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Entretanto, la anciana Salomé había abandonado el diván y, a pesar de los dolores que la torturaban, se había arrastrado al patio y vituperaba ásperamente a su marido:

– ¡Te has cubierto de vergüenza, viejo Zebedeo! -gritaba-. ¡Has permitido que un grupo de bandidos entrara en tu casa y arrebatara de tus manos a una mujer que imploraba tu piedad!

Luego se volvió hacia su hijo Santiago, que permanecía en pie en el centro del patio, indeciso, y le dijo:

– ¿Y tú sigues el ejemplo de tu padre? ¿No tienes vergüenza? ¿No vales más que él? ¿No reconoces, como él, otro Dios que el interés? ¡Corre a defender a una mujer a quien toda una aldea quiere matar!

– Voy, madre; cálmate -respondió el hijo, que a nadie temía tanto en el mundo como a su madre. Apoderábase de él el terror cada vez que ella se erguía ante él, furiosa. Sentía que aquella voz salvaje y severa no era la voz de su madre, sino la voz antigua, enronquecida en el desierto, de la tribu obstinada, de la tribu de Israel.

Santiago se volvió y, haciendo una señal a sus dos compañeros, Felipe y Natanael, dijo:

– Vamos, muchachos -miró atentamente entre los toneles, en busca de Judas, pero éste se había ido.

– Yo también iré -dijo Zebedeo, fuera de sí. Temía quedarse solo con su mujer. Se inclinó, recogió el garrote y pronto alcanzó a su hijo.

Magdalena, cubierta de heridas y acurrucada en un rincón del foso, se protegía la cabeza con los brazos y gritaba. En torno del foso, los hombres y las mujeres la miraban y reían. En todos los viñedos de los alrededores, los muchachos que transportaban cestas y las vendimiadoras abandonaban el trabajo para participar de aquel espectáculo. Los jóvenes ardían en deseos de ver aquel cuerpo célebre medio desnudo y ensangrentado, y las muchachas detestaban a aquella mujer que se ofrecía a todos los hombres y no les dejaba ninguno a ellas.

Barrabás alzó la mano para acallar los gritos, pronunciar la. sentencia y dar la señal para iniciar la lapidación. En aquel instante apareció Santiago. Iba a lanzarse sobre el cabecilla zelote, pero Felipe lo retuvo tomándolo del brazo.

– ¿Qué piensas hacer? ¿Adonde vamos? Somos cuatro gatos contra toda una aldea. ¡Estamos perdidos!

Pero Santiago aún oía el grito salvaje de su madre.

– ¡Eh, Barrabás, el del puñal! -gritó-. ¿Viniste a nuestra aldea a matar a la gente? Deja a esa mujer. Nosotros la juzgaremos. Haremos venir a los Ancianos de las aldeas de Magdala y de Cafarnaum para que la juzguen. Su padre, el viejo rabino, vendrá también de Nazaret. ¡Así lo manda la Ley!

– ¡Mi hijo tiene razón! -dijo entonces el viejo Zebedeo, adelantándose con su grueso garrote-. Tiene razón. ¡Así lo manda la Ley!

Barrabás se volvió hacia ellos con un movimiento brusco y gritó:

– ¡Los Ancianos están vendidos! ¡Zebedeo está vendido! No me merecen confianza. ¡ La Ley soy yo! ¡El que se atreva, compañeros, que venga a medirse conmigo!

Los hombres y las mujeres de Magdala y de Cafarnaum se agruparon en torno de Barrabás. El asesinato brillaba en sus pupilas. Una banda de jovencitos llegó de la aldea, armada con hondas.

Felipe tomó a Natanael por el brazo y retrocedió. Se volvió hacia Santiago:

– Ve tú solo, si quieres, hijo de Zebedeo. Nosotros no iremos; no estamos locos.

– ¿No tenéis vergüenza, cobardes?

– No, no tenemos vergüenza; ve tú solo.

Santiago miró a su padre, pero éste tosió.

– Yo soy viejo -dijo.

– ¿Entonces?… -gritó Barrabás, y lanzó una carcajada.

Apareció la anciana Salomé, apoyada en el brazo de su hijo menor. Tras ellos, con los ojos arrasados de lágrimas, avanzaba María, la mujer de José. Santiago se volvió, vio a su madre y se sobresaltó. Ante él estaban el hombre del puñal, terrible, y la turba enfurecida de campesinos; tras él, su madre, salvaje, silenciosa.

– ¿Entonces?… -rugió de nuevo Barrabás, arremangándose.

– ¡No me cubriré de vergüenza! -murmuró el hijo de Zebedeo, avanzando. Barrabás le salió al encuentro.

– ¡Lo matará! -dijo su hermano menor. Quiso correr para ayudarle, pero su madre lo retuvo:

– Tú, cállate -le dijo- y no te mezcles en esto.

Y cuando los dos adversarios se iban a enzarzar en la lucha, un grito alegre subió desde la orilla del lago: ¡Maran atha! Maran atha! Un joven bronceado por el sol, jadeante, apareció agitando los brazos y gritando:

– Maran atha! ¡Maran atha! ¡Llega el Señor!

– ¿Quién llega? -gritó la multitud, rodeándolo.

– ¡El Señor! -respondió el joven, señalando hacia el desierto-. ¡Ahí está el Señor!

Todos se volvieron. Inclinábase el sol y cedía el calor. Apareció entonces un hombre, que subía desde la orilla del lago, enteramente vestido de blanco, como un monje del Monasterio. En el borde del lago, las adelfas estaban en flor y el hombre vestido de blanco alargó la mano, cogió una flor roja y se la llevó a los labios. Dos gaviotas que saltaban sobre los guijarros se apartaron para dejarle pasar.

La anciana Salomé alzó la cabeza blanca y olió el aire:

– Hijo mío -dijo a Juan-, ¿qué ocurre? Cambió el aire.

– Mi corazón late violentamente, madre -respondió el hijo-. ¡Creo que es él!

– ¿Quién?

– ¡Calla!

– ¿Y quiénes son aquellos que le siguen? ¡Oh, un ejército corre tras él, hijo mío!

– Son los pobres, madre, que espigan lo que dejaron los vendimiadores. No es un ejército, no temas.

Verdaderamente comenzaba a aparecer tras él algo semejante a un ejército; le seguían bandas de andrajosos, hombres, mujeres y niños con bolsas y cestos que se detenían al borde del camino, en las viñas vendimiadas, para buscar los restos. Todos los años aquellas hordas del hambre se derramaban por toda Galilea en la época de la siega, de la vendimia y de la recolección de aceitunas, espigando los restos que los propietarios dejan para los pobres, según ordena la ley de Israel.

De pronto, el hombre vestido de blanco se detuvo. Vio la muchedumbre y se asustó. «¡Quiero irme!» El antiguo espanto volvió a apoderarse de él. «Quiero volver al desierto, pues allí está Dios. Aquí están los hombres. ¡Quiero partir!» Su destino hallábase una vez más suspendido de un fino hilo. ¿Debía retroceder? ¿Debía avanzar?

Todos los que rodeaban el foso habían quedado inmóviles y lo miraban. Santiago y Barrabás permanecían arremangados uno frente a otro. Magdalena alzó la cabeza para oír. ¿Qué significaba aquel silencio: la vida o la muerte? El aire había cambiado. Súbitamente se puso en pie de un salto, alzó los brazos y lanzó un grito:

– ¡Socorro!

El hombre vestido de blanco oyó el grito, reconoció la voz y se estremeció.

– ¡Magdalena! -murmuró-. ¡Magdalena! ¡Debo salvarla! -se dirigió rápidamente hacia la multitud.

Avanzaba con los brazos abiertos. A medida que iba acercándose a aquellos hombres y que veía sus rostros feroces, sombríos, torturados, y sus ojos desbordantes de cólera, su corazón se conmovía, sus entrañas rebosaban compasión y amor. «He aquí a los hombres -pensaba-. Todos son hermanos, todos, pero no lo saben, y por eso se persiguen unos a otros… ¡Cuántas alegrías, cuántos abrazos, cuánta felicidad habría si lo supieran!»

Llegó al fin, se subió a una piedra, extendió los brazos y una palabra surgió de lo más hondo de sí mismo, triunfal, alegre:

– ¡Hermanos!

Los hombres se sorprendieron y se miraron unos a otros, pero nadie respondió.

– ¡Hermanos! -estalló nuevamente el grito triunfal-. ¡Celebro veros!

– ¡No eres bienvenido, crucificador! -le respondió Barrabás, quien recogió en seguida una gran piedra.

– ¡Hijo mío! -María lanzó un grito desgarrador y avanzó precipitadamente para abrazar a su hijo. Reía, lloraba y lo acariciaba. Pero Jesús, sin pronunciar palabra alguna, se desprendió de los brazos de su madre y avanzó hacia Barrabás.

– Barrabás, hermano mío -dijo-, celebro verte. Soy tu amigo y traigo una buena nueva…, ¡una gran alegría!

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