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– ¿Adónde vamos? -preguntó Hong cuando el avión ya estaba en el aire y el comandante anunció que el tiempo de vuelo sería de unos cincuenta minutos.

– A la cuenca del río Zambeze -le contestó la mujer.

Su tono de voz le indicó a Hong lo absurdo de seguir indagando. Llegado el momento, se enteraría del objeto de aquel repentino viaje.

Si es que en verdad era tan repentino… De pronto, la asaltó la idea de que ni siquiera de eso podía estar segura. ¿Y si todo formaba parte de un plan desconocido por ella?

Cuando el avión empezó a descender para el aterrizaje, describió una amplia curva sobre el océano. Hong contempló el mar verdiazul centelleando a sus pies, los pequeños pesqueros provistos de sencillas velas triangulares que ondeaban al ritmo de las olas. La ciudad de Beira brillaba blanca a la luz del sol. Fuera del centro construido en cemento se extendían barrios de casas independientes, quizá también suburbios.

Cuando bajó del avión, sintió el golpe de calor. Vio a Ke dirigirse al primer coche, que no era una limusina negra sino un Land Cruiser de color blanco que enarbolaba dos banderas mozambiqueñas en la parte delantera. Vio que en el mismo coche se subía Ya Ru. En ningún momento se volvió a buscarla con la mirada. «Pero él sabe que estoy aquí», se dijo Hong.

Se dirigían al noroeste. En el coche de Hong viajaban también los dos funcionarios del Ministerio de Agricultura. Iban absortos en sus mapas topográficos y seguían atentamente los cambios del paisaje que discurría al otro lado de las ventanillas. Hong sentía la misma desazón que cuando Shu Fu se presentó ante la puerta de su bungalow para comunicarle que los planes habían cambiado. Era como si se viese obligada a entrar en algún lugar donde saltaban todas las alarmas de su experiencia y su intuición. «Ya Ru quería que yo viniese con él», se repitió. «Pero ¿cómo argumentaría su deseo ante el ministro Ke para convencerlo de que yo, ahora, me encuentre aquí sentada en un coche japonés que va levantando espesas nubes de tierra roja? En China, la tierra es amarilla; aquí en cambio es roja, pero el polvo que se levanta de ella es igual de ligero, penetra con la misma facilidad por todas partes, por los poros y los ojos de todos.»

La única razón plausible de que ella participase en aquel viaje era su pertenencia al grupo de aquellos que, en el seno del Partido Comunista, adoptaban una postura crítica ante la política aplicada, entre otros, por el propio Ke. Pero ¿estaba allí como rehén o para que cambiase de idea al ver puesta en práctica esa política que ella tanto detestaba? El hecho de que la acompañasen los dos altos funcionarios del Ministerio de Agricultura y el ministro de Comercio no podía señalar otra cosa más que la importancia del viaje.

El paisaje que iban dejando atrás era monótono, de árboles enanos y arbustos, de vez en cuando interrumpido por el resplandor de un riachuelo y por alguna que otra explanada salpicada de chozas y pequeños huertos. Hong se preguntaba por qué una zona tan fértil estaría prácticamente despoblada. En su imaginación, el continente africano era, igual que China o la India, uno de los continentes pobres del mundo donde masas ingentes de personas se pisaban unas a otras para poder sobrevivir. «Será que me he creído el mito», pensó. «Las grandes ciudades africanas no serán muy distintas de Shanghai o de Pekín. Un desarrollo a la postre catastrófico que aniquila al hombre y la naturaleza. Pero de las zonas rurales africanas tal y como ahora las veo, lo ignoraba todo.»

Continuaron en dirección noroeste. El piso de la carretera por la que circulaban tenía tramos en tan mal estado que los coches se veían obligados a circular muy despacio. La lluvia había vuelto porosa la tierra roja y había deshecho el camino convirtiéndolo en un sinfín de baches profundos.

Finalmente se detuvieron en un lugar llamado Sachombe, un pueblo muy extenso con chozas, algunos comercios y edificios blancos de cemento, semiderruidos, vestigio de la época colonial, de cuando los administradores portugueses y sus assimilados locales gobernaban las distintas provincias del país. Hong recordaba haber leído en alguna ocasión que el dictador portugués Salazar había descrito la gigantesca zona que comprendía Angola, Mozambique y Guinea Bissau y que él gobernaba con mano de hierro. En su código lingüístico, esos lejanos países eran «los territorios que Portugal poseía allende los mares». Allí envió a todos sus campesinos pobres, a menudo analfabetos, en parte para deshacerse de un problema nacional y, al mismo tiempo, para ampliar la estructura de poder colonial que, hasta la década de 1950, se había concentrado en las costas. «¿Iremos nosotros por el mismo camino?», se preguntó Hong. «Repetimos el abuso, aunque vengamos disfrazados bajo otra apariencia.»

Cuando se bajaron de los coches y se limpiaron el polvo y el sudor del rostro, Hong descubrió que toda la zona estaba acordonada por vehículos militares y soldados armados. Al otro lado de las barreras se arracimaban curiosos que observaban a los extraños huéspedes de ojos oblicuos. «Observadores pobres», pensó Hong. «Siempre están ahí. Se supone que es a ellos a quienes debemos proteger.»

En el centro de la explanada que se extendía ante uno de los blancos edificios habían montado dos grandes tiendas. Ya antes de que la caravana se detuviese, había acudido al lugar un nutrido grupo de limusinas negras. También había dos helicópteros de la aviación mozambiqueña. «Ignoro qué nos espera, pero sé que es importante», concluyó Hong. «¿Qué puede haber movido al ministro de Comercio Ke a realizar esta visita a un país cuyo nombre ni siquiera figura en el programa? Una parte de la delegación visitaría Malaui y Tanzania durante un día, pero en ningún lugar del programa se mencionaba Mozambique.

De pronto, una orquesta de viento entró al son de una marcha al tiempo que varios hombres salían de las tiendas. Hong reconoció enseguida al sujeto de baja estatura que iba al frente. Tenía el cabello cano, llevaba gafas y era bastante corpulento. El hombre que saludaba al ministro de Comercio Ke no era otro que Gebuza, el recién elegido presidente de Mozambique. Ke le presentó a los miembros de la delegación y a su séquito. Cuando Hong le estrechó la mano, fijó la mirada en sus ojos, afables pero escrutadores. Gebuza era sin duda un hombre que jamás olvidaba un rostro, pensó Hong. Concluidas las presentaciones, la orquesta interpretó los himnos nacionales de ambos países. Hong se colocó en posición de firmes.

Mientras escuchaba el himno mozambiqueño, buscó sin éxito a Ya Ru con la vista. De hecho, no lo había visto desde que llegaron a Sachombe. Continuó observando al grupo de chinos que estaba allí presente y comprobó que, desde el aterrizaje en Beira, habían desaparecido algunas personas más. Meneó la cabeza, reflexiva. De nada servía intentar adivinar qué estaba tramando Ya Ru. Desde luego, era mucho más importante tratar de averiguar qué estaba sucediendo en ese momento allí, en aquella cuenca por la que discurría el río Zambeze.

Un grupo de muchachas y muchachos negros los condujeron a una de las tiendas y unas mujeres de más edad, ataviadas con ropas de vivos colores, bailaron a su lado al son del ritmo intenso y desenfrenado de varios tambores. A Hong le asignaron un puesto en la última fila. En el suelo de la tienda habían extendido alfombras y cada uno de los participantes disponía de un cómodo asiento. Una vez que todos se hubieron acomodado, el presidente Gebuza subió a un podio. Hong se colocó los auriculares, gracias a los cuales pudo oír una perfecta traducción al chino del discurso en portugués. Hong supuso que el intérprete habría estudiado en el célebre instituto de interpretación de Pekín, que sólo formaba a quienes acompañaban en sus negociaciones al presidente, a los miembros del Gobierno y a los más notables hombres de negocios del país. En alguna ocasión había oído decir que no existía una sola lengua, por minoritaria que fuese, que no contase en China con intérpretes cualificados. Se sentía tan orgullosa de ello… No existían límites, su pueblo podía conseguir cualquier cosa, un pueblo que, tan sólo una generación atrás, estaba sumido en la ignorancia y la miseria.

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