en la penumbra crepuscular.

Inclinado, Jesús dibujaba cruces y estrellas y escuchaba el sonido de una trompeta de guerra que descendía desde la montaña de enfrente. Oyóse un ruido de pisadas acompasadas y bajo el sol del atardecer brillaron repentinamente escudos y cascos de bronce; los campesinos se volvieron y sus rostros se ensombrecieron.

– El maldito vuelve de la caza. Salió en busca de rebeldes.

– Trajo a nuestra aldea a su hija, que es paralítica, con la esperanza de que el aire puro la curara. Pero el Dios de Israel lleva registros, todo lo deja anotado y nada olvida. ¡La tierra de Cana la devorará!

– ¡No gritéis, desdichados! ¡Ahí está!

Tres jinetes marchaban a la cabeza de la tropa; en el centro iba Rufo, el centurión de Nazaret. Clavó las espuelas al caballo y se acercó a la muchedumbre de campesinos, levantó el látigo y gritó:

– ¿Por qué os habéis reunido? ¡Dispersaos! -su rostro mostraba aflicción; en pocos meses había envejecido y sus cabellos se volvían grises. Una mañana había hallado a su hija única paralítica en el lecho y esta pena lo quebrantaba. Hacía caracolear al caballo, dispersando a los campesinos, cuando de pronto vio a Jesús sentado en la piedra. Su rostro se iluminó; espoleó al caballo y se acercó a él:

– Hijo del carpintero -dijo-, eres bienvenido a tu regreso de Judea. A ti te buscaba.

Se volvió hacia los campesinos y les gritó:

– ¡Debo hablar con él! ¡Fuera!

Vio a los discípulos e indigentes que le seguían desde Nazaret, reconoció a algunos de ellos y frunció el entrecejo.

– Hijo del carpintero -dijo-, tú has crucificado… Anda con cuidado, no sea que te crucifiquen a ti. No trates de sublevar al pueblo con ideas necias. Mi mano es pesada y Roma es inmortal.

Jesús sonrió; sabía que Roma no era inmortal, pero no dijo nada.

Los campesinos se dispersaron entre murmullos y se detuvieron algo más allá para mirar a los tres rebeldes que los legionarios habían apresado y a los que arrastraban, cargados de cadenas: un corpulento anciano de barba ahorquillada y sus dos hijos. Erguida la cabeza, los tres miraban por encima de los cascos romanos y no veían nada: sólo el Dios de Israel, encolerizado, flotaba en el aire.

Judas los reconoció; eran viejos compañeros de lucha y les hizo señas, pero ellos, cegados por el resplandor de Dios, no lo vieron.

– Hijo del carpintero -dijo el centurión, inclinándose sobre él desde el caballo-, hay dioses que nos detestan y nos matan, otros que no se dignan asomarse al mundo para mirarnos, y otros bondadosos y compasivos que curan a los desdichados mortales de sus enfermedades. Hijo del carpintero, ¿a qué clase pertenece tu Dios?

– No hay más que un Dios -respondió Jesús-. No blasfemes, centurión.

Rufo meneó la cabeza y dijo:

– No quiero entablar discusiones religiosas. Los judíos me repugnan y, perdóname, me cansáis repitiendo interminablemente las historias de vuestro Dios. Yo querría preguntarte una sola cosa: ¿tu Dios puede?…

Se detuvo. Le avergonzaba rebajarse a pedir un favor a un judío.

Pero enseguida apareció ante sus ojos una camita de virgen y, echado en ella, inmóvil, el cuerpo pálido de una joven con dos grandes ojos verdes que lo miraban, lo miraban y le suplicaban…

Hizo de tripas corazón, se inclinó aún más sobre Jesús y preguntó:

– ¿Puede tu Dios, hijo del carpintero, curar enfermos?

Dirigió a Jesús una mirada de angustia.

– ¿Puedes hacerlo? -volvió a preguntar, al ver que Jesús callaba.

Jesús se levantó lentamente de la piedra en que estaba sentado y se acercó al jinete.

– Los padres cometen faltas y los hijos las pagan. Tal es la ley de mi Dios.

– ¡Es injusta! -exclamó el centurión, estremeciéndose.

– ¡Es justa! -replicó Jesús-. El padre y el hijo forman una sola cepa; suben juntos al cielo y bajan juntos al infierno. Si le pegas a uno de ellos, hieres a los dos. Si uno de ellos se condena, los dos son torturados. Tú, centurión, nos persigues y nos matas, y el Dios de Israel hiere y paraliza a tu hija.

– Lo que dices es terrible, hijo del carpintero. Un día te oí hablar en Nazaret y tus palabras me parecieron más dulces y suaves de lo qué conviene a un romano, y ahora…

– Entonces hablaba del reino de los cielos, pero ahora hablo del fin del mundo. Después del día en que me oíste, centurión, el Juez se sentó en su trono, abrió los registros y llamó a la Justicia, que fue a colocarse a su lado, empuñando la espada.

– ¿Entonces tu Dios no va más allá de la Justicia? -exclamó el centurión, exasperado-. ¿Se detiene en la justicia? ¿Qué significa entonces aquel nuevo mensaje que predicabas este verano en Galilea: Amor, Amor? Mi hija no necesita de la justicia de Dios: necesita de su amor. Busco un Dios que sobrepase la justicia y que pueda curar a mi hija. Por eso había enviado a mi gente en tu busca. El Amor, ¿me oyes? ¿Me oyes? Busco el Amor y no la justicia.

– Centurión romano, implacable y sin amor, ¿quién pone esas palabras en tu boca feroz?

– El amor que me inspira mi hija, el sufrimiento. Busco un Dios que cure a mi hija para creer en él.

– Felices los que creen en Dios sin necesidad de milagros.

– Felices, sí. Pero yo soy un hombre duro y escéptico. Vi muchos dioses en Roma; los tenemos por millares en nuestras jaulas.

– ¿Dónde está tu hija?

– Aquí, en lo alto de la aldea.

– ¡Vayamos allí!

El centurión se apeó del caballo y echó a andar junto a Jesús. Le seguían, a cierta distancia, los discípulos, y tras éstos avanzaba la muchedumbre de campesinos. En aquel instante salió Tomás de la cola de la columna de soldados, gozoso. Seguía a la tropa romana, a la que vendía a buen precio sus mercancías de pacotilla.

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