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– El alma es los cimientos, Judas.

– El cuerpo es los cimientos, hijo de María, y has de comenzar por él. Ya te lo dije y te lo repito: presta atención, toma el camino que te indico. Por esto y sólo por esto, entérate, te sigo los pasos: para mostrarte el camino.

Bajo el olivo cercano, Andrés oyó la discusión mientras dormía y se despertó. Aguzó el oído. Era la voz del maestro y otra voz ronca y colérica. Se estremeció. ¿Había ido alguien para atacarle de noche? Sabía de sobra que allí, por donde pasaba, Jesús dejaba tras él muchos jóvenes y mujeres y toda una muchedumbre de pobres que le amaban; pero también muchos ricos, poderosos y viejos que le detestaban y deseaban su perdición. ¿Habían enviado aquellos criminales a algún mocetón robusto para que le pegara? Se arrastró a gatas hacia donde resonaban las voces, en la oscuridad. Pero el pelirrojo oyó ruidos y gritó, inclinándose:

– ¿Quién está ahí?

Andrés reconoció su voz.

– Soy yo, Andrés, Judas -dijo.

– Ve a acostarte, hijo de Jonás; Jesús y yo estamos discutiendo.

– Ve a acostarte, Andrés, hijo mío -dijo también Jesús.

Judas bajó la voz. Jesús sentía su aliento espeso sobre su rostro.

– Según recordarás, en el Monasterio te revelé que la cofradía me había designado para matarte. En el último momento desistí de hacerlo. Metí el puñal en la vaina y salí del Monasterio al amanecer, como un ladrón.

– ¿Por qué desististe de hacerlo, Judas? Te digo que estaba preparado.

– Esperaba.

– ¿Qué esperabas?

Judas guardó silencio y luego dijo, de pronto:

– Comprobar si eras Aquél que Israel espera.

Jesús se estremeció y se apoyó en el tronco del olivo; temblaba. -¡No quiero apresurarme y matar al Salvador! ¡No, no quiero! -gritó Judas al tiempo que se enjugaba la frente, cubierta súbitamente de sudor-. ¿Comprendes? ¡No quiero! -gritó como si lo estrangularan.

Aspiró profundamente.

– Acaso ni él mismo lo sepa, me decía. Hay que tener paciencia; le dejaré seguir viviendo. Ha de vivir para que nosotros veamos lo que dice y lo que hace. Y si no es Aquél que esperamos, siempre habrá tiempo de matarle. Eso es lo que pensé, y por eso te dejé vivir.

Permaneció durante largo rato jadeante. Hundía una y otra vez el dedo grande del pie en la tierra. De pronto tomó a Jesús por el brazo y le dijo con voz ronca, desesperada:

– No sé cómo llamarte: ¿hijo de María, hijo del carpintero, hijo de David? Aún no sé quién eres. Pero tú tampoco lo sabes. Es preciso que los dos lo sepamos de una vez, para sentirnos los dos aliviados, pues esto no puede durar más. No hagas caso de los otros, porque te siguen hablando como corderos. No pienses en las mujeres que te admiran y lloran; no son más que mujeres, tienen corazón pero no cabeza y no las necesitamos. Es menester que los dos sepamos quién eres, cuál es esa llama que te quema… ¿Es el Dios de Israel o el demonio? ¡Es preciso que lo averigüemos!

Temblaba todo el cuerpo de Jesús.

– ¿Qué hemos de hacer, Judas, hermano mío? ¿Gimo hemos de averiguarlo? Ayúdame.

– Hay un medio.

– ¿Cuál?

– Vayamos al Jordán. Allí nos lo dirá Juan Bautista. El grita: «¡Ya llega!» «¡Ya llega!» Apenas te vea sabrá si tú eres el que llega. De este modo te calmarás y yo sabré lo que debo hacer.

Jesús se perdió en una profunda ensoñación. ¡Cuántas veces le había invadido aquella angustia! Caía con el rostro en tierra, se debatía, echaba espuma por la boca y los hombres le creían presa del demonio y seguían su camino, espantados. Pero estaba en el séptimo cielo; su espíritu había abandonado la jaula y ascendía para golpear a la puerta de Dios y preguntar: «¿Quién soy? ¿Para qué nací? ¿Qué he de hacer para salvar el mundo? ¿Cuál es el camino más corto? ¿Mi muerte, quizá?»

Alzó la cabeza y vio a Judas inclinado sobre él.

– Judas, hermano mío -dijo-, acuéstate junto a mí y Dios, como un sueño, se apoderará de nosotros. Mañana partiremos muy temprano en busca del profeta de Judea. Que se haga la voluntad de Dios. Estoy preparado.

– También yo estoy preparado -dijo Judas.

Se acostaron uno junto al otro.

Ambos debían estar muy fatigados, pues inmediatamente se durmieron. Cuando Andrés se despertó al amanecer, vio que dormían abrazados.

El sol comenzó a caer sobre el lago y el mundo se iluminó. El pelirrojo abría la marcha y le seguían Jesús y sus dos fieles discípulos, Juan y Andrés. Tomás tenía aún mercancías que vender y se había quedado en la aldea. «Es muy bonito lo que dice el hijo de María -pensaba el astuto, que intentaba sacar las máximas ventajas de cualquier situación-. Los pobres comerán y beberán hasta saciarse en la eternidad, después de haber padecido en la tierra. Pero entretanto, ¿qué es de nosotros en este mundo? Ten cuidado, pobre Tomás; no fe dejes engañar. Para mayor seguridad, convendrá que lleves dos géneros de mercaderías en el cesto: arriba, bien visibles, los peines y los afeites, y en el fondo, en la trastienda, para los clientes selectos, el reino de los cielos.» Rió, volvió a cargar el hatillo a la espalda, hizo sonar la trompetilla y con la voz ahuecada comenzó muy temprano a pregonar por las callejuelas de Betsaida las mercancías terrestres.

En Cafarnaum, Pedro y Santiago se habían levantado al despuntar el día y recogían juntos las redes. Pronto aparecieron los peces, que se debatían en la bolsa, resplandecientes bajo los primeros rayos del sol. En cualquier otra ocasión se hubieran sentido alegres al ver tantos peces en la red, pero aquel día el espíritu de ambos estaba muy lejos y guardaban silencio. Otilaban, pero ambos reprochaban en su fuero interno al destino, que los mantenía ligados desde muchas generaciones atrás a aquel lago, y a su propio espíritu, que calculaba y volvía a calcular sin permitir la libre expansión del corazón. «¿Es esto vida? -pensaban-. ¿Es vida acaso el arrojar las redes y sacarlas llenas de peces, comer y dormir? ¡Y todos los días de Dios hemos de recomenzar el mismo trabajo, hemos de comer el mismo guisado, todos los días, todo el año, toda la vida! ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta que muramos?»

Antes, nunca se habían hecho tales reflexiones. Sus corazones estaban tranquilos y seguían sin murmurar una vía secular, la que habían seguido sus padres, sus abuelos, que habían vivido millares de años al borde de aquel mismo lago luchando con los peces. Un buen día cruzaban las manos entumecidas y morían. Sus hijos y sus nietos nacían y seguían el mismo camino sin protestar… Pedro y Santiago habían llevado hasta entonces una vida agradable y no tenían de qué quejarse. Pero en los últimos tiempos, el mundo se había encogido súbitamente para ellos y se ahogaban. Miraban a lo lejos, más allá del lago. ¿Adonde? Ni ellos mismos lo sabían; pero se ahogaban.

Y como si aquella angustia no fuera suficiente, los caminantes que pasaban por allí traían cada día nuevos testimonios: al parecer, los paralíticos echan a andar, los ciegos ven la luz, los muertos resucitan… «¿Quién es ese nuevo profeta? -les preguntaban los caminantes-. Vuestros hermanos están con él y vosotros debéis saberlo… Parece que no es hijo del carpintero de Nazaret, sino de David, ¿no es cierto?»

Pero Pedro y Santiago se encogían de hombros y volvían a inclinarse sobre las redes. Deseaban llorar para consolar su corazón. A veces, cuando los caminantes se alejaban, Pedro le decía a su compañero: «¿Crees en esos milagros, Santiago?» «Tira de la red y calla», respondía el hijo de Zebedeo, el hablador, y con un movimiento brusco acercaba una braza a tierra la red cargada.

Y aquel día, al amanecer, pasó por allí un carretero.

– Parece que el nuevo profeta comió en la mansión del anciano Ananías, el usurero, en Betsaida. Cuando terminó de comer, los esclavos le presentaron agua para lavarse las manos y entonces él se acercó al anciano Ananías y le dijo algo en voz baja. El viejo se sintió terriblemente turbado, derramó abundantes lágrimas y comenzó a distribuir las riquezas que poseía entre los pobres del lugar.

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