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Aquel sábado habían llegado temprano peregrinos procedentes de aldeas alejadas, colonos de Tiberíades, pescadores de Genezaret, pastores de montaña, para oír al nuevo profeta hablar sobre el Infierno y el Paraíso, los desdichados hombres y la misericordia de Dios. Como aquel día brillaba un sol espléndido, le rogarían que subiera con ellos a la montaña verdeante; se tenderían en la hierba tibia para escucharlo y quizá, después, se echaran una siestecita. Se reunieron, pues, en la calle y, como la puerta estaba cerrada, llamaron a gritos al maestro.

– Hermana Magdalena -dijo Jesús-, escucha. Los hombres vienen a buscarme.

Pero Magdalena, perdida en los ojos del maestro, no oyó. Como tampoco había oído nada de cuanto el maestro le había estado diciendo durante tanto tiempo. Se embriagaba solamente con el sonido de su voz. Magdalena no era un hombre y no tenía necesidad de palabras. Un día ella le había dicho: «¿Por qué me hablas de vidas futuras, maestro? No soy un hombre y no necesito otras vidas, otras vidas eternas; soy una mujer y el pasar un instante con el hombre que amo es para mí un Paraíso eterno, así como pasar un instante lejos del hombre que amo es para mí un Infierno eterno. ¡Las mujeres vivimos la eternidad en esta tierra!»

– Hermana Magdalena -repitió Jesús-, los hombres me buscan. Debo reunirme con ellos.

Se levantó y abrió la puerta. La calle estaba poblada de ojos devorados por la pasión, de bocas que gritaban, de enfermos que gemían y tendían los brazos… Magdalena se asomó y se tapó la boca con la mano para no gritar. «El pueblo es una fiera, una fiera sanguinaria que va a devorarle…», murmuró al ver que Jesús se ponía en marcha a la cabeza del pueblo que bramaba sordamente.

Con paso firme y tranquilo, Jesús avanzaba hacia la montaña que domina el lago y donde un día había abierto sus brazos a la multitud y había gritado: «¡Amor! ¡Amor!» Pero luego su espíritu había sido sacudido, el desierto había endurecido su corazón y aún sentía sobre sus labios los labios del Bautista, ardientes como brasas. Las profecías adquirían de pronto un sentido iluminador, los alaridos inhumanos de Dios resucitaban y veía a las tres hijas de Dios – la Lepra, la Locura y el Fuego- rasgar el cielo y bajar a la tierra.

Cuando llegó a la cima de la colina y se dispuso a hablar, el profeta antiguo surgió desde el fondo de su ser y Jesús dijo:

– Ya llega el terrible ejército, llega rugiendo desde los confines de la tierra, llega terrible y rápido. Ninguno de sus guerreros se tambalea de fatiga, ninguno tiene sueño, ninguno duerme. No se ve ni un ceñidor suelto, ni una correa de sandalia rota. Las flechas son agudas y los arcos están tensos. Los cascos de los caballos son duras piedras, las ruedas de los carros son huracanes. Ruge como una leona y amenaza. ¡Tritura con los dientes al que coge, y nadie lo puede salvar!

– ¿Cuál es ese ejército? gritó un anciano, cuyos cabellos blancos se habían puesto de punta.

– ¿Cuál es ese ejército? ¿Y vosotros lo preguntáis, hombres sordos, ciegos e insensatos? -Jesús alzó la mano hacia el cielo y dijo-: ¡Es el ejército de Dios, desdichados! De lejos, los guerreros de Dios parecen ángeles, pero de cerca son llamas. Yo mismo los tomé por ángeles el verano pasado, cuando, subido a esta misma piedra, exclamé: «¡Amor! ¡Amor!» Pero ahora el Dios del desierto me abrió los ojos y vi: ¡Son llamas! «Ya no soporto más -grita Dios-, ¡y bajo a la tierra!» Un lamento se alzó en Jerusalén y en Roma, un lamento se alzó de las montañas y de las tumbas; la tierra llora a sus hijos. Mis ángeles descienden a la tierra quemada, y buscan con linternas el sitio donde estaba Roma, el sitio donde estaba Jerusalén. Toman un puñado de ceniza y lo huelen. Aquí, dicen, debía estar Roma, y aquí Jerusalén; y esparcen la ceniza al viento.

– ¿No hay salvación? -exclamó una joven madre, apretando a su niñito contra el pecho-. No hablo por mí, sino por mi hijo.

– ¡Sí, hay un camino de salvación! -le respondió Jesús-. En cada diluvio, Dios construye un Arca a la que confía lo que hay que entender como germen del mundo futuro. ¡Yo tengo la llave del Arca!

– ¿Quién se salvará para ser germen del nuevo mundo? ¿A quién salvarás? ¿Tenemos tiempo todavía? -preguntó otro anciano, cuyas mandíbulas temblaban.

– El Universo desfila ante mí y yo escojo y pongo de un lado a todos aquellos que comieron demasiado, bebieron demasiado y gozaron demasiado, y del otro, a los hambrientos y a los oprimidos del mundo. Elijo a los hambrientos y los oprimidos. Ellos son las piedras con que edificaré la Nueva Jerusalén.

– ¿ La Nueva Jerusalén? -gritó el pueblo con los ojos refulgentes.

– Sí, la Nueva Jerusalén. No lo sabía hasta que Dios me confió el secreto en el desierto. Sólo después de las llamas viene el Amor. Este mundo se convertirá primero en cenizas y luego Dios plantará su nueva viña. No hay mejor abono que la ceniza.

– ¡No hay mejor abono que la ceniza! -repitió, como un eco, una voz ronca y alegre. Jesús se volvió, sorprendido; le pareció que aquélla era su propia voz, aunque tenía un tono más grave y alegre. Vio entonces a Judas y se asustó: su rostro lanzaba relámpagos, como si las llamas futuras cayeran ya sobre él y lo hicieran centellear. Fue corriendo a coger la mano de Jesús, al tiempo que murmuraba con una ternura inesperada:

– Maestro, maestro…

Jamás en su vida Judas había hablado tan tiernamente a un hombre. Se avergonzó, se agachó y aparentó buscar algo en el suelo. Encontró una pequeña anémona precoz y la arrancó.

Cuando Jesús volvió al anochecer, ocupó su lugar frente al fuego, sentado en un escabel, y clavó la mirada en las llamas. Repentinamente sintió que el Dios que llevaba en sí se impacientaba, que ya no podía esperar. Pena, exasperación y vergüenza se apoderaron de él. Había hablado una vez más y había agitado las llamas sobre la cabeza de los hombres; los pescadores y campesinos ingenuos se habían asustado al principio, pero pronto se tranquilizaron. Todas aquellas amenazas les parecían como un cuento, y algunos se habían dormido en la hierba tibia arrullados por su voz.

Contemplaba el fuego, inquieto y en silencio. Magdalena, de pie en un rincón, lo miraba y deseaba hablarle, pero no se atrevía. A veces, las palabras de una mujer calman al hombre, y a veces le irritan. Magdalena lo sabía y callaba.

Reinaba el silencio. La casa olía a pescado y a romero. La ventana del patio estaba abierta y no muy lejos de allí debía haber nísperos en flor, porque su perfume era arrastrado por la brisa nocturna.

Jesús se levantó y cerró la ventana. Todos aquellos olores primaverales eran el aliento de la tentación; su alma no deseaba el aire de la tierra. Ya era hora de que partiera para entrar en el aire que le convenía; Dios tenía prisa.

Abrióse la puerta y entró Judas. Echó una mirada a su alrededor y vio al maestro con los ojos clavados en el fuego, a la bella Magdalena, a Zebedeo, que se había dormido y roncaba, y, bajo la lámpara, a Mateo, escribiendo… Meneó su cabezota. ¿Era aquélla su gran campaña? ¿Así se preparaban para la conquista del mundo? ¡Menudos conquistadores! Un iluminado, un escriba, una mujer perdida, algunos pescadores, un zapatero, un buhonero que pasaban el tiempo vagueando… Se acurrucó en un rincón. La vieja Salomé ya había puesto la mesa.

– No tengo hambre -gruñó-; tengo sueño -y cerró los ojos para no ver al maestro.

Los otros se sentaron a la mesa. Una mariposilla de luz entró por la puerta, revoloteó en torno de la llama de la lámpara, se posó unos instantes en los cabellos de Jesús y luego fue a husmear por la casa.

– Vamos a tener visita -dijo la anciana Salomé-. Será un placer recibirla.

Jesús bendijo el pan, lo repartió y comenzaron a comer. Nadie hablaba. El viejo Zebedeo, a quien habían despertado, no podía soportar un silencio tan pesado y su corazón se oprimía.

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