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Escribió, escribió hasta que apareció en oriente un resplandor blancuzco y resonó el canto del primer gallo.

Se pusieron en marcha. Tomás iba a la cabeza del grupo con su trompeta. La hacía sonar y despertaba a la aldea, al tiempo que gritaba: «Hasta la vista. Nos encontraremos en el reino de los cielos.» Tras él marchaban Jesús y sus discípulos con el tropel de andrajosos y lisiados que continuaban siguiéndoles desde Nazaret y Cana, y que esperaban. «No es posible -pensaban-; ha de llegar el día bendito en que se vuelva hacia nosotros para liberarnos del hambre y de la enfermedad.» Judas marchaba rezagado aquel día. Había encontrado una gran mochila y se detenía en las puertas de las casas para hablar con las mujeres. Rogaba y amenazaba a la vez:

– Nosotros -les decía- trabajamos por vosotras, para que os salvéis, desdichadas. Ayudadnos por vuestra parte a no morir de hambre. Los santos también necesitan comer para tener fuerzas y poder salvar a los hombres. Un trozo de pan, un puñado de aceitunas, un pedazo de queso, algunas uvas secas, dátiles, cualquier cosa. Dios lo anota en el registro y lo devuelve en el otro mundo. Si dais una aceituna, os devolverá un olivar.

Y si un ama de casa no estaba dispuesta a abrir su despensa, le gritaba:

– ¿Por qué eres tan avara? Mañana, quizá pasado mañana, quizá esta noche, se abrirán los cielos. Todos tus bienes serán pasto de las llamas y sólo te quedará lo que hayas dado. ¡Y si te salvas, desdichada, se lo deberás al trozo de pan, a las aceitunas y a la botella de aceite que me hayas dado!

Las mujeres se asustaban, abrían las despensas y, antes de llegar Judas al extremo de la aldea, su mochila desbordaba de limosnas.

Había comenzado el invierno y la tierra tiritaba. Muchos árboles estaban desnudos y sentían frío. Otros, bendecidos por Dios, como el olivo, la datilera y el ciprés, conservaban intacta, tanto en verano como en invierno, su librea. Y cuando eran pobres, los hombres sentían frío como los árboles sin hojas. Juan había echado su manto de lana sobre los hombros de Jesús y tiritaba; tenía prisa por llegar a Cafarnaum, donde abriría los cofres de su madre. La anciana Salomé había tejido mucho en su vida, y como su corazón era magnánimo, disfrutaba regalando. Distribuiría buenos vestidos entre los compañeros. Por más que murmurara el avaro de Zebedeo, era ella quien gobernaba la casa, imponiendo su terquedad y dulzura.

Felipe también tenía prisa. Pensaba en Cafarnaum, en su amigo íntimo Natanael, que, inclinado todo el día sobre las sandalias y las babuchas para conservarlas y remendarlas, no tenía tiempo de elevar su pensamiento a Dios y apoyar la escala de Jacob en el cielo para subir a él. «¿Cuándo llegaré? -pensaba Felipe-. Ardo en deseos de revelarle el gran secreto: ¡el infeliz también ha de salvarse!»

Tomaron un sendero apartado y dejaron a su izquierda Tiberíades, la ciudad aborrecida por Dios y gobernada por el condenado tetrarca que había matado al Bautista. Mateo se acercó a Pedro para preguntarle sobre sus recuerdos del Jordán y del Bautista, a fin de transcribirlos detalladamente, pero Pedro retrocedió unos pasos y desvió la cabeza para no aspirar el aliento del publicano. Mateo se apenó, apretó bajo el brazo la libreta y se quedó rezagado. Encontró a dos muleros que iban con frecuencia a Tiberíades y les preguntó cómo había ocurrido el impío asesinato, para dejar registrado el suceso en la libreta. ¿Era cierto que el tetrarca se había embriagado y que su hijastra Salomé había bailado desnuda ante él?… Mateo quería conocer los menores detalles para inmortalizarlos.

Entretanto, llegaron al gran pozo que está a las puertas de Magdala. El cielo estaba encapotado; el rostro de la tierra se oscureció y pronto suspendiéronse en el aire los hilos negros de la lluvia, que unieron el cielo y la tierra. Magdalena alzó los ojos hacia el tragaluz y vio oscurecerse el cielo. «Llega el invierno -murmuró-. ¡Debo apresurarme!» Hizo girar rápidamente el huso y comenzó febrilmente a hilar la lana con que tejería un vestido abrigado para el amado. De vez en cuando contemplaba en el patio el gran granado cargado de frutos. Magdalena no quería arrancarlos del árbol; todos los reservaba para Jesús. «Dios es compasivo», pensaba, y un día el amado volvería a pasar por su calleja; y entonces llenaría sus brazos de granadas e iría a colocarlas a sus pies. Jesús se inclinaría, cogería una granada y refrescaría su boca. Hilaba, contemplaba el granado y recordaba toda su vida, que comenzaba y terminaba con Jesús, el hijo de María. ¡Cuántas amarguras, cuántas alegrías! ¿Por qué la había abandonado? La última noche había abierto la puerta de su cuarto como un ladrón y había partido. ¿Adonde? ¿Continuaría luchando en las sombras? En lugar de labrar la tierra, de trabajar la madera o de pescar en el mar, y de tener una mujer (la mujer es también una criatura de Dios), una mujer con quien pasar las noches, combatía con sombras. ¡Ah, si volviera a pasar un día por Magdala, ella correría con el delantal lleno de granadas para que saciara su sed!

Cuando se hallaba sumergida en estos pensamientos sin dejar de hacer girar el huso con mano hábil y rápida, resonaron en la calle gritos y ruidos de pisadas y se oyeron toques de trompeta. Segundos después, una voz aguda, de eunuco, proclamó:

– ¡Abrid, abrid las puertas! ¡Ha llegado el reino de los cielos!

Magdalena se levantó bruscamente y su pecho se henchió. ¡Allí estaba! ¡Allí estaba! Sintió escalofríos por todo su cuerpo. Echó a correr sin pañuelo, con los cabellos sueltos sobre los hombros; cruzó el patio, llegó a la puerta y vio al Señor ante el dintel. Lanzó un grito de alegría y cayó a sus pies. «Maestro, maestro -decía, extasiada-, bienvenido seas.»

Había olvidado las granadas y su promesa. Abrazaba las rodillas sagradas y su cabellera negra de reflejos azules se arrastraba por tierra. Su cuerpo estaba aún impregnado de los antiguos perfumes, los perfumes malditos.

– Maestro, maestro, bienvenido seas -repetía, extasiada, y lo iba empujando suavemente hacia su casa.

Jesús se inclinó, la asió de la mano y la levantó. Maravillado y tímido, le tomaba la mano como un novio poco experimentado toma la de su joven esposa. Su cuerpo se regocijaba desde sus raíces. No era a Magdalena a quien había levantado del suelo, sino al alma humana, que era su prometida. Magdalena temblaba, se ruborizaba y desparramaba la cabellera sobre el pecho para ocultarlo. Todo el mundo la miraba, asombrado. ¡Cómo se había desvanecido, cómo había palidecido! Dos círculos violáceos rodeaban sus ojos, y su boca firme se había marchitado como una flor sin agua. Caminaban asidos de la mano y les parecía que soñaban, que no caminaban por la tierra, sino que planeaban por los aires. ¿Era aquello una boda y los andrajosos que abarrotaban la calle y les seguían formaban el cortejo nupcial? Y aquel granado que de pronto vieron en el patio, cargado de frutos, ¿era un espíritu favorable, una divinidad de la casa, o era una mujer feliz que parió hijos e hijas y que ahora estaba en el centro del patio y los admiraba?

– Magdalena -dijo dulcemente Jesús-, todas tus faltas están perdonadas porque amaste mucho.

Una inmensa alegría embargó a Magdalena. Quería decir: «¿Soy virgen!», pero la alegría no le dejaba abrir la boca. Corrió hasta el granado, llenó su delantal de frutos rojos y frescos y fue «colocarlos a los pies del Amado. Y ocurrió exactamente lo que tanto había deseado: Jesús se inclinó, tomó una granada, la abrió, llenó su mano de granos y se refrescó la boca con ellos. Luego los discípulos se inclinaron a su vez, cogieron cada cual una granada y se refrescaron la boca.

– Magdalena -dijo Jesús-, ¿por qué me miras con tanta inquietud? Pareces despedirte de mí.

– Te recibo y me despido de ti cada instante de mi vida, desde que nací, Amado -respondió Magdalena tan quedamente que sólo Jesús y Juan, que estaban a su lado, la oyeron.

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