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– Hablad, muchachos -dijo, descargando el puño en la mesa-. ¿Qué es esto? ¿Acaso estamos frente a un muerto? Cuando tres o cuatro están sentados a una mesa, comen y no hablan de Dios, bien podrían estar en el banquee de un funeral. ¿No lo habéis oído decir? A mí me lo dijo el anciano rabino de Nazaret, aquel santo varón. Habla, pues, hijo de María. ¡Trae de nuevo a Dios a mi casa! Perdóname, te llamo siempre hijo de María porque aún no sé cómo llamarte; unos te llaman hijo del carpintero; otros, hijo de David, hijo de Dios, Hijo del hombre, y ya nadie sabe quién eres. Al parecer, el mundo aún no se ha decidido sobre ti.

– Viejo Zebedeo -respondió Jesús-, innumerables ejércitos de ángeles baten las alas en torno del trono de Dios. Poseen voces de oro, de plata, de agua clara y alaban al Señor desde lejos. Sólo un ángel se atreve a acercársele.

– ¿Cuál? -dijo Zebedeo abriendo desmesuradamente los ojos, enrojecidos por el vino.

– El ángel del silencio -respondió Jesús y volvió a callar.

Al anciano dueño de la casa se le atragantó el bocado, llenó la copa y la bebió de un sorbo.

«Este huésped te hiela la sangre en las venas -pensó-. Es como si uno estuviera sentado a la mesa con un león.» Continuó reflexionando sobre su extraño huésped; repentinamente sintió miedo y se levantó.

– Iré a visitar al viejo Jonás. Necesito hablar con un ser humano -dijo dirigiéndose hacia la puerta. Pero en aquel instante resonaron en el patio ligeras pisadas.

– He aquí al visitante -dijo la anciana Salomé y se levantó. Todo el mundo volvió la cabeza y miró, sorprendido, hacia la puerta. En el umbral estaba el anciano rabino de Nazaret.

Había envejecido y parecía consumido. Sólo le quedaban los huesos cubiertos por una piel cetrina; el alma se aferraba aún a aquel cuerpo esquelético. En los últimos tiempos el anciano rabino ya no podía dormir y si, a veces, lograba hacerlo cuando ya despuntaba el día, tenía un sueño extraño, siempre el mismo: veía ángeles, llamas y a Jerusalén como una fiera herida que había atrapado a la montaña de Sión y aullaba. Hacía dos días, al alba, había tenido una vez más el mismo sueño. Ya no le quedaban fuerzas para resistir. Saltó de la cama; salió de su casa hacia los campos, cruzó la llanura de Esdrelón y de pronto se irguió ante él el monte Carmelo, habitado por Dios. El profeta Elías debía estar seguramente en la cima, pues era él quien lo había arrastrado hasta allí y le infundía fuerzas para subir. El sol se ponía cuando el anciano rabino llegaba a la cumbre de la montaña. Sabía que en la cima sagrada se alzaban tres grandes piedras; era un altar rodeado por esqueletos y cuernos de las víctimas. Pero cuando el anciano rabino se hubo acercado y alzó los ojos, lanzó un grito: en lugar de piedras vio, erguidos ante él en la cumbre de la montaña, a tres hombres gigantescos, vestidos de un blanco resplandeciente como la nieve; sus rostros eran de luz. En el centro se encontraba Jesús, el hijo de María; a su izquierda el profeta Elías, que empuñaba brasas, y a su derecha Moisés, con cuernos vueltos hacia atrás, que tenía en las manos dos tablas de piedra donde estaban grabados los Mandamientos con letras de fuego… El rabino había caído de bruces en tierra. «¡Adonay! ¡Adonay!», murmuraba, temblando. Sabía que Elías y Moisés habían muerto y que volverían a la tierra el día terrible, el día del Señor. Aquél era un signo de que se acercaba el fin del mundo. Habían aparecido, estaban allí y el rabino temblaba. Cuando volvió a alzar los ojos, brillaban en el crepúsculo, acariciadas por los oblicuos rayos del sol, las tres piedras gigantescas.

Desde hacía muchos años el rabino abría las Escrituras, aspiraba el aliento de Jehová, aprendía a descubrir, tras las cosas visibles e invisibles, el sentido oculto que les daba Dios. Y ahora comprendía. Había empuñado el cayado sacerdotal -¿de dónde había sacado tantas energías su cuerpo esquelético?- y se había dirigido a Nazaret, a Cana, a Magdala, a Cafarnaum, buscando desesperadamente al hijo de María. Sabía que había vuelto del desierto de Judea y seguía su pista por Galilea; los pescadores y los campesinos iban dando forma al mito del nuevo profeta y referían los milagros que había hecho, las palabras que había pronunciado, señalaban la piedra a que se había subido para hablar, piedra que ahora estaba cubierta de flores… Encontró a un anciano en el camino y lo interrogó. El anciano alzó los brazos al cielo y dijo:

– Era ciego y él tocó mis párpados y me devolvió la vista. Me recomendó que no lo dijera a nadie, pero yo recorro las aldeas y se lo cuento a todo el mundo.

– ¿Y sabes ahora dónde está, anciano?

– Lo dejé en casa del viejo Zebedeo, en Cafarnaum. Si te apresuras, lo encontrarás allí, antes de que suba al cielo.

El anciano se había puesto en marcha y lo había sorprendido la noche, había encontrado en la oscuridad la casa del viejo Zebedeo y había entrado en ella.

La anciana Salomé salió precipitadamente a darle la bienvenida.

– Salomé -dijo el rabino franqueando el umbral-, haya paz en esta casa. ¡Que los dones de Abraham y de Isaac caigan sobre sus dueños!

Se volvió, vio a Jesús y sus ojos se deslumbraron.

– Muchos pájaros pasaron sobre mi cabeza y me dieron noticias de ti -dijo-. El camino que has tomado es rudo y muy largo, hijo mío. ¡Dios sea contigo!

– ¡Amén! -respondió Jesús con voz grave.

El viejo Zebedeo se llevó la mano al corazón para saludar al rabino.

– ¿Qué buenos vientos te traen a nuestra casa, anciano? -dijo.

El rabino no le oyó, al parecer, pues no respondió. Se sentó junto al fuego; estaba cansado, tenía frío y hambre pero no quería comer. Dos o tres caminos se abrían ante él y no sabía cuál escoger… ¿Por qué había ido a la casa de Zebedeo? ¿Para contarle a Jesús su visión? ¿Y si la visión no procedía de Dios? El viejo rabino sabía de sobra que la Tentación puede suplantar el rostro de Dios para seducir a los hombres. Si le revelaba a Jesús lo que había visto, el demonio de la vanidad podía apoderarse de su alma y entonces se perdería… y la culpa sería suya. ¿Era preciso que, sin revelarle el secreto, siguiera a Jesús a todas partes? Pero, ¿resultaba correcto que el viejo rabino de Nazaret siguiera al más audaz de los revolucionarios, a ese hombre que se jactaba de traer una nueva ley? ¿Acaso no había hallado, en el camino, a Cana alborotada a causa de una frase contraria a la ley que Jesús había pronunciado? El nuevo profeta había salido a los campos el santo día del sábado y había visto a un hombre que trabajaba cavando acequias y regando el huerto. «Si tú sabes lo que haces -le había dicho-, la alegría está en ti, pero si no lo sabes, eres maldito porque violas la Ley.» Al oír aquello el anciano rabino se había quedado aturdido. «Este rebelde es peligroso -pensaba-. ¡Anda con cuidado, viejo Simeón, no sea que te pierdas a tu edad!»

Jesús fue a sentarse junto a él. Judas, echado en tierra, había cerrado los ojos y Mateo había vuelto a su lugar bajo la lámpara; esperaba con la caña de escribir en la mano. Pero Jesús no hablaba. Contemplaba cómo las llamas devoraban los leños y sentía jadear junto a él al anciano rabino como si aún estuviera caminando. Mientras tanto la vieja Salomé preparaba el lecho del rabino; como era anciano, necesitaba una cama blanda y una almohada; puso también junto al lecho un pequeño cántaro de agua por si sentía sed durante la noche. Zebedeo comprendió que el visitante no había ido para verle, así que tomó un garrote y se dirigió a la casa de Jonás, para respirar una atmósfera humana. Su casa se había llenado de leones. Magdalena y Salomé se retiraron a las habitaciones del fondo para dejar solos a Jesús y el rabino; presentían que debían contarse graves secretos.

Sin embargo, los dos hombres no hablaban. Sabían de sobra que las palabras no pueden descargar jamás el corazón del hombre y aliviarlo. Sólo puede hacerlo el silencio y por eso callaban. Transcurrían las horas; Mateo se durmió con la caña de escribir en la mano y Zebedeo, después de haber hablado con Jonás hasta cansarse, volvió y se acostó junto a su mujer. A medianoche el rabino, saciado de silencio, se levantó y murmuró:

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