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– No le dejaré volver a Jerusalén… No permitiré que vuelva… -murmuraba entre suspiros y miraba el camino blanco, acechando su llegada.

Pero en lugar de Jesús apareció en el camino de Jerusalén su anciano padre el rabino, encorvado y tambaleante. «¡Pobre padre! -pensó Magdalena-. ¡En el estado en que está sigue a todas partes a nuestro maestro, como un viejo perro fiel! Oigo que se levanta de noche, sale al patio, se prosterna y clama a Dios: ¡Ayúdame, muéstrame una señal! Pero Dios permite que se atormente; lo tortura, al parecer, porque lo ama, y así se consuela el desdichado…»

Lo veía subir ahora, apoyado en el báculo y deteniéndose a cada instante para volverse y mirar hacia Jerusalén, abrir los brazos, tomar aliento… En los últimos días pasados en Betania, habían olvidado el pasado y el anciano, al comprobar que su hija había abandonado el mal camino, la había perdonado. Las lágrimas lavan todas las faltas, y Magdalena había llorado mucho.

El anciano llegó sofocado. Magdalena se hizo a un lado para dejarle pasar, pero él se detuvo y le tomó las manos en actitud suplicante:

– Magdalena, hija mía -dijo-, eres mujer y tus lágrimas y caricias tienen un gran poder. Arrójate a sus pies e implórale que no vuelva a Jerusalén. Hoy los escribas y fariseos se enfurecieron aún más que otros días y vi que hablaban secretamente entre ellos; sus labios segregaban veneno y estoy seguro de que traman su muerte.

– ¡Su muerte! -exclamó Magdalena, con el pecho oprimido por la congoja-. ¡Su muerte! Pero, padre ¿puede acaso morir?-. El viejo rabino miró a su hija y en su rostro se esbozó una amarga sonrisa.

– Eso decimos de todos los hombres que amamos -murmuró.

– Pero el maestro no es un hombre como nosotros, ¡no!

– dijo Magdalena desesperada-. ¡No! ¡No! -repetía para conjurar su pavor.

– ¿Cómo lo sabes? -dijo el anciano. Su corazón palpitaba: confiaba en el instinto de la mujer.

– Lo sé -respondió Magdalena-. No me preguntes cómo, pero lo sé y estoy segura de ello. No tengas miedo, padre. ¿Quién se atreverá a tocarle ahora que resucitó a Lázaro?

– Ahora que resucitó a Lázaro redobló el furor de los fariseos. Antes le oían predicar y se encogían de hombros, pero ahora, con la propagación de la nueva del milagro, el pueblo se envalentonó y exclama: «¡Es el Mesías! ¡Resucita a los muertos! ¡Dios le ha otorgado poderes especiales! ¡Sigámoslo!» Hoy, grupos de hombres y mujeres corren tras él con ramos, los enfermos levantan las muletas y amenazan, los pobres alzan la cabeza… Los escribas y los fariseos ven todo esto y revientan de rabia. Dicen: «Si permitimos que esto dure algún tiempo, estamos perdidos.» Van una y otra vez de Herodes a Caifas y de Caifas a Pilatos; le cavan la tumba… Magdalena, hija mía, abraza sus rodillas y no le dejes volver a Jerusalén. Regresemos a Galilea.

Recordó un rostro sombrío, picado de viruelas, y dijo:

– Magdalena, al venir vi a Barrabás. Andaba rondando y su rostro era más sombrío que el de la Muerte. Cuando oyó mis pisadas, se ocultó entre los zarzales. ¡Mala señal!

Su cuerpo sin fuerzas se dobló. Magdalena tomó a su padre por la cintura y lo metió en la casa. Le llevó un escabel y el viejo se sentó. Ella se arrodilló junto a él y le preguntó:

– ¿Dónde está ahora? ¿Dónde lo dejaste, padre?

– En el Templo. ¡Vocifera, sus ojos despiden llamas, va a quemar el santo edificio! ¡Y qué palabras dice, Dios mío, qué blasfemias! Dice: «Aboliré la Ley de Moisés para imponer una nueva Ley. ¡No iré a buscar a Dios a la cima del Sinaí sino que lo encontraré en mi corazón!»

El anciano bajó la voz y añadió, temblando:

– A veces, hija mía, a veces me temo que su cerebro esté perturbado. O acaso Lucifer…

– ¡Calla! -dijo Magdalena, posando sus manos en los labios del anciano.

Aún hablaban cuando aparecieron en el umbral, uno tras otro, los discípulos. Magdalena se incorporó con un movimiento vivo, miró, pero Jesús no estaba con ellos.

– ¿Y el maestro? -dijo con voz desgarradora-. ¿Dónde está el maestro?

– Nada temas -respondió Pedro con expresión huraña-, nada temas. Ya vendrá.

María se puso en pie de un salto y se acercó, inquieta, a los discípulos, cuyos rostros aparecían ensombrecidos, conturbados y con la mirada apagada. Se apoyó contra la pared y murmuró, oprimida:

– ¿Y el maestro?

– Ya vendrá, María, ya vendrá… -respondió Juan-. ¿Acaso lo habríamos abandonado si le hubiera ocurrido algo?

Los discípulos se dispersaron por la casa. Tenían el ceño fruncido y no hablaban.

Mateo sacó las cañas de su camisa y se dispuso a escribir.

– Habla tú, Mateo -dijo el anciano rabino-. Habla, que mi bendición te acompaña.

– Anciano -respondió Mateo-, cuando volvíamos todos juntos, el centurión Rufo nos detuvo en la puerta de Jerusalén. Dijo: «¡Tengo órdenes!» Palidecimos de miedo, pero el maestro le tendió la mano con calma y le dijo: «Te saludo amigo, ¿qué quieres de mí?» Rufo respondió: «¡Pilatos desea hablar contigo. Te ruego que me sigas!» «Te sigo», dijo tranquilamente Jesús y volvió el rostro hacia Jerusalén. Pero nosotros nos precipitamos sobre él, gritando: «¿Adonde vas, maestro? No dejaremos que le sigas.» El centurión intervino y dijo: «No temáis nada. Pilatos desea su bien, ¡os doy mi palabra!» El maestro nos ordenó: «Idos, y no tengáis miedo. Aún no llegó la hora.» Pero Judas dio un salto y gritó: «Yo iré contigo, maestro; no te abandono.» «Ven -le dijo el maestro-, yo tampoco te abandono.» Partieron hacia Jerusalén; Jesús y el centurión iban delante y Judas atrás, como un perro pastor.

Mientras hablaba Mateo, los discípulos se iban acercando y se sentaban en el suelo, en silencio.

– Vuestros rostros están turbados -dijo el rabino-. Nos ocultáis algo.

– Se trata de otras preocupaciones, anciano -respondió Pedro-, de otras preocupaciones…

Era cierto; en el camino de regreso habían entrado en ellos demonios oscuros. Los muertos comenzaban a resucitar y el día del Señor se acercaba; el maestro iba a subir al trono y llegaba el momento en que debían repartirse los honores. Y los discípulos se habían puesto a disputar sobre la distribución.

– Yo me sentaré a su diestra -decía uno-. El maestro me prefiere.

– ¡No! ¡Yo me sentaré a su diestra! ¡Me prefiere a mí!

– ¡A mí!

– ¡A mí!

– ¡Yo fui el primero que le llamó maestro! -dijo Andrés.

– ¡Yo soy quien le ve con más frecuencia en sueños! -replicó Pedro.

– ¡A mí me llama amado!… -dijo Juan.

– ¡A mí también!

– ¡A mí también!

La sangre de Pedro se inflamó y gritó:

– ¡No digáis tonterías! ¿Acaso no me dijo anteayer: «Pedro, eres piedra y sobre ti construiré la nueva Jerusalén»?

– ¡No dijo la nueva Jerusalén! Tengo anotadas aquí sus palabras -intervino Mateo golpeando los escritos que llevaba en el pecho.

– ¿Qué me dijo entonces, chupatinta? ¡Eso oí yo! -dijo Pedro, encolerizado.

– Dijo: «Pedro, eres piedra y sobre esta piedra construiré mi Iglesia.» Mi Iglesia y no Jerusalén. ¡Hay una gran diferencia!

– ¿Y que más me prometió? -gritó Pedro-. ¿Por qué te detuviste? ¿Te molesta seguir leyendo? ¡Di de una vez lo que dijo de las llaves!

Mateo, sin inmutarse, tomó los escritos y leyó:

– «Y te daré las llaves del reino de los cielos…» -¿Y que más? ¿Qué más? -gritó Pedro, triunfalmente. Mateo tragó saliva, se inclinó nuevamente y leyó: -«Lo que atares en esta tierra será atado en el cielo, y lo que desatares en esta tierra será desatado en el cielo…» ¡Eso es todo!…

– ¿Y te parece poco? Todos habéis oído que tengo las llaves; yo abro y cierro el Paraíso. ¡Si quiero os dejo entrar, y si no, os quedáis fuera!

Entonces los discípulos habían estallado. Habrían llegado a las manos si no hubieran estado muy cerca de Betania. Se avergonzaron de haber ofrecido aquel espectáculo a los campesinos y trataron de calmarse. Pero sus rostros estaban aún sombríos.

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