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Juan apareció con una copa de agua y cinco o seis higos servidos en una hoja de parra.

– No llores, mujer -le dijo, colocando los higos en su delantal-. Un santo resplandor nimba el rostro de tu hijo; no todos lo ven, pero yo vi una noche cómo lamía su rostro y tuve miedo. Además, el anciano Habacuc veía todas las noches en sueños al difunto higúmeno. Al parecer, llevaba a tu hijo de la mano, lo conducía de celda en celda y lo señalaba con el dedo. No hablaba; se limitaba a señalarlo, sonriendo. El anciano Habacuc tenía miedo, saltaba del lecho, iba a despertar a los monjes y todos se devanaban los sesos para explicar el sueño. ¿Qué quería decirles el higúmeno? ¿Por qué les señalaba al recién llegado sonriendo? Y repentinamente anteayer, el día en que salí del Monasterio, tuvieron una iluminación divina y desentrañaron el sentido del sueño: él debía ser el higúmeno. Tal ordenaba el muerto, él debía ser el higúmeno… Todos los monjes fueron entonces a la celda de tu hijo. Cayendo a sus pies, le dijeron que era voluntad de Dios que él se convirtiera en higúmeno del Monasterio. Pero tu hijo rehusó. «¡No, no! ¡Ese no es mi camino! ¡No soy digno! ¡Me iré!» Cuando yo abandonaba el Monasterio, a eso de mediodía, oí sus voces, cuando rehusaba. Los monjes amenazaban encerrarlo con llave en una celda y poner centinelas del otro lado de la puerta para impedirle huir.

– Regocíjate, María -dijo la anciana Salomé. Su rostro arrugado resplandecía-. ¡Madre dichosa! ¡Dios sopló en tu seno y tú no lo sientes!

Al oír esto, María sacudió la cabeza, inconsolable.

– No quiero tener un santo por hijo -murmuró-. Quiero que sea un hombre como los demás, que se case, que me dé nietos. Tal es el camino de Dios.

– Tal es el camino del hombre -dijo Juan en voz baja, como si le avergonzara contradecirla-. El otro, el que sigue tu hijo, es el camino de Dios, mujer.

Gritos y estallidos de risa salieron de las viñas. Dos muchachos que transportaban cestos entraron en el patio, excitados, y gritaron, lanzando carcajadas:

– ¡Malas noticias, patrones! ¡Parece que los habitantes de Magdala se alzaron, se armaron de piedras y persiguen a su sirena! ¡Quieren matarla!

– ¿Qué sirena? -gritaron los pisadores de uvas, interrumpiendo su danza-. ¿Magdalena?

– ¡Magdalena, sí! ¡Que Dios la proteja! Dos muleros que pasaban por el camino nos dieron la noticia. Parece que ayer sábado llegó a Magdala desde Nazaret, sembrando el terror, el cabecilla Barrabás…

– ¡He ahí otro pillo! ¡Maldito sea! -gritó el viejo Zebedeo, fuera de sí-. Por lo que dice, es zelote. ¡Se presenta con un mascarón de salvaje para salvar a Israel! ¡Ojalá reviente el bellaco!… ¿Y qué más?

– Pasó de noche ante la casa de Magdalena y halló el patio lleno de gente. ¡La pecadora trabajaba hasta el día santo, el sábado! Esta profanación fue demasiado para él. Barrabás entró en el patio como una tromba, sacó el puñal, los mercaderes desenvainaron la espada, acudieron los vecinos…; en suma, se armó un gran alboroto. Dos de los nuestros quedaron heridos y los mercaderes montaron sus camellos y se fueron en silencio. Barrabás derribó la puerta para apoderarse de la mujer y degollarla. ¡Pero Magdalena ya no estaba! El pájaro había volado. Había salido por la otra puerta, sin que nadie la viera. Toda la aldea se lanzó en su persecución, pero, como caía la noche, no hubo modo de encontrarla. Apenas amaneció, prosiguió la búsqueda y ahora están sobre sus huellas. ¡Parece que encontraron la marca de sus pisadas en la arena! ¡Se dirigía a Cafarnaum!

– ¡Démosle la bienvenida, muchachos! -dijo Felipe, relamiéndose los gruesos labios de chivo-. Sólo ella faltaba en el Paraíso, la habíamos olvidado: Eva. ¡Bienvenida sea!

– ¡Su molino trabaja hasta los sábados! -dijo el cándido Natanael, y sonrió maliciosamente. Recordó que una noche, víspera de sábado, se había lavado, afeitado y se había puesto ropas limpias; la Tentación del baño se había presentado en su casa, lo había tomado de la mano y había ido a Magdala. Había ido a Magdala, directamente a la casa de Magdalena…, ¡bendita sea! Era invierno, los asuntos de su molino marchaban mal y Natanael, único cliente, se había quedado moliendo todo el sábado… Natanael sonrió, satisfecho. Era un gran pecado, por supuesto; sí, era un gran pecado, pero Dios, en quien depositamos nuestra confianza, Dios perdona. Sin preocupaciones, pobre, soltero, Natanael se pasaba la vida sentado ante un banco de zapatero, en una esquina de su aldea, fabricando zuecos para los campesinos y gruesas sandalias para los pastores… ¡Aquello no era vida! Había dedicado un día al placer; un solo, único y precioso día en su vida; había probado la alegría, como un hombre. Podía ser un sábado, pero Dios, ya se sabe, comprende este tipo de cosas y perdona…

El viejo Zebedeo puso mala cara:

– ¡Problemas, problemas! -murmuró. ¡Siempre tenían que arreglar las disputas en su patio! Primero los profetas, luego las prostitutas o los pescadores llorones, y ahora los barrabases. Era demasiado. Se volvió hacia los pisadores y les gritó-: ¡Vosotros, muchachos, trabajad! ¡Pisad la uva!

En la casa, la anciana Salomé y María, la mujer de José, habían oído las noticias, se habían mirado y luego habían bajado la cabeza, sin hablar… Judas soltó el martillo, salió y se apoyó en el marco de la puerta de la calle. Había oído todo y lo había grabado en su espíritu; al pasar, lanzó una mirada feroz al viejo Zebedeo.

Se detuvo en el umbral y escuchó. Oyó gritos, vio una polvareda, hombres que corrían y mujeres que lanzaban chillidos: «¡Atrapadla, atrapadla!» Antes de que los tres hombres tuvieran tiempo de saltar fuera del lagar y de que el viejo Zebedeo descendiera de la plataforma, Magdalena, jadeante, con las ropas hechas jirones, entró en el patio y cayó a los pies de la anciana Salomé:

– ¡Socorro, mujer! -gritó-. ¡Socorro! ¡Ya llegan!

La anciana Salomé se apiadó de la pecadora, se levantó, cerró la ventana y dijo a su hijo:

– Corre el cerrojo, hijo mío -luego, dirigiéndose a Magdalena, dijo-: Échate en el suelo, ocúltate.

Inclinada sobre ella, María miraba a aquella mujer descarriada con compasión y horror. Únicamente las mujeres honradas saben hasta qué punto el honor es cosa amarga y difícil de conservar; sentía lástima por Magdalena. Pero, al mismo tiempo, aquel cuerpo pecador le parecía un monstruo velludo, oscuro, peligroso. Poco había faltado, cuando su hijo tenía veinte años, para que aquella fiera se lo arrebatara. Pero él había escapado de la mujer, pensaba María suspirando, había escapado de la mujer, pero de Dios…

La anciana Salomé posó la mano sobre la cabeza abrasada de Magdalena:

– ¿Por qué lloras, hija mía? -dijo con compasión.

– No quiero morir -respondió Magdalena-. ¡La vida es hermosa! ¡No quiero morir!

La mujer de José tendió también la mano. Magdalena ya no le inspiraba miedo, ya no le repelía, y la tocó:

– No tengas miedo, María -le dijo-. Dios te protege; no morirás.

– ¿Cómo lo sabes, tía María? -dijo Magdalena. Sus ojos brillaban.

– Dios nos concede tiempo…, tiempo para arrepentimos, Magdalena -respondió la madre de Jesús con convicción.

Pero mientras las tres mujeres hablaban y el sufrimiento estaba a punto de unirlas, oyéronse gritos en los viñedos: «¡Ya llegan! ¡Ahí están!» Antes de que Zebedeo tuviera tiempo de bajar nuevamente de la plataforma, apareció en la puerta de la calle un grupo de hombres enfurecidos, y Barrabás, sobreexcitado, rugió al franquear el umbral:

– ¡Eh, viejo Zebedeo! ¡Con tu permiso o sin él entraremos en tu casa, en nombre del Dios de Israel!

Y al instante, ante la mirada atónita de Zebedeo, Barrabás echó abajo la puerta empujándola con el hombro y asió a Magdalena por las trenzas.

– ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí, puta! -gritó arrastrándola al patio.

Entraron luego campesinos procedentes de otras aldeas, los cuales alzaron en vilo a Magdalena y, en medio de gritos y carcajadas, la llevaron hasta un foso, cerca del lago, en el que la arrojaron. Luego, hombres y mujeres se dispersaron para recoger piedras.

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