– Hemos hablado mucho esta noche, Jesús. ¡Mañana reanudaremos la conversación! -Y se dirigió hacia su lecho con las rodillas dobladas.
El sol estaba muy alto en el cielo; era ya cerca de mediodía y el rabino aún no había abierto los ojos. Jesús se había ido a la orilla del lago, habló con los pescadores y subió luego a la barca de Jonás para ayudarle en la pesca. Judas deambulaba solitario, como un perro pastor.
La vieja Salomé se inclinó sobre el rabino para comprobar si aún respiraba. Respiraba. «¡Alabado sea Dios! -murmuró-. ¡Aún vive!» Iba a alejarse cuando el anciano rabino abrió los ojos, la vio inclinada sobre él, comprendió y sonrió:
– No tengas miedo, Salomé -dijo-. No estoy muerto; todavía no puedo morir.
– Hemos envejecido -respondió Salomé severamente-, los dos somos viejos; nos alejamos de los hombres y nos acercamos a Dios. Nadie sabe la hora ni el instante en que Dios le ha de llamar. Y creo que peca quien dice: «¡Todavía no puedo morir!»
– Yo no puedo morir, todavía, Salomé -insistió el rabino-. El Dios de Israel me hizo esta promesa: «¡No morirás, Simeón, antes de haber visto al Mesías!»
Apenas hubo pronunciado estas palabras sus ojos se abrieron desmesuradamente. ¿Ya había visto por ventura al Mesías? ¿Era Jesús el Mesías? ¿Era una visión enviada por Dios la visión del Carmelo? Entonces, ¡le. había llegado la hora de morir! Lo inundó un sudor frío. No sabía si debía regocijarse o entonar una lamentación. Su alma se regocijaba. ¡El Mesías había llegado! Pero su viejo cuerpo esquelético no quería morir… Se levantó, jadeante, se arrastró hasta el umbral, se sentó al sol y se sumergió en sus reflexiones.
Hacia el anochecer volvió Jesús, muerto de cansancio. Habían pescado todo el día con Jonás, cuya barca desbordaba de peces. Jonás, encantado, había abierto entonces la boca con intención de hablar pero en seguida había cambiado de idea. Se sumergió hasta las rodillas en los peces que se agitaban, miró con atención a Jesús y rió.
Aquella misma noche los discípulos regresaron de la gira por las aldeas vecinas. Se sentaron alrededor de Jesús y repitieron cuanto habían visto y hecho. Habían proclamado a los campesinos y a los pescadores que llegaba el día del Señor, ahuecando la voz para asustarles. Pero los otros los escuchaban tranquilamente mientras remendaban las redes o trabajaban en el huerto y, de vez en cuando, meneaban la cabeza y decían: «Ya veremos… Ya veremos…», y luego cambiaban de conversación.
Y cuando así hablaban, llegaron los tres Apóstoles. Al verlos, Judas, que se había sentado apartado del grupo, no pudo contener una carcajada:
– ¡Qué aspecto traéis, Apóstoles! -gritó- ¡Os han debido moler a palos, infelices!
Efectivamente, el ojo derecho de Pedro estaba hinchado, el rostro de Juan se encontraba cubierto de arañazos, y Santiago cojeaba.
Pedro dijo, lanzando un suspiro:
– ¡Maestro, la palabra de Dios acarrea problemas, muchos problemas!
Todo el mundo se echó a reír; pero Jesús los miraba, pensativo.
– Nos han dado una soberana paliza -prosiguió Pedro, ansioso por revelarlo todo-. Al principio habíamos decidido que cada cual tomara un camino distinto, pero en seguida nos dio miedo ir solos. Nos reunimos y comenzamos a predicar. Yo me subía a una piedra o a un árbol de la plaza de la aldea, daba unas palmadas, o me llevaba los dedos a la boca y silbaba, y el pueblo se reunía. Cuando había muchas mujeres, hablaba Juan, y por eso sus mejillas están cubiertas de rasguños. Cuando había muchos hombres hablaba Santiago con su voz gruesa, y cuando enronquecía demasiado yo tomaba la palabra. ¿Qué decíamos? Lo que tú mismo dices. Pero a nosotros nos recibían con tomates y gritos porque llevábamos, según decían, el fin del mundo, y todos se nos venían encima; las mujeres nos arañaban y los hombres nos daban puñetazos.
Judas lanzó otra carcajada, pero Jesús se volvió y lo miró severamente; Judas dejó de reír.
– Sabía -dijo- que os enviaba como a corderos entre lobos. Os injuriarán, os lapidarán, os dirán que no tenéis moral porque declaráis la guerra a la inmoralidad, os calumniarán afirmando que queréis quebrantar la fe, la familia y la patria porque nuestra fe es más pura, nuestra casa más vasta… ¡y porque nuestra patria es el mundo! Ceñios bien las armaduras, compañeros, y despedios del pan, de la alegría y de la seguridad. ¡Estamos en pie de guerra!
Natanael se volvió y miró a Felipe con inquietud, pero éste le hizo una señal, como diciéndole: «No te atemorices; sólo habla así para ponernos a prueba…»
El rabino había vuelto a acostarse, pues estaba agotado, pero mantenía despierto su espíritu y veía y oía todo. Había adoptado una decisión y se sentía tranquilo. Una voz se había alzado en él -¿la suya? ¿la de Dios?- y le había ordenado: «¡Simeón, síguelo a todas partes!»
Pedro se disponía a continuar, pues aún debía contar otras cosas, pero Jesús adelantó la mano y dijo:
– ¡Es suficiente!
Se levantó. Ante sus ojos apareció Jerusalén, salvaje, bañada en sangre, en la cima de la desesperación, precisamente allí donde comienza la esperanza. Desapareció Cafarnaum con sus pescadores y sus cándidos campesinos, y el lago de Genezaret se hundió en el fondo de su corazón. La casa del viejo Zebedeo se achicó, las cuatro paredes se acercaron, lo tocaron y se sintió ahogado. Fue hasta la puerta y la abrió. ¿Por qué se quedaba allí comiendo y bebiendo, sentado frente al fuego, perdiendo el tiempo en vanas ensoñaciones? ¿Así iba a salvar al mundo? ¿No tenía vergüenza?
Salió al patio. Soplaba una brisa caliente que agitaba suavemente el follaje de los árboles. Las estrellas tejían guirnaldas en torno de la garganta y de los brazos de la noche. Y bajo sus pies, la tierra ondulaba como si la mamaran innumerables bocas.
Volvió la mirada hacia el sur, hacia la santa Jerusalén. Parecía querer distinguir en la oscuridad su rostro duro, compuesto íntegramente de piedras ensangrentadas. Y cuando su espíritu seguía ardiente, desesperadamente, el curso del río, dejaba atrás las montañas y las llanuras y estaba ya por llegar a la ciudad santa, repentinamente le pareció ver agitarse una gran sombra en el patio, bajo el almendro cubierto de yemas… y bruscamente vio alzarse en la oscuridad, más tenebrosa aún que la noche (y por esto la distinguió) a su gigantesca compañera de camino. Oía nítidamente, en la calma de la noche, su respiración profunda. No se asustó: hacía mucho tiempo que se había acostumbrado a su presencia; esperaba. Y lenta, imperiosa, oyó bajo el almendro una voz tranquila:
– ¡En marcha!
Juan apareció en el umbral, inquieto. Le parecía haber oído una voz.
– Maestro -murmuró-, ¿con quién hablas?
Pero Jesús ya entraba en la casa. Empuñó el cayado de pastor y dijo:
– ¡En marcha, compañeros!
Se dirigió hacia la puerta, sin volverse para ver si alguien le seguía.
El anciano rabino saltó del lecho, se ajustó el ceñidor y tomó el cayado sacerdotal.
– Voy contigo, hijo mío -dijo, y fue el primero que salió.
La vieja Salomé, que hilaba, se levantó y dejó la rueca sobre un arca.
– Yo también sigo al maestro -dijo-. Zebedeo, te dejo las llaves. ¡Adiós!
Desprendió las llaves del ceñidor y las entregó a su marido. Se envolvió la cabeza en el pañuelo, lanzó una última mirada a su casa, meneó la cabeza y se despidió de ella. Su corazón había vuelto a tener veinte años.
Silenciosa y feliz, Magdalena se levantó.
También se levantaron los discípulos y se miraron unos a otros, agitados.
– ¿Adonde vamos? -preguntó Tomás, colgando la trompera de su ceñidor.
– ¿Por qué nos ponemos en marcha a esta hora? ¿A qué se debe esta prisa? ¿No podíamos esperar hasta mañana? -dijo Natanael y miró a Felipe acusadoramente. Jesús ya había cruzado el patio a zancadas y se encaminaba hacia el sur.