– ¿Hasta cuándo vais a reíros a carcajadas? -gruñó alguien-. No tardaremos en degollarlos. El maestro lo dijo: «Los pobres matarán a los ricos y se repartirán sus bienes.»
– Entendiste mal, Manases -dijo un hombre pálido de ojos de carnero-. Reino de los cielos quiere decir que ya no habrá pobres ni ricos y que todos seremos iguales.
– Reino de los cielos quiere decir -dijo otro- que los romanos se vayan. No es posible un reino de los cielos con romanos.
– No comprendiste nada de lo que predicó el maestro Aarón -dijo un hombre anciano con cara de liebre, meneando la cabeza calva-. No hay israelitas, ni romanos, ni griegos, ni caldeos, ni beduinos. ¡Todos somos hermanos!
– ¡Todos somos ceniza! -exclamó otro-. Eso es lo que yo saqué en limpio de sus palabras. El maestro dijo: «Los cielos se abrirán y así como el primer diluvio fue de agua, éste será de fuego. ¡Todos, los pobres y los ricos, los israelitas y los romanos, quedarán reducidos a cenizas!»
– «El olivo será sacudido, pero quedarán dos o tres aceitunas en la copa del árbol y tres o cuatro en las últimas ramas», dijo el profeta Isaías. ¡Animo, compañeros! ¡Nosotros seremos las aceitunas que han de quedar en el árbol! No hemos de dejar escapar al maestro, ¡lo rodearemos! -dijo un hombre negro como un tizón con ojos salidos de las órbitas, clavando la mirada en el camino blanco y polvoriento de Betania-. Hoy se está retrasando -murmuró-, se está retrasando… ¡Permaneced vigilantes, compañeros, para que no se nos escape!
– ¿Adónde habrá ido? -dijo el viejo de cara de liebre-. Dios le ordenó que luchara en Jerusalén, ¡y aquí luchará!
El sol ocupaba el centro del cielo, las baldosas despedían humo y, con la canícula, el hedor llegaba a su paroxismo. Santiago, el fariseo, pasó con los brazos cargados de amuletos, pregonando las virtudes de cada uno de ellos -éstos curan la viruela, el bocio y la erisipela; aquellos arrojan los demonios, y el más poderoso, el más caro, mata a vuestros enemigos-. Vio a los andrajosos y a los enfermos y los reconoció. Su boca ponzoñosa rió malévolamente:
– ¡Idos al diablo! -exclamó, y lanzó tres escupitajos. Mientras los menesterosos discutían y cada cual interpretaba las palabras del maestro dándoles el sentido que deseaba hallar en ellas, un anciano gigantesco y venerable surgió ante ellos, empuñando un enorme bastón y cubierto de sudor y polvo. Su ancho rostro, que no estaba surcado por arruga alguna, resplandecía.
– ¡Melquisedec! -gritó el viejo de cara de liebre-. ¿Qué buenas nuevas nos traes de Betania? Tu rostro está radiante.
– ¡Alegraos, compañeros! -gritó el anciano notable y se puso a abrazar a todos y a llorar-. Ha resucitado un muerto; lo vi con mis propios ojos: ¡se levantó de la tumba y anduvo! ¡Le dimos agua y bebió, le dimos pan y comió! ¡También habló!
– ¿Quién? ¿Quién resucitó? -todos acosaban a preguntas al anciano. Sus palabras habían sido oídas en los pórticos cercanos corrieron hacia él hombres y mujeres; también se acercaron algunos levitas y fariseos. Barrabás, que acertaba a pasar por allí, oyó el rumor y se sumó a los curiosos. Melquisedec se sentía satisfecho al ver que toda aquella gente estaba suspendida de sus labios; se apoyó en el bastón y comenzó a hablar con orgullo: -Lázaro, el hijo de Eliacín… ¿quién lo conoce? Murió hace dos días y lo enterramos. Pasó un día, dos, tres y lo olvidamos. Al cuarto día oímos gritos en el camino; salgo precipitadamente y veo a Jesús, el hijo de María, de Nazaret, y a las dos hermanas de
Lázaro, que habían caído a sus pies y se los besaban, llorando por su hermano. «Maestro, si hubieras estado con él no habría muerto… -gritaban arrancándose los cabellos-. ¡Devuélvele la vida, maestro! ¡Llámalo y vendrá!» Jesús tomó a ambas de la mano y las levantó. «¡Vamos allá!», dijo. Todos corrimos tras ellos. Jesús se detuvo ante la tumba; toda la sangre le había afluido al rostro, sus ojos rodaban, desaparecían, los ponía en blanco. Entonces lanzó un mugido, como si hubiera un toro dentro de él, y todos nos aterramos. Y de pronto, mientras todo su cuerpo temblaba convulsivamente, lanzó un grito salvaje, un grito jamás oído, como procedente de otro mundo. De ese modo deben gritar los arcángeles cuando se encolerizan. Jesús dijo: «¡Lázaro, levántate y anda!» Y bruscamente la tierra comenzó a moverse y abrirse y la losa empezó a alzarse. Estábamos pálidos de terror. Jamás en mi vida temí tanto la muerte como cuando asistí a esta resurrección. Juro que si me preguntaran: «¿Qué prefieres ver, un león o una resurrección?», respondería: «Un león».
– ¡Dios mío! ¡Dios mío! -gritaba el pueblo, llorando-. ¿Y qué ocurrió luego, anciano Melquisedec?
– Las mujeres gritaban, muchos hombres fueron a esconderse tras las piedras y los que nos quedamos allí temblábamos. La losa se elevaba lentamente. De pronto vimos dos brazos amarillos, después un rostro ya verde, agrietado, cubierto de tierra, y después el cuerpo esquelético envuelto en el sudario… Adelantó un pie, luego otro y salió de la tumba. Era Lázaro.
El viejo notable se detuvo. Enjugó con la ancha manga el sudor que lo bañaba. A su alrededor el pueblo aullaba; unos lloraban y otros bailaban. Barrabás levantó su manaza y gritó:
– ¡Mentiras! ¡Mentiras!, es un emisario de los romanos. Había preparado todo eso con Lázaro. ¡Abajo los traidores!
– ¡Cállate, infeliz! -dijo una voz feroz a sus espaldas-. ¿Qué dices de los romanos?
Todo el mundo se volvió y retrocedió inmediatamente. El centurión Rufo se dirigía hacia Barrabás con el látigo en alto. Una niña pálida y rubia lo retenía agarrándole del brazo.
Había oído lo que dijo el viejo Melquisedec y las lágrimas arrasaban sus grandes ojos verdes. Barrabás se escurrió entre la multitud y desapareció. Tras él corría Santiago, el fariseo, con sus amuletos, que lo alcanzó en seguida. Ocultos ambos tras una columna, se pusieron a conspirar. El bandido y el fariseo se convirtieron en hermanos. Barrabás le dijo:
– ¿Crees que es cierto? -Su rostro reflejaba inquietud.
– ¿Qué?
– Que en Betania… haya resucitado un muerto…
– Escucha bien lo que te diré. Soy fariseo y tú eres zelote. Hasta ahora creí que Israel sólo podía salvarse por medio de la oración, el ayuno y la santa Ley. Pero ahora…
– ¿Ahora? -dijo el zelote; sus ojos lanzaban relámpagos.
– Ahora comienzo a compartir tu forma de pensar. La oración y el ayuno no bastan. Es necesario el puñal. ¿Comprendes?
Barrabás sonrió y soltó una carcajada:
– ¿A mí me lo dices? El puñal es la mejor oración. ¿Entonces?…
– Comencemos por éste.
– ¿Quién? Habla claramente.
– Por Lázaro. Es absolutamente necesario que vuelva bajo tierra. Mientras el pueblo lo vea, dirá: «Estaba muerto y el hijo de María lo resucitó.» De este modo aumentará la gloria del falso profeta… Tienes razón, Barrabás, es un emisario de los romanos enviado para proclamar: «¡No os preocupéis por el reino de la tierra! ¡Pensad en el reino de los cielos!» Y mientras pensemos en el reino de los cielos, los romanos continuarán sentados sobre nuestra cabeza… ¿comprendes?
– También tendremos que deshacernos del otro, aunque sea tu hermano…
– ¡No es mi hermano y nada quiero saber de él! -gritó el fariseo, haciendo ademán de rasgar sus vestiduras-. ¡Lo dejo en tus manos!
Dicho esto, se alejó de Barrabás y volvió a proclamar las virtudes de sus amuletos. Había conspirado con Barrabás y esto le hacía feliz.
La multitud de pobres reunida ante el pórtico de Salomón comenzó a dispersarse, desesperando de ver llegar a Jesús. El anciano Melquisedec compró dos palomas blancas para ofrecerlas en sacrifico al Dios de Israel y agradecerle que se hubiera apiadado al fin de su pueblo enviándole, después de tantos años, un
nuevo profeta.
Las piedras ardían y los rostros de los hombres palidecieron bajo la luz demasiado intensa. Repentinamente se alzó una polvareda en el camino de Betania y se oyeron gritos gozosos; toda la aldea se había puesto en movimiento y llegaba a Jerusalén. Abrían la marcha los niños, llevando ramos de boj y de laurel; les seguía Jesús, cuyo rostro refulgía, y más atrás marchaban los discípulos, excitados como si cada uno de ellos hubiera resucitado a un muerto; y cerraban la marcha, enronquecidos a fuerza de gritar, los habitantes de Betania. Todos se precipitaron hacia el Templo. Jesús subió las gradas de dos en dos, cruzó la primera terraza y llegó a la segunda. Su rostro y sus manos despedían un salvaje resplandor y nadie podía acercarse a él. En determinado momento el anciano rabino, que corría jadeante tras él, quiso entrar en el área invisible que rodeaba al maestro, pero retrocedió como si misteriosas llamas lo hubieran lamido.