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– ¿Quiénes sois, bandidos? -rugió con voz ronca-. Dejadme tranquilo. ¿Pensáis instalaros aquí tan temprano para comer y beber? Tengo malas pulgas… ¡de modo que idos por donde habéis venido!

A fuerza de gritar se iba despertando y distinguió a su viejo amigo Pedro y sus compañeros galileos. Se acercó a ellos, los miró de cerca y estalló en carcajadas:

– ¡Vaya, qué cara traéis! ¡Meted la lengua dentro de la boca! ¡Agarraos el vientre con las dos manos, no sea que reviente de miedo! ¡Podéis estar orgullosos de vosotros mismos, amigos galileos!

– En nombre del cielo, Simón, no llames la atención de la gente con tus gritos -le respondió Pedro y adelantó la mano para taparle la boca-. Cierra la puerta. El rey mató al profeta Juan Bautista, ¿no lo sabías? Le cortó la cabeza y la colocó en una bandeja de plata…

– Hizo bien. Le había roto los tímpanos con el pretexto de que había tomado a la mujer de su hermano. ¿Y esto qué tiene de malo? Es rey y hace lo que se le antoja. Además, y para no ocultaros nada, también me había roto los tímpanos a mí: «¡Arrepentíos! ¡Arrepentíos!» ¡Oh, qué mal bicho!

– Pero parece que va a matar a todos los bautizados. Los pasará a filo de cuchillo. Y nosotros estamos bautizados, ¿comprendes?

– ¿Y quién os dijo que os bautizarais, brutos? ¡Lo tenéis merecido!

– ¡Pero tú también te hiciste bautizar, pellejo de vino! -le dijo indignado Pedro-. ¿Acaso no nos lo contaste? No tienes derecho a protestar.

– Mi caso es distinto, sucio pescador. Yo no me hice bautizar. ¿Llamas tú a eso un bautismo? Me metí en el agua, tomé un baño. Y cuanto me dijo el falso profeta me entró por un oído y me salió por otro. Así proceden los que tienen juicio, pero vosotros, con vuestras cabecitas sin seso… Apenas aparece un falso profeta que promete montañas y maravillas os aprestáis a seguirlo. Os dicen: «Sumergios en el agua», y ¡pluf!, os sumergís y tragáis tanta agua que estáis a punto de reventar. «No matéis a vuestros piojos el día del sábado, pues ése es un gran pecado», y entonces no los matáis; pero ellos os matan a vosotros. «No paguéis el impuesto por cabeza», no lo pagáis y ¡crac!, os cortan la cabeza. ¡Lo tenéis merecido! Y ahora, sentaos a beber un vaso de vino para recobrar el ánimo. ¡Yo lo necesito para despertarme!

Dos gruesas barricas formaban una mancha de sombra al fondo de la taberna. En una había pintado un gallo rojo y en otra un puerco gris oscuro. Llenó una jarra con vino de la barrica del gallo, tomó seis vasos y los sumergió en un cubo de agua sucia para lavarlos. El olor del vino lo estimuló y se despertó.

Apareció un ciego en el umbral de la taberna, donde se detuvo. Colocó el bastón entre las piernas y comenzó a afinar un viejo oboe; tosió y escupió para aclararse la garganta. Eliacín había sido camellero en su juventud y un día, al cruzar el desierto, había visto bajo una datilera a una mujer desnuda, que se lavaba en un aguazal. En lugar de desviar la mirada, el desvergonzado había clavado los ojos en la hermosa beduina. La mala suerte quiso que su marido estuviera en cuclillas tras una roca encendiendo el fuego para cocinar. Vio al camellero, que se acercaba cada vez más y devoraba con los ojos la desnudez de su mujer. Cogió dos brasas y las apagó en los ojos del camellero… Desde aquel día el pobre Eliacín había comenzado a cantar salmos y canciones. Recorría las tabernas y las casas de Jerusalén con su oboe, bien celebrando la bondad de Dios, bien cantando al cuerpo de la mujer. Le daban un trozo de pan duro, un puñado de dátiles, dos aceitunas y seguía su camino.

Afinó el oboe, se aclaró la garganta, ahuecó la voz y comenzó a hacer ejercicios de vocalización sobre sus salmos preferidos:

«Tenme piedad, oh Dios, tenme piedad, / que en ti se cobija mi alma; / a la sombra de tus alas me cobijo / hasta que pase el infortunio.» En aquel instante el tabernero llegaba con la jarra de vino y los vasos. Sólo supo montar en cólera al oír la salmodia.

– ¡Basta! ¡Ya está bien! -rugió-. Tú también me rompes los tímpanos. Siempre la misma cantinela: «Tenme piedad… Tenme piedad…» ¡Vete al diablo! ¿Acaso pequé yo? ¿Acaso fui yo quien alzó los ojos para mirar a la mujer del prójimo cuando se lavaba? Dios nos dio ojos para que no miremos… ¿no lo comprendiste aún? Lo que te ocurrió te lo tenías merecido. ¡Anda, lárgate!

El ciego tomó el bastón, apretó el oboe bajo el brazo y, sin pronunciar palabra, se alejó.

– Tenme piedad, oh Dios, tenme piedad -solfeó el tabernero, irritado-. David miró con ojos acariciadores a la mujer del prójimo, y éste, el ciego, miró con ojos acariciadores a la mujer del prójimo… ¡y resulta que nos fastidian a nosotros! ¡Oh, pobres amigos míos!

Llenó los vasos y bebieron. Llenó de nuevo el suyo y volvió a beber.

– Ahora os pondré en el horno una cabeza de cordero, algo especial. ¡Os relameréis!

Se dirigió con paso vivo al patio, donde él mismo había construido un hornillo: llevó ramitas secas y sarmientos, encendió fuego, metió en el horno el asador con la cabeza de cordero y luego fue a reunirse con sus amigos. Estaba excitado por el vino y tenía ganas de discutir.

Pero los compañeros no estaban para bromas. Apretados uno junto a otro cerca del fuego, mantenían los ojos clavados en la puerta; se encontraban inquietos; querían partir. Cambiaban dos palabras casi sin abrir la boca e inmediatamente volvían a guardar silencio. Judas se levantó y fue hasta la puerta. Le asqueaba ver a aquellos cobardes a quienes el miedo había hecho perder el juicio. ¡Cómo se habían apresurado, a qué velocidad habían recorrido el camino desde el Jordán a Jerusalén para ir a esconderse, más muertos que vivos, en aquella taberna escondida! Y allí, con el oído aguzado, temblaban como liebres y se alzaban sobre la punta de los pies, listos para huir… «¡El diablo cargue con vosotros, galileos fanfarrones! Dios de Israel, te agradezco que no me hayas hecho a su sucia imagen. Yo nací en el desierto y estoy amasado con granito árabe y no con blanda tierra galilea. Y todos vosotros, que lo mimabais y que le prodigabais juramentos y besos ahora habéis exclamado: "¡sálvese quien pueda!" Pero yo, el salvaje, el pelirrojo maldito, el degollador, yo no lo abandono y le esperaré aquí hasta que vuelva del desierto del Jordán. Quiero ver qué trae. Entonces decidiré. Porque yo no me preocupo por mi pellejo. Sólo me importa una cosa: el sufrimiento de Israel.»

Oyó en la taberna voces ahogadas que discutían. Se volvió.

– Opino que debemos regresar a Galilea. Allí estaremos seguros. ¡Acordaos de nuestro lago, muchachos! -decía Pedro, lanzando suspiros. Vio su barca verde balanceándose en las aguas azules y sintió nostalgia; vio los guijarros, las adelfas, las redes cargadas de peces y sus ojos se arrasaron de lágrimas-. ¡Vámonos, muchachos! -exclamó-. ¡Partamos!

– Le hemos prometido esperarlo en esta taberna. El honor nos obliga a cumplir nuestra palabra -dijo Santiago.

– Le pediremos al cirenaico -propuso Pedro, para solucionar las cosas- que le diga, si viene…

– ¡No, no! -replicó Andrés-. No podemos dejarlo solo en esta ciudad feroz. Le esperaremos aquí.

– Yo soy de la opinión de regresar a Galilea -repitió con terquedad Pedro.

– Hermanos -dijo Juan, asiendo con un ademán de súplica las manos y los hombros de sus compañeros-, hermanos, pensad en las últimas palabras del Bautista. Extendió los brazos bajo la espada del verdugo y exclamó: «Jesús de Nazaret, abandona el desierto! ¡Yo me voy! ¡Ven tú al encuentro de los hombres! ¡Ven, no dejes solo el mundo!» Estas palabras poseen un sentido profundo, compañeros. Que Dios me perdone si pronuncio una blasfemia, pero…

Su voz se quebró. Andrés le cogió la mano y dijo:

– Habla, Juan. ¿Qué cosa terrible presientes, que no te atreves a revelar?

– …Si nuestro maestro fuera el… -balbuceó.

– ¿Quién?

La voz de Juan resonó, débil, ahogada, llena de terror.

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