Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¿Qué le dijo? -preguntó Pedro; su mirada volvió a perderse a lo lejos, más allá del lago.

– ¡Ah, si yo lo supiera! -dijo el carretero riendo-. Deslizaría esas palabras al oído de todos los ricos para que los pobres respiraran un poco… Hasta la vista y buena pesca -dijo, y se puso en marcha.

Pedro se volvió para hablar a su compañero, pero inmediatamente cambió de idea. ¿Qué podía decirle? ¿Más palabras aún? ¡Como si no estuviera harto de ellas! Sintió el deseo de dejarlo todo y ponerse a caminar sin volver la espalda. ¡Irse! La choza de Jonás le resultaba ahora demasiado pequeña, y también aquella tina de agua, el lago de Genezaret. «¡Esto no es vida, no, no es vida! -murmuró-. ¡Hay que marcharse!»

Santiago se volvió y le preguntó:

– ¿Qué andas gruñendo? Cállate.

– ¡El diablo me lleve! ¡Nada! -respondió Pedro y comenzó a tirar de la red con rabia.

Y precisamente en aquel instante Judas apareció en la cima de la verde colina donde Jesús había hablado por primera vez a los hombres. Empuñaba un bastón nudoso que había arrancado en el camino a un roble. Lo apoyaba en el suelo y avanzaba. Tras él aparecieron, sin aliento, sus tres compañeros. Se detuvieron unos instantes en la cima para mirar a su alrededor. El lago brillaba feliz; el sol lo acariciaba y le arrancaba destellos. En el lago, semejantes a mariposas blancas y rojas, veíanse las barcas de pesca y, por encima de los pescadores, las gaviotas. Al fondo zumbaba Cafarnaum. El sol estaba alto en el cielo y el día resplandecía.

– ¡Ahí está Pedro! -dijo Andrés señalando a su hermano, que recogía las redes.

– ¡Y Santiago! -dijo a su vez Juan, lanzando un suspiro-. Aún están atados a la tierra…

Jesús sonrió.

– No nos mires -le dijo-. Echaos aquí para descansar; yo iré a buscarlos.

Echó a andar sendero abajo con paso rápido y leve. «Parece un ángel -pensó Juan con orgullo-. No le faltan más que las alas.» Iba descendiendo de piedra en piedra. Pronto llegó a la orilla y aminoró la marcha. Se detuvo a las espaldas de los dos pescadores encorvados sobre las redes. Permaneció largo tiempo inmóvil, mirándolos. Los miraba y no pensaba en nada. Sólo sentía que una fuerza salía de él; se consumía. El mundo perdía peso, flotaba en el aire, navegaba como una nube sobre el lago. Y junto con él perdían materialidad y flotaban los dos pescadores y su red se metamorfoseaba. Aquello ya no era una red ni aquellos eran ya peces. Eran hombres, millares de hombres felices que bailaban.

Los dos pescadores sintieron repentinamente un hormigueo dulce y extraño en la coronilla, y se asustaron. Se irguieron y se volvieron. Allí estaba Jesús, en pie, inmóvil y silencioso: los miraba.

– ¡Perdónanos, maestro! -exclamó Pedro, avergonzado.

– ¿Por qué, Pedro? ¿Qué habéis hecho para que os tenga que perdonar?

– Nada -murmuró Pedro, para añadir en seguida-: ¡Estoy harto de esta vida!

– Yo también -dijo Santiago, dejando caer en tierra la red.

– Venid conmigo -dijo Jesús tendiéndoles una mano a cada uno-. Venid conmigo y seréis pescadores de hombres.

Sin soltarles la mano, añadió:

– Vamos.

– ¿Sin despedirme del viejo Jonás? -dijo Pedro, pensando en su padre.

– No vuelvas la cabeza, Pedro. No tenemos tiempo.

– ¿Adonde? -preguntó Santiago, indeciso.

– ¿Por qué lo preguntas? No más preguntas, Santiago; vamos.

Entretanto, el anciano Jonás, inclinado sobre el hogar, cocinaba y esperaba a su hijo Pedro para comer. Sólo le quedaba un hijo, ¡que Dios le conservara la vida! Pedro era un muchacho lleno de buen sentido, ordenado. En cuanto a Andrés, hacía mucho tiempo que sabía a qué atenerse respecto de él. Ya seguía a un charlatán, ya a otro y dejaba a su anciano padre luchando solo con los vientos y la vieja barca. Ahora Jonás debía remendar las redes, cocinar y realizar las tareas domésticas. Desde que su vieja mujer había muerto, debía enfrentarse a todos aquellos demonios domésticos. Pero Pedro, ¡bendito sea!, le ayudaba y le infundía valor. Saboreó el guiso: estaba a punto. Miró el sol: faltaba poco para mediodía. «Tengo hambre -murmuró-, pero le esperaré. No comeré hasta que vuelva.» Cruzó los brazos y esperó.

Más allá, la casa del viejo Zebedeo estaba abierta, el patio lleno de cestos y de cántaros, y se veía el alambique en un rincón. Era el momento en que vaciaban los calderones de las cascas y toda la casa olía a orujo de uva. El viejo Zebedeo estaba sentado con su mujer bajo la parra desnuda, ante una mesita baja; almorzaban. Zebedeo masticaba como podía con sus encías desdentadas y hablaba de sus intereses. Desde hacía tiempo tenía puestos los ojos en la casita de su vecino; el viejo Nahum le debía dinero y no podía pagarle. Con la ayuda de Dios, Nahum la semana siguiente la pondría en venta al mejor postor. El la adquiriría, ¡hacía años que lo deseaba!; echaría abajo el muro medianero y ampliaría su patio. Poseía, sí, una tina para pisar la uva, pero también deseaba un lagar para el aceite; de ese modo toda la aldea iría a prensar allí las aceitunas y él retendría un diezmo del aceite. ¿Y dónde podía colocar el lagar para el aceite? Le era absolutamente necesario obtener, sí, a toda costa, la casa del viejo Nahum…

La anciana Salomé lo escuchaba y pensaba en su hijo menor, en Juan, su querido hijo. «¿Dónde estará? ¡Qué dulzura aflora a los labios del nuevo profeta! ¡Cuánto me agradaría verlo nuevamente, oírle hablar! ¡Sus palabras hacen bajar a Dios al corazón de los hombres! ¡Mi hijo hizo bien, tomó el buen camino y yo le bendigo! Tuve un sueño anteayer. Cerraba bruscamente la puerta, abandonaba la casa con sus despensas repletas y sus lagares y partía para seguirle, corría junto a él descalza y hambrienta, y por primera vez sentía lo que puede ser la felicidad…»

– ¿Oyes lo que te digo? -le dijo el viejo Zebedeo, que había sorprendido en los ojos de su mujer un raro destello de felicidad-. ¿Dónde tienes puesta la cabeza?

– Te escucho -respondió y lo miró como si lo viera por primera vez.

En aquel momento, Zebedeo escuchó voces familiares en la calle.

– ¡Ahí están! -gritó. Vio al hombre vestido de blanco y, a uno y otro lado de él, a sus dos hijos. Corrió hasta el umbral con la boca llena de comida.

– ¡Eh, muchachos! -gritó-. ¿Hacia dónde vais? ¿Así se pasa frente a mi casa? ¡Deteneos!

– Tenemos que hacer, Zebedeo -le respondió Pedro; los otros seguían su camino.

– ¿Qué tenéis que hacer?

– ¡Cosas complicadas! -dijo Pedro, estallando en una carcajada.

– ¿Tú también, Santiago; tú también? -rugió el viejo abriendo desmesuradamente los ojos. Tragó sin masticar y el bocado se le atragantó. Entró en la casa y miró a su mujer; ésta sacudió la cabeza y dijo:

– Puedes despedirte de tus hijos, Zebedeo. Nos los ha arrebatado.

– ¿Tú crees que Santiago también le sigue? -dijo el anciano espantado-. ¡No es posible, tenía la cabeza bien asentada sobre los hombros!

La vieja Salomé calló. ¿Qué hubiera podido decir? ¿Cómo podría entenderlo? Se levantó; ya no tenía hambre. Permaneció de pie en el umbral mirando el alegre grupo que avanzaba por el camino.

Aquel camino, siguiendo el Jordán, llevaba a Jerusalén. La anciana alzó su vieja mano y murmuró en voz baja, para que su marido no la oyera:

– ¡Que mi bendición os acompañe!

A la salida de la aldea encontraron a Felipe, que hacía pacer a sus carneros a orillas del lago. Había trepado a un peñasco rojo y, apoyado en el cayado, miraba el agua del lago. En el agua de color azul verdoso contemplaba su sombra que se movía, completamente negra. Oyó en el camino un ruido de guijarros, alzó la cabeza y reconoció a los caminantes.

– ¡Buenos días! -gritó-. ¿Adónde vais?

– ¡Al reino de los cielos! -gritó Andrés-. ¿Vienes con nosotros?

– Venga, Andrés, habla seriamente; si vais a Magdala para la boda, os acompaño. Natanael me invitó; casa a su sobrino.

54
{"b":"121511","o":1}