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– Estoy harto, te lo repito. Hoy mi corazón me ha asqueado. Marcha delante y muéstrame el camino, Judas. Estoy dispuesto a seguirte.

El pelirrojo miró a su alrededor y bajó la voz:

– ¿Eres capaz de matar, Felipe?

– ¿A un hombre?

– A un hombre, desde luego. ¿Qué creías, que se trataba de matar carneros?

– No maté a ningún hombre, pero me parece que debo ser capaz de hacerlo. En la ultima luna derribé a un toro y lo maté sin ayuda de nadie.

– Matar a un hombre es más fácil. Únete a nosotros. Felipe se estremeció, comprendía.

– ¿Tú eres de ésos, de los zelotes? -preguntó. El pánico invadió su rostro.

Había oído hablar con frecuencia de aquella cofradía terrible de los «Santos Asesinos», según se hacían llamar, que sembraba el terror desde el monte Hermón hasta el Mar Muerto, y aun más abajo, hasta el desierto de Idumea. Rondaban armados de barras de hierro, de sogas, de cuchillos y proclamaban: «No paguéis impuestos a los infieles; no tenemos más que un Señor, que es Adonay; matad a todo hebreo que pisotee la Ley Santa, que ría, hable o trabaje con los enemigos de nuestro Dios, los romanos. ¡Golpead, matad, abrid el camino por el que ha de marchar el Mesías! ¡Purificad el mundo, preparad los caminos, pues llega el Mesías!

Entraban en pleno día en las aldeas y en las ciudades; ellos mismos dictaban la sentencia y mataban a un traidor saduceo o a un sanguinario romano. Los propietarios, los sacerdotes, el alto clero temblaban ante ellos y los maldecían. Eran ellos quienes provocaban la rebelión que atraía a las tropas romanas, haciendo que a cada instante recomenzara la carnicería y corriera como un torrente la sangre de los hebreos.

– ¿Tú eres de ésos, de los zelotes? -volvió a preguntar Felipe en voz baja.

– ¿Te espanta, compañero? -dijo el pelirrojo con una risa despectiva-. No somos asesinos, no te atemorices. Luchamos por la libertad, para que nuestro Dios salga de la esclavitud, para que nuestra alma salga de la esclavitud. En pie, Felipe; ha llegado la hora de demostrar si eres un hombre. Únete a nosotros. Pero Felipe permanecía con la cabeza baja. Se arrepentía de haber cedido al impulso de hablar de estas cosas con Judas. Las fanfarronadas estaban bien cuando uno las pronuncia comiendo y bebiendo sentado a una mesa con un amigo; estaba bien lanzarse a grandes discusiones, decir «haré esto y les demostraré aquello», pero cuidado, no convenía ir más lejos porque de lo contrario las cosas tomarían un mal cariz.

Judas se inclinaba ahora sobre él y le hablaba. ¡Cómo se había transformado su voz, con cuánta ternura su pesada mano acariciaba el hombro de Felipe!

– ¿Qué es la vida de un hombre, Felipe? -le decía-. ¿Qué vale? No vale nada si no es libre. Te digo que luchamos por la libertad. Únete a nosotros.

Felipe callaba. ¡Si hubiera podido escaparse! Pero Judas lo tenía cogido por el hombro.

– Únete a nosotros; eres un hombre. Decídete. ¿Tienes un puñal?

– Sí.

– Consérvalo permanentemente en tu pecho, pues podrás necesitarlo en cualquier instante. Vivimos días difíciles, hermano. ¿No oyes que se acercan pisadas ligeras? Es el Mesías, y no ha de encontrar obstáculos en su camino. ¡El puñal es más útil que el pan! ¡Mírame!

Entreabrió el vestido. En el pecho negro, contra la piel, brillaba la hoja desnuda de un puñal beduino armado de doble filo.

– ¡Hoy no lo he hundido en el corazón de un traidor por culpa de ese atolondrado de Santiago, hijo de Zebedeo! Ayer, antes de que yo partiera de Nazaret, la cofradía lo condenó a muerte…

– ¿A quién?

– …y la suerte me eligió a mí para matarlo.

– ¿A quién? -repitió Felipe, que había palidecido.

– Eso es cosa mía -respondió bruscamente el pelirrojo-. No te mezcles en nuestros asuntos.

– ¿No confías en mí?

El pelirrojo paseó la mirada alrededor, bajó la cabeza y cogió a Felipe por el brazo:

– Escucha bien lo que te diré, Felipe. No digas de esto ni una palabra porque de lo contrario estarás perdido. Ahora me dirijo al Monasterio del desierto. Los monjes me llamaron para reparar sus herramientas. Dentro de algunos días, tres o cuatro, volveré a pasar por tu choza. Medita bien lo que hemos hablado, no digas nada, no reveles el secreto a nadie, decide tú solo. Y si eres hombre, si tomas la decisión que debes tomar, te diré a quién debemos matar.

– ¿A quién? ¿Lo conozco?

– No te apresures tanto. Aún no eres de los nuestros.

Le tendió su manaza:

– Adiós, Felipe -dijo-. Hasta ahora tú no contabas absolutamente para nada y el mundo no sabía si vivías o no. Yo era así, un ser del todo insignificante, hasta el día en que entré en la cofradía. Desde aquel día me convertí en otro hombre, me convertí en hombre. Ya no soy Judas el pelirrojo, el herrero, que trabaja como una bestia de carga y que no tiene más que una idea: cómo alimentar estos pies enormes, este vientre y esta bocaza sucia. Trabajo por una gran causa, ¿entiendes? Por una gran causa. Y el que trabaja por una gran causa, por miserable que sea, se hace grande también él. ¿Comprendes? No te digo más. ¡Adiós!

Arreó al asno y tomó a paso vivo el camino del desierto.

Felipe quedó solo. Apoyó la barbilla en el cayado y siguió con la mirada a Judas hasta que éste desapareció tras los peñascos.

«Lo que dice el pelirrojo es justo -pensó-. Justo y santo. Pronunció palabras graves, desde luego, pero, ¿qué importa eso? Mientras uno se queda en las palabras, todo va bien, lo malo es cuando se pasa a la acción. Ten cuidado, pobre Felipe, piensa también en tus carneritos. Este asunto requiere reflexión. Olvidémoslo por ahora y ya veremos qué se hace cuando llegue el momento.

Colgó el cayado del hombro; había oído las esquilas de su rebaño y se echó a correr al tiempo que silbaba.

Entretanto, los hombres de Zebedeo habían encendido el fuego y cocinaban la sopa de pescado. El agua hervía y arrojaron en la olla erizos de mar, besugos y doradas así como una piedra cubierta de algas verdes para dar a la sopa sabor a mar. Todos los pescadores, en cuclillas en torno del fuego, con los ojos agrandados por el hambre canina, hablaban entre sí en voz baja. El viejo pescador se inclinó y dijo quedamente a su vecino:

– El herrero habló sin pelos en la lengua. Paciencia, llegará un día en que los pobres estén arriba y los ricos bajen al último peldaño. Eso es la justicia.

– ¿Crees que eso puede suceder? -respondió el otro, que tenía hambre desde la infancia-. ¿Crees que eso pueda suceder en este mundo?

– ¿Existe Dios? -respondió el viejo-. Existe. ¿Es justo? ¿Acaso puede Dios no ser justo? Lo es. Pues bien, entonces eso sucederá. Sólo es preciso tener paciencia, muchacho, paciencia.

– ¡Eh! ¿Qué andáis murmurando? -dijo el viejo Zebedeo que había oído algo y se mosqueó-. Pensad en vuestro trabajo y dejad tranquilo a Dios, que él sabe lo que se hace. ¡Dios mío, lo que hay que oír!

Todos callaron súbitamente. El viejo se levantó, tomó la cuchara de madera y revolvió la sopa.

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