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Sólo se volvió la vieja Salomé, y lo miró, pero no lo vio. Entonces Jonás avanzó, llegó ante la chimenea y se puso de cuclillas tras sus dos hijos. Tocó con su manaza el hombro de Pedro y lo sacudió. Pedro se volvió, vio a su padre, se llevó un dedo a los labios y volvió a clavar la mirada en el pálido joven. Pedro lo había tratado como si él, Jonás, no fuera su padre, como si no hiciera meses que no se veían…, y se anegó de pena y luego de cólera. Se sacó las botas, que comenzaban a molestarle, para arrojarlas a la cara del maestro. ¡Que se callara de una vez para que él pudiera hablar a sus hijos! Ya alzaba las botas y tomaba impulso cuando una mano lo cogió del hombro. Dio media vuelta y vio a Zebedeo.

– Levántate, viejo Jonás -le cuchicheó al oído-. Ven conmigo. Apartémonos de éstos; tengo algo que decirte, desgraciado.

El viejo pescador se puso las botas bajo el brazo y siguió a Zebedeo. Entraron en una dependencia de la casa y se sentaron en un cofre.

– Anciano Jonás -comenzó Zebedeo, tartajeando porque había bebido demasiado para ahogar la rabia-, anciano Jonás, amigo infortunado, tenías dos hijos, pero debes olvidarlos. Yo también tenía dos hijos y los olvidé. Al parecer, su padre es Dios y ya no tenemos nada que ver con ellos. Nos miran como diciéndonos: «¿Quién eres tú, anciano?» ¡Esto es el fin del mundo, pobre Jonás! Al principio me enfadaba. Sentía deseos de coger el arpón y arrojarlos de casa. Pero en seguida comprendí que ya no había esperanzas, me serené, me hice a esa idea y les di las llaves; mi mujer aprueba su conducta, volvió a la infancia la pobrecita… ¡Así que a callar, viejo Zebedeo! ¡A callar, viejo Jonás!… Esto quería decirte. ¿De qué vale engañarnos? Dos y dos son cuatro, ¡estamos perdidos!

El viejo Jonás se puso las botas, se arrebujó en el lienzo encerado, miró a Zebedeo para saber si éste tenía aún algo que decirle y, al ver que no era así, abrió la puerta, escrutó el cielo y examinó la tierra. Afuera imperaban la negra noche, la lluvia y el frío, y sus labios se movieron. Murmuró: «Estamos perdidos…, estamos perdidos», y partió hacia su casa, chapoteando en el barro.

El hijo de María tenía, con las manos tendidas hacia el fuego, el aire de implorar al espíritu de Dios que estaba oculto en las llamas y que calentaba a los hombres. Tendía las manos y su corazón se abría como una flor. Hablaba y les decía:

– No creáis que he venido para abolir las leyes y los profetas. No estoy aquí para abolir los antiguos mandamientos, sino para ampliarlos. Habéis visto grabadas en las tablas de Moisés las palabras: «¡No matarás!», y yo os digo: El que se irrita contra su hermano y alza la mano sobre él, o le dirige una palabra dura, será precipitado en las llamas del Infierno. Habéis visto grabadas en las tablas de Moisés las palabras: «¡No cometerás adulterio!», y yo os digo: El que mira a una mujer y la desea ya ha cometido adulterio en su corazón. La mirada impura precipita al licencioso en el Infierno… «¡Honra a tu padre y a tu madre!», ordena la vieja ley. Y yo digo: No aprisionéis vuestro corazón en la casa de vuestro padre y de vuestra madre; permitidle que salga de ella, que penetre en todas las casas, que entre en toda la tierra de Israel, desde el monte Hermón hasta el desierto de Idumea, y más lejos aún, en oriente y en occidente, en todo el Universo. Nuestro padre es Dios, nuestra madre es la Tierra y estamos hechos mitad de tierra y mitad de cielo. Honra a tu padre y a tu madre quiere decir: honra el Cielo y la Tierra.

La anciana Salomé suspiró y dijo:

– Maestro, tus palabras son duras para una madre.

– La palabra de Dios siempre es dura, Salomé -respondió Jesús.

– Toma a mis dos hijos -murmuró la madre y cruzó los brazos-. Tómalos, puesto que son tuyos.

Jesús oyó las palabras de la madre despojada de sus hijos y sintió en sus hombros el peso de todos los hijos y de todas las hijas del mundo. Se acordó también del chivo negro que había visto en el desierto y de cuyo cuello pendían, entre los amuletos de color turquesa, todas las faltas del pueblo de Israel. Se inclinó en silencio ante la anciana Salomé, que le ofrecía sus dos hijos como para decirle: «He aquí mi cuello; cuelga de él a tus hijos.»

Arrojó al fuego una brazada de sarmientos y se volvió de nuevo hacia sus discípulos:

– El que ame a su padre y a su madre más que a mí no es digno de seguirme. El que ame a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de seguirme. Los antiguos mandamientos y los antiguos vínculos son demasiado estrechos para nosotros.

Después de unos momentos de silencio dijo:

– El hombre es una frontera; en él acaba la tierra y comienza el cielo. Pero esa frontera se desplaza continuamente, avanzando hacia el cielo, y, con ella, se desplazan y se amplían los mandamientos de Dios. Yo tomo los mandamientos de Dios, contenidos en las tablas de Moisés, y amplío su sentido.

– ¿Cambia entonces la voluntad de Dios, maestro? -dijo Juan, desconcertado.

– No, amado Juan. Pero el corazón del hombre se ensancha y puede dar cabida a otras exigencias.

– ¡Pues bien, adelante! ¡Proclamemos por el mundo los nuevos mandamientos! -exclamó Pedro, levantándose bruscamente-. Ya nada tenemos que hacer aquí.

– ¡Espera que cese la lluvia, desgraciado! ¡No quiero mojarme! -dijo Tomás, zumbón.

Judas meneó la cabeza, exasperado, y dijo:

– Primero hemos de arrojar a los romanos, porque ante, todo hemos de liberar a los cuerpos y sólo después a las almas. Cada cosa a su debido tiempo. No construyamos la casa comenzando por el techo. Comencemos por los cimientos.

– Los cimientos son el alma, Judas.

– ¡Yo digo que los cimientos son el cuerpo!

– Si nuestra alma no cambia, Judas, jamás cambiará el inundo que nos rodea. El enemigo está dentro de nosotros mismos, los romanos están dentro de nosotros mismos. ¡La salvación convenza por el alma!

Judas se irguió nervioso. Hervía de indignación. Hacía mucho tiempo que se contenía, que escuchaba e iba acumulando en él la impaciencia, pero ahora ya no podía aguantar más.

– ¡Primero hemos de arrojar a los romanos! -gritó de nuevo con voz estrangulada-. ¡Primero los romanos!

– Pero ¿cómo los arrojaremos de Israel? -dijo Natanael, que comenzaba a preocuparse y a mirar la puerta-. ¿Quieres decirnos cómo, Iscariote?

– ¡Mediante la rebelión! -gritó Judas-. Recordad que los macabeos arrojaron a los griegos. A nosotros nos toca arrojar ahora a los romanos; somos los nuevos macabeos. Luego, una vez que seamos dueños de la casa, ya solucionaremos con ecuanimidad las disputas entre ricos y pobres y entre perseguidores y perseguidos.

Todos guardaban silencio. No sabían por quién tomar partido. Miraban al maestro y esperaban. El maestro miraba las llamas, pensativo. «¿Cuándo comprenderán los hombres que en el mundo no existe más que una sola cosa visible e invisible: el alma?»

Pedro se levantó y dijo:

– Yo no comprendo las discusiones complicadas, perdonadme. En la acción veremos cuáles son los cimientos. La experiencia nos lo dirá. Maestro, permítenos que vayamos a comunicar la Buena Nueva a los hombres. A nuestro regreso volveremos a hablar de este asunto.

Jesús alzó la cabeza, miró a los discípulos e indicó con una señal que se acercaran Pedro, Juan y Santiago. Posó las manos en sus cabezas y les dijo:

– ¡Partid, mi bendición os acompaña! ¡Id a proclamar la Buena Nueva entre los hombres! No tengáis miedo, pues Dios os protege y no os abandonará. Ni un solo gorrión cae en tierra sin que él lo permita. Y vosotros valéis mucho más que los gorriones. ¡Que Dios os acompañe! Volved pronto y con millares de almas suspendidas de vuestros cuellos. No lo olvidéis: sois mis Apóstoles.

Los tres Apóstoles recibieron la bendición, abrieron la puerta y se perdieron bajo la tormenta. Cada uno tomó una dirección diferente.

Transcurrieron los días. El patio del viejo Zebedeo se llenaba de gente por la mañana para vaciarse sólo de noche. Los enfermos y los poseídos llegaban desde todas partes. Unos lloraban y otros, encolerizados, exigían a gritos que el Hijo del hombre obrara un milagro y los curara.

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