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– ¡Eh, Tomás! -le gritaron los discípulos-. ¿No quieres unirte a nosotros? Ahora verás el milagro y creerás.

– Primero quiero ver -respondió Tomás-; ver y tocar.

– ¿Tocar qué, viejo majadero?

– La verdad.

– ¡Gimo si la verdad tuviera cuerpo! ¡Qué tonterías dices, cabeza de chorlito!

– Si no tiene cuerpo, ¿cómo he de reconocerla? -dijo Tomás, con voz gutural-. Yo necesito tocar. No me fío de mis ojos ni de mis oídos. Sólo me fío de mis manos.

Llegaron a lo alto de la colina, donde había una casita alegre y enjalbegada.

Una niña de doce años, echada en un lecho blanco, abría sus grandes ojos verdes; vio a su padre y su rostro resplandeció. Su alma se debatió violentamente, esforzándose por levantar aquel cuerpo paralizado, pero no lo logró y la alegría se extinguió en su rostro. Jesús se inclinó sobre la niña y le tomó la mano. Toda su fuerza se concentró en su propia mano; toda su fuerza, todo su amor y toda su piedad. No hablaba. Clavaba la mirada en aquellos ojos verdes y sentía que su alma se le salía impetuosamente por la punta de sus dedos y entraba en el cuerpo de la niña.

Esta lo miraba apasionadamente, con la boca abierta, y le sonreía.

Los discípulos entraron en la habitación de puntillas, con Tomás a la cabeza, que llevaba el hatillo de mercancías a la espalda y la trompeta colgada del ceñidor. Alrededor de la casa, tanto en el huerto como en la estrecha callejuela, se agruparon los campesinos. Todo el mundo contenía el aliento y esperaba. Con la espalda apoyada en la pared, el centurión miraba a su hija y se esforzaba por ocultar su nerviosismo.

Poco a poco, las mejillas de la niña recuperaban el color, su pecho se henchió y un dulce hormigueo le recorrió el cuerpo desde la mano hasta el corazón y desde el corazón hasta la planta de los pies. Sus entrañas se estremecían y susurraban como las hojas del álamo cuando se alza una ligera brisa. Jesús sentía latir la mano de la niña como un corazón, la sentía revivir en su propia mano. Entonces habló:

– ¡Hija mía -le ordenó con ternura-, levántate y anda!

La joven se movió suavemente, como si desentumeciera sus miembros, se estiró como si se despertara; sus manos se apoyaron en la cama, levantaron su cuerpo, dio un salto y cayó en los brazos de su padre. Tomás abrió los ojos bizcos, adelantó la mano y tocó a la niña como si quisiera asegurarse de que era de carne y hueso. Los discípulos quedaron perplejos y se asustaron. El pueblo que rodeaba la casa rugió por unos instantes y en seguida calló, espantado. Oíase sólo la risa fresca de la niña, que abrazaba y besaba a su padre.

Judas se acercó al maestro. En su rostro furibundo se dibujaba una maligna expresión.

– Empleas -dijo- tu poder para curar a los infieles. Haces el bien a nuestros enemigos. ¿Es éste el fin del mundo que nos traes? ¿Son éstas las llamas purificadoras que nos anuncias?

Pero Jesús, que se encontraba muy lejos, por cielos oscuros, no le oyó. El se había espantado más que nadie al ver que la niña saltaba del lecho. Los discípulos lo rodearon y se pusieron a bailar: no podían contener la alegría. Habían hecho bien al abandonarlo todo para seguirle. No era un impostor; obraba milagros. Tomás pesaba con una balanza imaginaria. En un platillo había puesto sus baratijas y en el otro el reino de los cielos; los platillos oscilaron durante largo rato y acabaron por detenerse. El reino de los cielos era más pesado y constituía un negocio que daba excelentes beneficios. «Doy cinco y puedo ganar mil. ¡Adelante, en nombre de Dios!»

Se acercó al maestro y le dijo:

– Rabí, para complacerte repartiré mis mercancías entre los pobres. Te ruego que no lo olvides el día de mañana, cuando venga a la tierra el reino de los cielos. Todo lo sacrifico y te sigo. Hoy vi y toqué la verdad.

Pero Jesús estaba aún muy lejos; oyó todo aquello; pero no respondió.

– Sólo conservaré la trompeta -dijo el ex mercader-. La tocaré para reunir al pueblo. ¡Vendemos gratis nuevas mercaderías, mercaderías inmortales!

El centurión se acercó a Jesús estrechando aún a su hija.

– Hombre de Dios -dijo-, resucitaste a mi hija. ¿Qué puedo hacer por ti?

– Liberé a tu hija de las cadenas de Satán -respondió Jesús-. Por tu parte, centurión, liberta a los tres rebeldes de las cadenas de Roma.

Rufo bajó la cabeza y suspiró:

– No puedo -murmuró, apenado-; de verdad, no puedo. He hecho un juramento al emperador romano, del mismo modo que tú lo has hecho al Dios que adoras. ¿Es lícito violar un juramento? Pídeme cualquier otra cosa. Pasado mañana partiré para Jerusalén y quiero darte lo que me pidas antes de irme.

– Centurión -respondió Jesús-, un día nos encontraremos en horas difíciles, en la santa Jerusalén. Entonces te pediré algo. Entretanto, espera.

Posó la mano durante largo rato en los cabellos rubios de la niña; cerró los ojos y sintió el calor de la cabeza, la suavidad de los cabellos, la dulzura de la mujer.

– Hija mía -dijo al fin, abriendo los ojos-, no olvides lo que te diré. Toma a tu padre de la mano y condúcele por el camino recto.

– ¿Cuál es el camino recto, hombre de Dios? -preguntó la niña.

– El Amor.

El centurión impartió órdenes y se prepararon mesas para comer y beber.

– Os invito -dijo a Jesús y a sus discípulos-. Esta noche comeréis y beberéis en esta casa. Festejo la resurrección de mi hija. Hacía años que no conocía la alegría, pero hoy mi corazón desborda de gozo. ¡Seáis bienvenidos!

Se inclinó hacia Jesús y le dijo:

– Debo gratitud al Dios que adoras. Dámelo y lo enviaré a Roma para que figure entre los otros dioses.

– Irá solo -respondió Jesús, y salió al patio para aspirar aire fresco.

Caía la noche. Las estrellas comenzaron a encenderse en el cielo, y allá abajo, en la aldea, las lámparas también se encendieron e hicieron brillar los ojos de los hombres. Aquella noche las conversaciones cotidianas se elevaron de tono, pues los hombres sentían que Dios, como un león bondadoso, había entrado en la aldea.

Las mesas estaban dispuestas. Jesús se sentó en medio de sus discípulos y repartió el pan sin despegar los labios. Su alma, inquieta, batía aún las alas como si acabara de escapar a un gran peligro o como si hubiera obtenido una victoria inesperada. A su alrededor, los discípulos también callaban, pero sus corazones saltaban de alegría. Todo aquello del fin del mundo y del reino de los cielos no era un sueño, una ilusión, sino la pura verdad. ¡Y el hombre moreno y descalzo que estaba con ellos, que comía, hablaba, reía y dormía como todos los hombres, era verdaderamente el enviado de Dios!

Acabada la comida y cuando todos se acostaron, Mateo se sentó en el suelo bajo la lámpara, sacó de su camisa la libreta en blanco, empuñó la caña de escribir que llevaba en la oreja, se inclinó sobre el papel y permaneció durante largo tiempo pensativo. ¿Cómo, por dónde comenzar? Dios lo había puesto junto a aquel hombre santo para que registrara por escrito fielmente las palabras que pronunciaba y los milagros que obraba, de modo que no se perdieran en el vacío y así las generaciones futuras los conocieran y abrazaran también ellas el camino de la redención. Aquélla era, con toda seguridad, la misión que Dios le había confiado. Era instruido, y, por lo tanto, sobre él pesaba una gran responsabilidad.

Debía recoger con su caña de escribir cuanto iba a perderse y dejarlo registrado en el papel para hacerlo inmortal. No le importaba que inspirara horror a los discípulos y que éstos no quisieran dirigirle la palabra porque había sido publicano. Ahora él les demostraría que un pecador que se arrepiente vale más que un hombre que nunca pecó.

Metió la caña en el tintero de bronce; oyó un susurro de alas a su derecha, como si un ángel se acercara a su oído para dictarle, y comenzó a escribir con trazos firmes y rápidos: «Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham. Abraham engendró…»

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